jueves, 31 de julio de 2014

Descripción para marcianos.

                                                                                                 Islas Cícladas, Mar Egeo;  junio 2014
Estimadísima profesora:
                                          Esta noche, casi madrugada, recordé la consigna que Ud. nos daba en las clases de Lengua, para aprender a redactar, "descripción para marcianos": deberás contarle a un extraterrestre cómo es un objeto: forma, tamaño, materiales, volumen, color, sabor, sonido, olor, usos y costumbres. Me acuerdo, señora, que en mi composición describí el mate argentino.
En esta ocasión describiré un objeto desconocido hasta hoy, para muchos como yo. Aquí lo llaman "drinking machine". Son tres botellas conteniendo diferentes bebidas, creo que es ouzo, raqui y retzina, unidas las tres como vasos comunicantes, a un único pico vertedor. Están apoyadas a una estructura de madera, en cuyo extremo hay una manija para maniobrar. Quien sostiene el artefacto, generalmente es un camarero o el dueño del bar o restaurante; es el encargado de "bautizar" o dar la bienvenida a los parroquianos o turistas. Hágase notar que la ceremonia se inicia una vez que los comensales hayan consumido parte de las delicias culinarias que ofrece el local, como por ejemplo, tatzaki, ensalada griega, pulpo asado, musaka y gran variedad de pinchos de pescados y mariscos. En estos momentos, el ejecutor (lo llamaremos así) se acerca a cada visitante y con suavidad lo toma por la frente, le coloca la cabeza hacia atrás, le pide que abra la boca y así, vierte dos, tres, y hasta siete gotas del coctail surgido de esas bebidas espirituosas. La cantidad de gotas es sugerida por los acompañantes, conocedores de la cultura alcohólica de sus amigos.
Es entonces, cuando un sabor indefinido y caliente comienza a descender por la garganta. Un toque anisado, posiblemente a causa del ouzo, una pizca ardiente de raki, con pasas de uva destiladas y un sabor picante proveniente de la retzina, elaborado y conservado con resina de pino con mucha gradación alcohólica. Todo se mezcla homogéneamente, a la par que sube a la cabeza provocando hilaridad, algarabía, fascinación y risas. Los griegos lo llaman "resplandor blanco". El ambiente se completa con otros tragos como la melanzana, que es grapa y miel, que se sirve caliente en primorosos jarritos. Brindis tras brindis (llamas/salud) van animando cada vez más la reunión.
Ëramos un grupo de más de veinte hombres, navegantes todos, que sugerimos también iniciar el rito con las mujeres presentes. Cuando se inicia con la cocinera, que observaba la escena con los brazos en jarra, secándose las manos en el delantal, el ejecutor recibió una sonora bofetada que lo hizo desistir.
Algunos, en actitud desprejuiciada, van desabrigándose hasta descubrir sus torsos desnudos y tatuados primorosamente. Otros ríen ante el sin sentido de la conversación. ¡Llamas! Otros se retiran hacia el rincón más oscuro. ¿Para qué? No lo sabemos. A algunos les sobreviene la nostalgia por un amor lejano y gruesas lágrimas caen por sus rostros curtidos de navegantes solitarios. Hasta hubo una ocasión en que los "bautizados" le sirvieron más de ocho tragos al camarero, al momento que otros lo iban desvistiendo. Algunos, se fueron abrazando a las mozas del lugar. Lo curioso es que la guardia local no intervino, ni el cura de la iglesia ortodoxa, que observaban desde las sombras, en la vereda, debajo del campanario.
En mi caso, profesora, me alejé hasta el mirador de la isla, el que había servido de observatorio para controlar a los navíos enemigos. Me acordé de usted, porque las buenas docentes no se olvidan tan fácil, y comencé a recordar la consigna. "Descripción para marcianos". He aquí la correspondiente a este raro artefacto griego. "Drinking machine" le dicen en Folegandros. Tres botellas... ¡Bah! ya lo he descripto más arriba.
Siento un nudo en la garganta y se me retuercen las tripas, cuando veo la luna alta que cabrillea sobre el mar calmo y cuando escucho a las sirenas que me llaman desde el promontorio. Sé que no es verdad, pero, juro, estuve a punto de lanzarme desde el muro, en busca de un poco de amor. En cambio, decidí volver al albergue y subí zigzagueando la zigzagueante cuesta entre los olivos y el perfume de azahar de los naranjos. ¡Esos aromas emborrachan!
Aquí estoy escribiéndole, y me animo a confesarle que siempre estuve enamorado de usted. ¿Suele pasar a menudo, no?
                                                     
                                                     J.C.C. ( o bien podría ser Aquiles o Heracles)

miércoles, 30 de julio de 2014

El liberador de Zeus

Un pelícano, como imitando el andar de su amo, se pasea muy orondo por el último espigón del puerto de Hydra. Markos Vasilíades es el patriarca del puerto; controla desde su barba blanca y profusa, con ojo avisor de profundo azul, las maniobras de los trabajadores, que haraganean al sol; luce una remera a rayas, de marino viejo y un par de tiradores ajustados que sostienen su abdomen prominente y los pantalones raídos.
Está por llegar el ferry que nos ha de llevar hasta Poros y los gatos, dueños del lugar, y conocedores de los horarios, se aprestan en el muelle para el festín que habrán de darse con los desperdicios de la pesca. Son amigos del capitán, se nota en las cabriolas que dan para recibirlo.
Esta mañana no me despertó el canto del gallo; eran los rebuznos de los burros, que allá lejos, se disponían a iniciar la faena. Por la noche, los maullidos de los gatos en celo, corriendo por los tejados, interrumpieron mi sueño atribulado. Entre bostezos, suspiros y contorsiones de desperezamiento, palpé a mi lado el cuerpo yacente de Lifteris (el liberador de Zeus) en mi lecho.
-¡Arriba, que la jornada empieza! -le comuniqué sin más preámbulos. Había que desamodorrar la resaca de la noche anterior.
Promediando mi estadía por las Islas Cícladas, el griego de sonrisa franca y mirada noble, tras sus gruesos anteojos, se ofreció a recorrer conmigo esos encantadores sitios a los que no es posible llegar sin una embarcación pequeña. Acepté, porque me gusta navegar y remar. Seré una tripulante privilegiada, pensé.
Este escrito no es un folleto turístico, es una sucesión de sensaciones que una admiradora de la cuna de la civilización quiere transmitir a quienes aman Grecia, su historia, sus mitos, su cultura, su gastronomía y sobre todo, su prodigiosa naturaleza.
La claridad del amanecer auspiciaba una jornada imperdible; un burro transportaba nuestro equipaje hacia el ferry y ambos cargábamos el kayac y los remos. El mar estaba calmo y el sol comenzaba a caldear nuestras espaldas fuertes. Pude demostrar mis habilidades con los remos y, enfilando la proa hacia una pequeña isla solitaria, apenas un promontorio (creo que se llama Dakos), descansamos en la playa.
Por la costa en declive, los pies se hundían en la arena cernida y caliente, y después, en la arena granulosa y mojada. Moluscos, conchillas, azul plateado y herrumbre. Luz de oro sobre el mar, sobre la arena y sobre los guijarros.
Sumergirse en ese mar esmeralda (algunos dicen color moco; a mí me parece un tanto despectivo; es más poético decir esmeralda) o turquesa más allá, es una experiencia incomparable. Nadamos entre los peces de colores y vimos formaciones coralinas, o tal vez, la lava ardiente que se había enfriado de improviso en las aguas azules, cuando la civilización comenzaba.
Sombras vegetales flotaban silenciosamente en la paz de la mañana, como pulsando las cuerdas de un arpa, que funde sus acordes, blancos como las olas, rielando sobre la sombreante marea. Bajo el flujo-reflujo, algas convulsionadas se erguían lánguidas, cimbreando los brazos desganados y suspirando al vernos, a Lifteris y a mí, confundidos en un abrazo subacuático.
Había que reponer fuerzas. Preparé una ensalada griega con tomates (me contó mi amigo que fueron traídos desde Egipto por un monje católico), aceitunas negras, pepinos frescos de la región, quesa de cabra de sabor fresco, y aceite de oliva, por supuesto. Lifteris, mientras tanto, se entretenía asando pescadilla que había extraído con el medio mundo.Un buen vino griego, un vinsanto dulce y aromático, nos recompuso brindándonos la tranquilidad para el descanso.
Él me había hablado de los símbolos del Acrópolis, el significado de las reuniones en el "ágora", el pueblo que, como una argamasa, fundaba la democracia. Otras civilizaciones, como la egipcia, no levantaron templos, sino pirámides, un culto a un sistema verticalista y de sumisión. El verdadero ícono de la democracia es el Partenón, cuya puerta ha sido emulada en otras ciudades del mundo para ensalzar el orden, la justicia, la libertad y los derechos entre los hombres.
"Desde Pericles a Jefferson", dicen en Estados Unidos, el Lincoln Memorial y la Casa Blanca están ornados con columnas jónicas; la puerta de Triunfo en París, la Puerta de Brandeburgo, y hasta el edificio del Congreso de la Nación y sus cariátides, en Buenos Aires, representan el mito de la refundación.
Voy adormeciéndome mientras recreo en mi mente la imagen de los "evzones", los guardianes del Parlamento en Atenas, altos soldados de la infantería ligera del ejército griego. Me enoja recordar la imagen de los filósofos en los jardines griegos; si no me equivoco, creo que era el busto de Sócrates, donde habían pintado una svástica en un hombro, y en el pecho, el símbolo de la paz y del amor. Los graffities son expresiones de los pensadores modernos que denuncian un mundo convulsionado. Deberemos recuperar la cordura y retomar un "ágora" universal para resolverlo, en cada sitio, en cada país.
Es hora del regreso. El mar se ha picado. Mi compañero sigue relatándome historias. En el Acrópolis está el templete de la diose Atenea Nike, que es el símbolo de la victoria y  me cuenta que la empresa norteamericana NIKE, de artículos deportivos, le había pagado al dibujante de la marca, sólo U$A 35 por única vez, ni un dólar de más. Quiero responder, pero debo esforzarme con los remos, porque Poseidón se ha enfurecido ahora, y se empeña en hacernos estrellar contra los acantilados. Vamos mar adentro para poner proa al puerto de Paros, que ya se divisa; veo además, los molinos de viento, blancos y enfurecidos.
-¿Me acompañás a cambiar la fecha del vuelo de regreso? Quiero quedarme más tiempo aquí.
-Sí, todavía tenemos mucho por conocer y conversar -y su sonrisa hizo aparecer de nuevo el sol por el poniente.
 

viernes, 18 de julio de 2014

Buscadoras de esperanzas.

En la mesa va levándose la masa; mientras espero, un mate amargo como la hiel acompaña mi soledad. Reviso aquellas fotos opacas, amarillas, vibrantes, de ribetes blancos y desgastados por los años, las inclemencias y quién sabe qué más.
Son tiempos ancestrales; son los tientos de la historia los que atan esos rostros curtidos por el viento de Los Andes, y la eternidad, con los dolores más recónditos y los corazones más iracundos, diciendo que hay que resistir. Resistir, hasta vencer.
En primer plano, esas mujeres, todavía niñas, nos reclaman y nos siguen reclamando por el pasado, por el hoy  y por el porvenir. Estremece la desdicha de sus miradas, son como gritos de un moribundo que desgarran el aire. Una angustia perpetua que conmueve, hasta los tuétanos, coo si hubiera que curar una enfermedad desde las propias raíces profundas.
Esos semblantes son plegarias que suben, como la hiedra crece en el muro; rostros sombríos de mirada inquieta; florece una sonrisa ingenua aquí, una expresión de sorpresa, más allá. Los hay esculpidos a fuerza de paciencia, como las esculturas pétreas que la gota horada; los hay de piel tersa y cetrina, con frente altiva, que son pura tenacidad; algunos husmean un destino que no llega.
Otros tantos rostros son todo descreimiento; se han cansado de promesas incumplidas y muchos más, indefinidos, siempre atrás, casi anónimos, siguen buscando las marcas indelebles del abandono y la hipocresía. La libertad, que es su derecho, sigue escabulléndose, como una pompa de jabón que se desintegra y se escurre entre los dedos.

La masa del pan crece; la mazamorra continúa su lenta cocción; la infusión calma la sed y el hambre, y el fuego es la antorcha perenne, que mantiene viva la ilusión.

viernes, 11 de julio de 2014

Kalimara

Con el paso de los días supe que él necesitaba esa paz para curar el dolor por esa pérdida. La pérdida imprevista de Analía y de su amor, tan apasionado, tan sincero, tan delicioso.
Al momento, él está tumbado desnudo sobre la arena blanquísima y obserba un cielo azul intenso, donde no se vislumbra ni una pizca de nubes. Es el ciel de las islas del Mar Jónico; tan lejos se encuentra de esas horribles historias pasadas. Lejos en el tiempo, distantes del lugar donde acaecieron los hechos.
Las aves acuáticas sobrevuelan la bahía graznando al avistar los peces y sólo se oye el lánguido eco de un sinnúmero de piedrecillas meciéndose con las olas. En esa quietud él puede rememorar los sucesos que lo habían devastado.
La discusión acalorada, un portazo seco, el ruido del motor del coche derrapando en la salida y... Vienen imágenes de la pesadilla que días antes él había sufrido, aunque el protagonista fuera él. Ve sus ojos inflamados (¿de soberbia?), cruzados por un delta de riachos rojos de sangre; se palpa los párpados y no ve (¿es la ceguera para comprender?).
Otro fogonazo le hace relacionar la discusión con Analía. Tal vez estaba enceguecido de rabia y de altanería; no supo ver los argumentos, no supo escuchar las razones, no quiso perdonar. En el sueño sí pudo tocar el volante que giraba en falso, y accionar los frenos que no respondieron.
-Ha volado, literalmente, en la curva y cayó aquí en el barranco -le dijeron. El barranco de las geodas, de la eternidad y de la muerte, pensó. Imaginó el estupor de las vacas que, pastando en simple armonía, vieron la explosión.
En su pesadilla, tal vez, una premonición, él cae al vacío y se incendia. Se despierta bañado en transpiración, agradeciendo a la vida, porque sólo se trataba de un mal sueño, aunque todavía sigan vivas las imágenes del coche calcinado y el cuerpo de ella, que no ha sobrevivido.
Ahora sólo siente una soledad profunda, indescriptible. El sitio donde se encuentra ha perdido definitivamente los colores; sentado en una roca plana mira el mar, allá abajo. 
Como para refrescar su cuerpo de tanta quemazón, de tanto dolor, ve que en la playa no hay un alma siquiera, y, desnudo, se interna en las aguas transparentes. Cuanto más camina,  las piedras se ven claramente. Luego, un submundo de colores le devuelve, apenas, una tibia alegría. Peces, algas, corales y piedras, brillan al sol que atraviesa las aguas de un mar esmeralda, en la orilla, turquesa, más allá de las rocas, y azul profundo en la lejanía.
Sumergirse así le hace sentir una sensación extraña. Él quería rescatar la historia personal, paso a paso, y los mitos, así como se buscan los restos de un naufragio. No ve a Poseidón, ni a Hefestos, el dios del fuego y del metal. Metales retorcidos por el fuego y la destrucción. no ve eso en las tranquilas aguas donde nada con lentitud. ¿Destrucción del amor? ¿Había sido él el causante?
De regreso, a medida que asciende, el sol del mediodía y el calor aumentan. En la cima, el sendero es polvoriento y reseco. Cuando sopla una suave ráfaga, como un suspiro del cielo, un polvo blanco se esparce y danza por el aire. Cada tanto, se cruza con algún aldeano que va guiando un burro
-¡Kalimara! -lo saludan en voz alta y él devuelve el mismo saludo, porque supone que sería un saludo de bienvenida, de buen día, de salud. ¡Tanto de ello estaba necesitando!
Los árboles que cubren el monte son achaparrados con formas retorcidas, casi caprichosas. Un croar de ranas se alza por la laguna cercana. Cabras y ovejas deambulan, ramoneando, por las laderas rocosas.
El azul del cielo va, minuto a minuto, ganando profundidad; una gran luna esférica asciende sobre el mar y una multitud de estrellas perforan el cielo. El viento ascendente mece con suavidad los matorrales.
Siente el tiempo deslizarse en silencio, cuando la noche avanza. Continúa esa rara sensación que se enseñorea en la quietud. Es un lugar demasiado tranquilo para estar solo, piensa, mientras da cuenta del último trago de su botella de ouzo.
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viernes, 4 de julio de 2014

La hora azul

Esta hora de la tarde es el momento más agradable para las dos mozas. El río ofrece toda la majestuosidad en sus reflejos. El sol, que está poniéndose, asoma en un instante bajo la capa de nubes plomizas y un resplandor rojo estalla y derrama como la erupción de lava iridiscente sobre las aguas mansas. Todos los matices del verde reverberan en la orilla y en las islas del Arroyo Leyes.
Desde arriba, en la barranca, el Salado bravío se impone y navegan las canoas pescadoras entre el camalotal. Las niñas se mecen en la hamaca paraguaya que cuelga de un aromo perfumado y disfrutan de la algarabía del atardecer. El bicherío y los pájaros ofrecen un concierto ensordecedor. Un chamamé resuena por allá, por la ranchada de Rincón.
-No te preocupes, ya vendrán.
-No, por el Cholo, no, porque él es responsable...
-Pero el Negrito es muy audaz. Dijo que hoy iban a ir hasta el Arroyo Ubajay, que hay más pesca.
-Se demoran porque la pesca deba haber sido buena.
-Quieren quitarle al vientre del río toda su riqueza, para los críos.
-Esta flor de aguaribay que llevo en el pelo, me la trajo el Negrito ayer.
-Sí,k me contó el Cholo que la arrancó para vos, cuando estaba desenredando la red.
-Me gusta este momento de cada día, cuando venimos a esperar a nuestros amores.
Otra vez los nubarrones han opacado el sol y comienza la hora azul. Es el momento en que el día se aleja y se va acercando la noche. Las lechuzas chistan desde sus escondites. La primera estrella parpadea indecisa. Es un azul eléctrico que todo lo ensombrece.
Ante tal inmensidad, ambas callan y se hamacan. Los semblantes tensos, la mirada activa, los oídos alertas, el olfato sensible y los corazones palpitantes. Sus hombres ya vendrán.
Un alarido de júbilo, de repente, cruza el río, y son ellos. El ¡chas! ¡chs! de los remos surca las aguas y pronto estarán en la costa. Los benteveos lo confirman y los caranchos se preparan para el festín.
Dos torsos morenos ya pisan la orilla y comienzan la faena de la descarga. La luna abrillanta sus espaldas sudorosas y ellas corren al encuentro. Esta vez es el Cholo, el que trae un presente para ella, una flor de mburucuyá para curar la tristeza y la melancolía.