domingo, 13 de noviembre de 2016

Rompecabezas

Siesta de lluvia. Magia descalabrada que habrá que recomponer.
Bicicleteando por la costanera de mi ciudad, el lago estaba calmo y azul. Volvía a casa, distante unos 8 km. El problema es que llevaba pantuflas, de esas dobles y en una de ésas, perdí la cobertura del pie derecho, quedándome en medias. Me detuve. La busqué unos metros hacia atrás y decidí cambiar de calzado. Al abrir la mochila, que apoyé en el paredón de la costanera, donde había una profunda abertura entre la vereda y el paredón de piedra, ¡zas! se me fue abajo una ojota. El hueco estaba lleno de papeles, botellas, plásticos, vidrios y zapatillas viejas. ¡Tantos otros las habrían perdido entre tanta inmundicia! Esa ojota era una linda que llevaba impresa la planta del pie y una silueta femenina con traje de baño, justamente, para que no se confunda con las ojotas masculinas. Me calcé el otro par, que era de sí, de las más corrientes.
Continué y perdí después otra, al lado de la fogata, donde un linyera calentaba en una lata, el agua para los mates. Se quemó en un instante. En definitiva, esa tarde no era mi mejor día. Al llegar a una bocacalle, crucé descalza para comprar una botella de agua, abandonando la bicicleta. De regreso, la bici no estaba, ni el lago. En su lugar se veían las aguas barrosas de un río de llanura. Pregunté qué pueblo era y me dijeron que Chivilcoy. A esta altura, mi cabeza bullía de tanto pensar. ¿Será que he sido transportada tantos kilómetros al norte por un plato volador? ¿Hice traslación en el tiempo? No se veía ni extraterrestre, ni siquiera un holograma, pero sí, en el pueblo andaban con ropa gastada los trabajadores rurales. Por una esquina venía un carro cargado de bultos, tirado por caballos. El guía con sombrero de paja los azotaba sin piedad. Sucede que hace unos días firmé por internet, para que se apruebe una ley que prohíba la tracción a sangre. ¡Pobres matungos sufrientes! También me alegré al saber que cerraban otro zoológico, esta vez en Mendoza.
De traslaciones, hablando, me vi sentada a una gran mesa, donde Liz servía abundante y caliente comida a todos los comensales, menos a mí. Había dejado en mi plato, un mendrugo de carne frío y unos pocos granos solitarios de arroz. Me fui a llorar al baño, creo. No había luz y el papel higíénico no estaba donde debía, sino, enroscado haciendo un gran bulto papeloso, sobre el portatoallas. Raro, pensé. Hoy había hablado de ella con otra amiga. Liz había muerto hace unos años y no había sido así; al contrario, anfitriona y servicial. El viudo había preguntado por mí y me enviaba saludos.
Una llamada al celular me despertó, para bien. Pude descubrir que fue sólo un sueño y ahora, ¡manos a la obra! Hay que unir todas las piezas, y tal vez, interpretarlas. 
¿Los calzados son símbolos sexuales?¿Necesidad de trasladarme en el tiempo y en el espacio? ¿Miedo a afrontar los dolores del pasado? ¿Temor por no poder salir del pozo? ¿Aguas turbias de la llanura? ¿Aguas claras de un lago patagónico? ¿Fuego? ¿Solidaridad con los excluidos? ¿Angustia por los animales castigados? ¿Deseo de ver a todos los animales libres y a otros, también animales, en prisión? ¿Recuerdos de una amiga que ya no está?

martes, 8 de noviembre de 2016

Nada

Nada. Nadería. Nadalogía.
Compilado de nadismos.
Nada inmóvil. Me anonado.
Bruma sideral turbia y silencio.
Entropía de la nada.
Analgesia. Nada insípida.
Piel, caparazón, morfología de la nada.
Manifiesto de la nada y las fruslerías.
De improviso,
la chapa opaca del cielo se estremece.
Un resplandor destella por un instante.
Estampidos ensordecen y yo,
en un arrebato, me impuso y salgo de la quietud.
Oscilo en el péndulo de una rama.
Regusto amargo en las papilas.
Sudor frío en la frente que empapa la almohada.
Me incorporo y todavía me veo
sahumando de azufre todo el entorno.

sábado, 5 de noviembre de 2016

Petalos blancos



“Estos días azules, y este sol de la infancia…” (versos inéditos de Antonio Machado, hallados en el bolsillo de su gabán cuando murió en Colliure)
Dudo todavía si titular así o bien, “Cicatrices del recuerdo”.
Es la celebración del 50º aniversario de la escuela secundaria donde había estudiado. Allí estamos los ex alumnos, los docentes, los padres en el edificio escolar. Los de la promoción ’70 éramos ocho diecisieteañeras y eran ocho jóvenes imberbes, tímidos, desorientados y torpes en sus cuerpos atléticos, que pugnaban por competir con la madurez de las chicas, las que mirábamos hacia otros cursos, o seducíamos con nuestros encantos a los forasteros que acudían al baile del club social. Claro, era mejor visto enredarse con los de afuera, y si eran mayores, mucho mejor., Queríamos arremeter por la vida, danzando en el fino alambre de los equilibristas, bebiendo sorbo a sorbo el placer de la amistad, de los secretos compartidos, de a dos, de a tres, según se hubiesen afirmado las confidencias y las experiencias. Hoy, las canas y el rigor de tantos inviernos habían hecho estragos a la tierna doncellez.
Mientras vamos ingresando para iniciar el acto, una mujer de mediana edad, cuyos ojos no disimulan, sola y a contramano, desde unos pasos más allá, me observa, sin dejar de mirarme, con una mixtura de curiosidad y de asombro. Me detengo entonces, y nos reconocemos. -¡Oh!, sos la hermana de Gloria…-Qué bueno verte de nuevo –esos ojos grandes destilan frías lágrimas de tristeza. Nos confundimos en un estrecho abrazo. Ambas sabemos las razones.
-Les pedimos a los presentes, por favor, ubicarse para dar comienzo al acto –anuncia la maestra de ceremonia.
Sé que sólo yo veo entre la gente esa silueta volátil, casi etérea, que va acercándose envuelta en una túnica blanca. Los grandes ojos verdes me sonríen. La larga cabellera negra enmarca un rostro dulce de amplia boca risueña, como si el dolor ya no la atormentara.
-Ahora, para dar comienzo al acto, recibiremos a nuestra bandera de ceremonias.
La túnica blanca, frágil y silenciosa, como una rosa que nace con el rocío de la mañana, se ubica sin provocar trastorno alguno. Aunque, confieso, la presencia de Gloria me sobresalta y me trastorna un poco.
Mientras escuchamos los discursos, me río y escondo las carcajadas y los nervios, porque la ocasión no amerita reírse justo en esos momentos tan solemnes. Mabel, en ese preciso instante, contagiándose, no para de reírse, hasta las lágrimas, como solíamos hacer.
-¡Eh! Ustedes dos no cambian más – nos dice por lo bajo Julio, propinándome un oportuno codazo.
El intendente municipal se muestra contundente y sensible para disimular las formalidades del cargo. Él también es un ex alumno.
-Mi hermano, qué elegante, qué sobrio, qué seguro de sí mismo – me cuchichea al oído. Otro estremecimiento me conmueve y algún zumbido me apacigua. Las evocaciones continúan y me pierdo en transgresiones y picardías.
-¿Te acordás cuando…? –Un nuevo susurro que nadie escucha.
El representante del Ministerio de Educación descubre una placa recordatoria y la actual directora invita a los concurrentes a la cena aniversario en el club social y deportivo.
-¿Estamos todos? Sonrían para la foto grupal. Brindis, risas, bocaditos y flashes para atesorar recuerdos.
-¡Cómo le hubiera gustado a Gloria organizar este evento! –Jorge comenta. -La acompañé hasta los últimos momentos, pero no hubo caso – la voz de Abel se quiebra y sus ojos se nublan un poco.
-No me ven, pero yo estoy con ustedes… igual colaboré, sugerí, di ideas, propuse, sin que lo advirtieran –escucho su voz como un arrullo. –las voces se superponen y nos cuentan. Me separé. Pronto me jubilo. Tengo tres hijos. Soy abogada. A Raquel la largaron, pero su marido sigue desaparecido. Claudio es ingeniero en una multinacional, en Chicago. El Colorado trabaja en la esclusa 14 del Canal de Panamá. Otra pechuga quiero. El ex flaco devora sin prejuicios. Tuve que exiliarme a España. Se murió el de Contabilidad. La de Inglés vive en Santa Fe…
Los más jóvenes, transpiran y saltan en el centro de la pista con la música electrónica, como desaforadas en su propio ritual.  Nos llaman por micrófono hacia el living para otra foto.
No la ven, pero yo sé que entre Abel y yo está Gloria. Bailamos al ritmo de Bill Halley y sus cometas, con Charly, con Elvis, con los cuartetos. Gloria es el centro del grupo. La túnica blanca gira y baila sola y traslúcida, mientras hacemos el brindis final.
Una lluvia de pétalos blancos de mi cerezo, cae ahora sobre esta hoja recién escrita. No hay brisa, pero sí un cielo azul y un sol brillante. No tengo dudas, es Gloria que me saluda.

Estratagemas



Recostado en uno de los senderos, veo la bóveda enramada que apenas deja ver el prodigio de lo azul. El canto de las aguas libres de un arroyo va cayendo por “La cascada de los novios”. Germinal follaje de flores y semillas. ¡Tengo que tomar una decisión!
Un mágico canelo aquí, nalcas de hojas inmensas por allá, coihues milenarios, cañas en profusión, helechos gigantes, hortensias azules, copihues de pasión y enredaderas. Bosque umbrío, verde. Todo verde y misterioso. El chillido de un pájaro que no veo entre el follaje de un ulmo florecido,  me sobresalta, interrumpe mi ensoñación y comienzan las dudas y el miedo. Las penumbras avanzan y las lianas se enroscan. Un ahogo en mi garganta y el poeta es mi cómplice allá, donde gime el viento. ¡Debo tomar una decisión! Los ojos del bosque escuchan el silencio ahora, cuando he tomado la decisión más difícil. Mis besos se pierden en los humbredales, entre los hongos y las charcas.
Voy al inframundo. Abro la tapa del desagüe que está en medio de la calle, ante el asombro de los conductores detenidos por el semáforo en rojo. Llevo traje de hombre-rana, snorkel, antiparras y aletas. Destornillo el enrejado y voy bajando con la certeza de encontrar la alianza de matrimonio que se me cayó de improviso. Se trata del anillo de la abuela que, de tanto lavar la ropa en la tabla de madera y la vajilla grasienta, ya estaba adelgazado, aunque era de oro 18 quilates.
Había visto un plano de las cañerías que se extienden bajo el pavimento y van hacia el río; en un tramo se abren dos tubos gruesos que permiten el paso de un hombre.  Uno se dirige hacia la planta depuradora de líquidos cloacales y el otro, desagua en el puerto. Sale justamente donde se encuentra amarrado el catamarán “Litoral costero”.
Sé que hoy no sale a recorrer el río y las islas, ya que no hay inscriptos y además es un día espantosamente desagradable. Veremos hacia dónde iré a desembocar.
Ya sumergido en la corriente de agua oscura, me coloco el snorkel y me dejo llevar con los brazos extendidos y con la secreta ilusión de encontrar el anillo. De vez en cuando respiro sin snorkel y por los aromas que percibo, puedo imaginar hacia dónde voy y calcular que ya debo haber pasado la división de ramales. Olor a podredumbre, es decir, voy hacia el puerto. Por el contrario, si el olor fuera similar a detritos humanos, estaría yendo hacia el otro lado.
Confirmado: la luminosidad que adivino me lleva a la desembocadura del recorrido, antes dicho. Imposible hallar la alianza. Saco la cabeza y respiro aire contaminado. Veo
plantas acuáticas de todo tipo, aguapeys, (no son los nenúfares de Monet, por cierto) camalotes, botellas de plástico, pero increíblemente, entre tanta mugre florece un Irupé. Dos pájaros pequeños de color herrumbre picotean con displicencia. Una burbuja gorda aflora en la superficie del agua aceitosa, al tiempo que una rana salta sobre mi cabeza.
Hacia la derecha veo la playa de estacionamiento de un supermercado y a la izquierda, efectivamente, el catamarán nombrado. Con esfuerzo salgo y camino marcha atrás, hasta que me saco las patas de rana, al tiempo que voy desprendiendo de mi traje los
restos de vegetales y la inmundicia; unos renacuajos, huevos rosados de ranas y hasta una anguila que se desliza por mi espalda, amarrada al cierre.
Camino por el coqueto sendero costero de adoquines bordeado de palmeras y me siento en uno de los bancos de quebracho, hechos con travesaños de desguace del antiguo ferrocarril. El guardia del estacionamiento del shoping me advierte sobre la prohibición de sentarse allí.  “Pasan coches continuamente y otros se estacionan aquí”-me dice señalando el espacio, no sin mostrarme el asombro que le provoco con mi aspecto un tanto raro para ese ambiente de consumo y modernidad.
Sigo hasta el final del camino y me zambullo en las aguas más limpias del río.
Fue la frescura del agua la que me despertó y lavó el sudor de mi frente y de mi almohada mojada. Enseguida me alegré porque deduje que el símbolo del anillo perdido me estaba indicando que no debería casarme con esa chica tan singular de la que estoy enamorado. No lo niego.
Decidido está: Mañana no acudiré a la cita. No habrá boda.