domingo, 22 de enero de 2017

Acción-inacción-acción

El sol ardía. El escollo quemaba a esa hora del mediodía. Unos chiquillos se zambullíen desde la roca más alta. Se divertían. Él, de tanto en tanto, levantaba la vista de la novela que leía; más precisamente, al terminar cada párrafo, reflexionaba sobre los hilos de la trama y las relaciones entre los personajes, mientras observaba la acción que comenzaba a desarrollarse en la playa.
Pocos bañistas había por esa zona, eso era lo que en realidad más le gustaba. La soledad, el sonido de las olas pequeñas arrastrando los guijarros, el chillido de las aves marinas y, de tanto en tanto, venían de lejos, voces entrecortadas y las risas de los niños. Eso era casi todo el panorama.  
Era la hora de zambullirse para bajar la temperatura del cuerpo, remojar la piel seca y empapar de nuevo la gorra con visera que lo protegía. Iba hacia una cala diminuta de aguas verdeazules, transparentes. Dejaba la gorra. Le daba mucho placer el esfuerzo físico, el nadar debajo del agua, rozando apenas el fondo, palpar la arena fina y buscar con los dedos y las uñas lo que encontrara, un caracol, una medusa, una sandalia, enredados en el matorral de algas. Subía a la superficie cuando casi le faltaba el aire. Luego, de espaldas, flotaba cual madero vagabundo y observaba con nitidez el cielo por donde cruzaban las gaviotas chillonas, mientras el sol radiante le acariciaba los párpados. 
Regresaba otra vez a la acción de la novela, pisando con cuidado los escalones naturales cubiertos de verdín. Por el momento, ya había cubierto la cuota diaria de acción real. Ya inmerso en la lectura, refrescado con la gorra mojada y los anteojos negros, leía boca abajo, estirado en toda su extensión sobre la toalla húmeda. 
De improviso, una sombra se interceptaba para taparle el sol. Percibía que se trataba de una mujer esbelta, gigante, de largas piernas. Le preguntaba desde atrás, por el libro. Cerrando los ojos hasta ser apenas dos rayitas, se daba la vuelta. No podía ver la figura de la chica bronceada. Un breve traje de baño cubría sus redondeces. Hombros anchos, pecho exiguo, piernas delgadas pero bien torneadas... Ahora sí podía verla con más detenimiento. Ya había pasado el encandilado reflejo. Sin embargo, aún evaluaba el coraje de esa mujer tan audaz, que osaba interrumpirlo en la lectura. La cara angulosa y oscura estaba cubierta por grandes anteojos de sol y el sombrero de paja manchaba sus líneas y el pecho, con diminutos puntos de luz. 
Esa mujer era una entrometida, pensaba, mientras le contestaba con poca cortesía y casi con monosílabos cortantes. Ella no se amilanaba y sin reparos, le sugería que dejara el libro y que nadaran juntos. Ante el silencio, optaba por retirarse corriendo, juguetona, hacia las olas.
El muchacho no podía ya concentrarse en la aventura que leía. Consideraba que pronto habría una aventura real. ¿De qué aventura hablaba, si él sólo iba en la búsqueda de un itinerario del silencio indolente, para desprenderse de toda relación humana? ¿Disfrutaba ante la imposibilidad de comunicarse? El mar reverberaba. Era dorado a esa hora. Veía a la chica pinchar con sus brazadas el espejo del agua, más adentro.  Se sustraía otra vez de la lectura. Veía sus largas piernas erectas y el diminuto bikini rojo, que entraban en la profundidad. Por un largo momento, muy largo, no la vio más. Buceaba, husmeaba; con seguridad ella también sentía el goce de la soledad y atrapaba el silencio debajo del agua. Cuando aparecía otra vez, dejaba continuas salpicaduras blancas, rientes, desafiantes en lo azul, para volver a sumergirse. Había una razón complaciente en su propia desnudez, sabedora de ser propietaria de un cuerpo muchas veces codiciado. La fuga de sus brazos primero, de sus piernas, de sus caderas, de su cabeza, hacia abajo, invitaba a una complicidad casi sarcástica, a una especie de carnaval subacuático.
-¡Mira lo que encontré! -le llamaba la atención levantando un brazo y entre carcajadas, escondía en su corpiño un objeto irreconocible a la distancia. Podría haber sido una estrella de mar, o el silbato de un guardavidas...
-¡Ven a quitármelo! -gritaba antes de hundirse de nuevo. ¡Qué inoportuna!, pensaba él. Era indudable que el libro quedaría con el señalador en la página inconclusa, abandonado sobre las arenas blancas. Porque las aguas y ella lo invitaban a la acción.

viernes, 13 de enero de 2017

Tango ajedrez

Los pies tienen memoria de un ritmo casi olvidado. Acepto el convite, porque sé que podré llevarlas atodas con galanura y maestría. Me coloco el sombrero requintado y en un guiño abrazo a la primera, para iniciar una historia completa, incluso con notas a pie de página.
Viene otra milonguita de falda negra y tajo profundo y me saca el sombrero para ofrecerme otro, y no sé cuál elegir. Brazos verdes como pájaros. Dedos de seda y alas que recuperan el vuelo, me dejan su polen flotante en un perfume que subyuga. Hay mariposas de luz y luciérnaga sensuales. Hay pétalos de nácar y de coral, danza de contoneos y susurro de faldas y caderas poderosas, cinturas como juncos que se quiebran, se yerguen, se contraen. Hay balanceo de pechos como frutos maduros, seducción en la fragilidad de los gestos, párpados que caen como murciélagos, y apagan unos ojos que como centellas, ríen y provocan...
Las baldosas en blanco y negro se dibujan y se desdibujan en cada vaivén y los sonidos de mi cuerpo las abrazan a todas, como la sombra de un árbol protector, y luego me dejo llevar por anémonas y algas voluptuosas en un mar ignoto y canto de sirenas.

viernes, 6 de enero de 2017

Reflexiones camperas del año viejo.

El Rosendo chupa con premeditación y alevosía unos mates amargos, cimarrones, frente a la puerta del rancho. Su perro flaco va lamiendo las mataduras y con la cola espanta a las moscas cargosas. Los dos andan medio tristones en último día del año. 
-É ansí nomá... estamos solos, Lonco -Y en cada suspiro le acaricia el lomo pelado. -La Eduvige nos dejó, qué lo parió, ¡Todo porque le di un mate frío!. Dicen que ése es el del desprecio, y se jué nomá...- En cada suspiro es como si dejara ir un pedazo de vida en el aire cargado de humedad.
-Mirá cumpa. ahora me lavo bien las partes, revoleo las alpargatas bigotudas en el maizal, me pongo la camisa a cuadros, la bombacha bataraza y las alpargatas nuevas, me tiro un poco de agua florida pal'amor y nos vamos. Y vos te me portás bien, eh!, nada de andar toriando a los perros de los Ramírez... Cada vez que ando por ai, la chinita linda se pone colorada y se va pa'l alfalfar. ¿Qué me decís? ¿Me está invitando? Pero yo le tengo rispeto a Don Eusebio, un gaucho de ley, y a la Pancha. Un día me le voy a arrimar, ¡qué joder! Porque andar solo no es güeno pa'l hombre. ¡Pucha!, encima no hay guifi! -en un ataque de bronca, revolea el aparatejo y el Lonco corre a buscarlo. Es como si le dijera "mandale un guasá a la Rosarito, y se encuentran al lao de la tranquera, en el cuadro de alfalfa"
-Güeno, tenís razón, amigazo -y aura vamo' arrimarno que ya se siente el olor a empanadas fritas. Llevo una damajuana de tinto y unos güevos, como quien no quiere la cosa. -Se levanta del banco de cuero de chivo, se va a ensillar al malacara, que se nota inquieto y se va "pal'escusao", porque ya está sintiendo que las tripas se le estrujan de tanta emoción.

De Babel a la R.A.E.

-Y sí, ño, es asín nomás -me contestó por el tuit.
Una rara avis española se había posado esta mañana sobre la torre de Babel. Me descambiaba las ropas gastadas de vagamunda, buscaba la toballa y escuchaba el cederrom de la R.A.E. ¿Para qué me iba a conflictuar por algún palabro que me suene raro?
¿Cuándo era? Me sumergí en la bañera con sales relajantes... En setiembro o en otubre fue cuando el amigovio me invitó a recorrer la Europa Central y la del Este. No es por euroescepticismo, ni por latinoescepticismo, lo pensé, lo rumié tantas veces, y le dije que no. No es que sea una friqui, pero me dije: "Mejor me busco un cumpa que sea un paichulo, que no sea un papahuevos, ni un tirifilo, ni un alfeñique, sino uno que tenga ganas de descubrir a los elfos en un bosque de la China, navergar en un paquebote por el golfo de Begala, aspirar los vientos del Kilimanjaro, interpretar los frisos babilonios, leer las escrituras cuneiformes, cosechar el té o trabajar en los arrozales de Singapur, mirar en lo profundo de los ojos verdes de un cachorro de tigre del archipiélago malayo y adormecerlo con el dardo de mis ojos, para acariciar su pelaje rayado, conversar con un anciano jefe de cualquier tribu, admirar la sonrisa calma de una maestra de Ghana, o tal vez, dialogar en spanglish con los tataranietos y choznos del gran Gengis Khan.

El grito de mi madre interrumpió mis ensoñaciones.
-¡Nena! Vení a la mesa y dejá de soñar, que ya están las almóndigas.

¿Y ahora? ¿Qué?

El caso no importa. Pudo ser él, quien enfermó de melancolía. Prefería deambular entre una masa desconocida que va hacia catacumbas húmedas, y siempre con apuro, aturdirse con el ruido y la música estridente que tortura los oídos. Ha bebido también hasta acabar las copas en esa nostálgica soledad de los ebrios y ha danzado la rumba de los abandonados. Otras veces, se abrazó al globo terráqueo, momentos antes de dormitar y soñar con sitios de fantasía. Todas, estratagemas y autoengaños. Cuando la ciudad lo asfixiaba, iba a conversar con las piedras, a rumiar en sus pensamientos por los senderos gastados de las cabras; era aquel que sentía que una inyección horadaba su cerebro, y una abulia generalizada iba penetrando su cuerpo, como una mancha de petróleo en el inmenso océano.
O quizás pudo ser ella, que ha fisgoneado en un campo de margaritas y pizpireteado en un alfalfar, mariposeando en una tersa llanura o en un amable valle. Ha bebido el dulce néctar, ha sentido los deliciosos aromas y ha mimetizado los ojos con el color del cielo, cuando una resignación melancólico se convierte en el placer de actividades triviales.
Lo cierto es que el firmamento sigue sucio, sin contrastes, gris negro, gris blanco. Pero se sabe que el mundo puede verse de cualquier color, verde, todo verde con todos los matices de la selva, o rojo/ocre/naranja en el encanto de un atardecer, o celeste, como un canto a la alegría en la playa y más azul, más hondo en la lejanía, o en lo profundo del mar.
Una molicie blanda descansa como una neblina en la madrugada, colgada en la copa de los árboles, o en el estanque de un lago, mientras las aves se desplazan hacia otro rumbo, para festejar la vida que renace. Ya descargó su pesada carga, ya expió las secretas culpas. Tal vez él, o ella haya prescindido del placer de dejarse llevar por una corriente mansa y límpida, sin peces voraces o peligros en cada recodo. Tal vez, haya postergado un amor y todo aquello que puede acariciar el alma y el cuerpo. Y entonces, sucumbió descendiendo al sótano de la desolación.
Quizás ella se sienta así, luego del influjo de ozono en sus vértebras cansadas, porque agotó la energía fundamental de ser sostén, resistió todo cuanto pudo, fue flexible y fue rígida, hasta que las piernas no respondieron. Ya no fue posible correr, trepar, caminar por senderos abigarrados y ocultos, o por esos caminos amplios y luminosos del asombro y la belleza. Con rostro bobo se desplazó entre desconocidos y aligeró el paso para ver el carnaval de la vida que pasa, inexorablemente. En tiempos de balance, esos maigos del cyber espacio, que envían mensajes colectivos deseando felicidad, han quedado en la borraja. Muchos ha encontrado en el andar, hasta que un cernidos separó sólo a los genuinos, esos que dan la mano con sinceridad.
Ya había decidido descartar el tono confesional y adaptar su texto a una nota periodística, que indaga y husmea en las vidas ajenas. Acarició sus piernas inertes. Se colocó los gruesos anteojos y observó con detenimiento los pinchazos de la aguja del acupunturista o el alfiler asesino del entomólogo. Se desprendió la pequeña esfera metálica de su oreja derecha. Apoyó sus brazos sobre el improvisado pupitre. Masajeó los dedos quietos y fríos. Acomodó las hojas sin renglones, tomó la lapicera y comenzó a escribir fervorosamente.
Desde la silla de ruedas, frente al ventanal, se divisa un cielo azul de primavera y un colibrí revolotea en el rosal.