domingo, 11 de marzo de 2018

La cita

Lomadas suaves en el parque. Un banco de plaza y una dama de naftalina mirando hacia el poniente.
Su vestido huele a añejo. En su sombrero rosa lleva prendido un ramito de violetas. 
Ella mira con atención la loma y el horizonte, pero no ve. Los pies, modositos, uno junto al otro, no pueden quedarse quietos; cruza los dedos, se restriega las manos, hace crujir los nudillos. Al galope anda su pecho. Una vaquita de San Antonio sube por la puntilla del canesú. Dicen que traen suerte. A la vez, un coro de grillos alborota el atardecer, cuando la brisa se calma. Los grillos también dan suerte, se consuela.
Se aturde, se tapa los oídos y entonces retumban los versos que una vez él le dedicó: "Un día, cuando coincidan el camino con la plaza, me costarás todo eso que ibas a contarme, o tal vez no me cuentes nada, porque estaremos, nadas, como el árbol o el río, pegados a la tierra, en silencio, con la naturalidad de lo que es y nada más".
Cierra los ojos y el enrejado de sus pestañas le recuerda una prisión de amor. Le transpiran las manos y no quiere ver, pero ve en el horizonte cómo gasas rosadas, sedas naranjas, danzan en el aire y luego se tiñen de lila, y ya son un tapizado de terciopelo azul, donde vuelan las luciérnagas.
Es en esa hora de la tardecita, cuando ve asomarse por la loma, un sombrero oscuro que se bambolea hacia un lado y hacia el otro. Reconoce ese andar y ese sombrero de pana. Distingue luego una silueta que ya no es flaca y desgarbada; es un hombre macizo que se acerca. 

Los tramoyistas están cambiando el decorado, hasta que antes de correr el telón, vemos, los espectadores, un banco de plaza con dos sombreros; detrás, la espesura del bosque.
El público, de pie, aplaude incansablemente y se encienden las luces de la sala. 

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