domingo, 2 de noviembre de 2014

40/50

Una bolsa de cemento y una barra de hierro habían pedido en el corralón. Los vehículos estacionaban en fila para que los operarios cargaran fierros, chapas, alambre, tablones, tanques y toda clase de materiales para la construcción. Pasaban presurosos mamelucos con manos enguantadas y el controlador de carga. Era la hora febril del mediodía, minutos antes de cerrar.
Ella se quedó parada junto al depósito de hierro, sólo unos pasos delante del muchacho que los atendió. No tenía ojos en la nuca, pero sabía que una mirada penetrante la estaba desnudando; tenía puesto un equipo de gimnasia y, seguramente, emanaba olor a transpiración, y el muchacho estaba oliendo un aroma que lo atraía. Se entremezclaban con el olor del aserrín y el gasoil, cuando el barrendero pasaba el escobillón.
-¿Es tu hijo?- le preguntó de repente.
-Sí.
-¿Y tu marido no te ayuda?
-No tengo marido -y se dio vuelta sonriendo, para ver al muchacho de aritos enfundado en un mameluco azul que ostentaba algunas manchas de grasa.
-¡Qué pena! -se lamentó -¿Y vos salís?
-No.
-No te creo, ¿no vas a bailar? ¿no salís con tus amigas, siquiera?
-Algunas veces sí -respondió levantando los hombros, con una mezcla de desolación y picardía.
-Te voy a invitar. ¡Qué lindos ojos! ¡Y qué fuerte que estás! -se apresuró a decir y ella sintió un ramalazo de calor, que la ruborizó -Dame tu teléfono -insistió. Ella buscó en su cartera un papel y una birome y se conmocionaba, se confundía y se demoraba en esa faena, mientras pensaba que el chico podría ser su hijo -¡Apurate, que ya viene para cargar!- La birome no aparecía y ella se debatía entre las dudas, el tumulto de sensaciones y el orgullo de sentirse todavía una mujer apetecible.
-La ajustamos con alambre, así -sus manos se movían con la habilidad de quien conoce el oficio y ella pensaba que eran manos fuertes pero suaves, protegidas por los guantes de trabajo; presentía brazos potentes, capaces de ofrecer tiernas caricias, cuando el muchacho le tiró un bollito de papel, que la sorprendió, porque no vio cuándo lo escribió.
-No te vas a rrepentir -nuevos rubores le hacían transpirar las manos, mientras leía el número, que no se animaba a memorizar. -¿Qué pasa, me tenés miedo? -preguntaba, mientras controlaba que el capataz de la planta no lo viera, ni el hijo intuyera algo.
Ya en la camioneta, saliendo y maniobrando frente a caja, le alcanzó a decir por lo bajo: "mandame mensaje, que después te llamo"
Un remolino de emociones la turbaba mientras regresaban con la carga; hacía rato, demasiado, que no la halagaban. Desde que había conocido al otro, pensó, pero de una manera muy diferente, que primero sería sólo una aventura, pero duró años, hasta que el cuerpo del amante se desmoronó tan de improviso, y lastimosamente. Ahí estaba, con el papelito abollado, no se decidía a tirarlo, y mucho menos, a llamar.
40/80 era el tipo de hierro. Sí, el doble justo; seguramente ella lo doblaba en edad, aunque no en esas mismas proporciones... pero da igual ¿Lo tiro o no lo tiro?
Ahora que terminó de escribir este relado y que las musas llegaron, supo que esa inspiración había sido como un orgasmo largamente deseado. Un espasmo intelectual que la dejaba exhausta ante la hoja escrita (ahora sí había encontrado la lapicera) y las sábanas frías.
El chico del mameluco, aretes y guantes de trabajo estaría ahora en el corralón, intentando seducir a otra mujer de mediana edad, de buen aspecto y condición, y sola, en ese mundo de hombres rudos y resueltos. Parece que a él le gustan así, maduras y experimentadas, aunque tímidas pero sensuales. El capataz seguiría observando al mameluco que seguía en sus andanzas.