lunes, 7 de abril de 2014

Hombre de hierro. Hombre de cristal

Antes, no hace mucho, él era de hierro. Tenacidad de unos músculos vigorosos; era Apolo en sus líneas y tenía una vitalidad que apreciaba la vida en todos sus matices, con el ferbor y la pasión de un arrebato; así, como se extrae una espina que lastima y duele, hasta sangrar, enfrentaba todo cuanto se le presentaba para superar los incordios.
Por fuera, su aspecto era duro y recio de gambetas y encontronazos. Era decidido e impetuoso de nervios pura sangre. Por dentro, vulnerable y frágil, como el cristal. Esa dureza infranqueable puede resquebrajarse en cada instante, apenas en un roce de alas de mariposa, o ante un inesperado impacto, como si un pedrusco se estrellara contra su epidermis.
Metal dúctil, con la plasticidad de la ternura de una gota de rocío sobre los pastos de las mañanas de invierno, del roce de la piel y su tersura y el sabor de besos dulces e intensos de las cerezas de verano. Encantos que transmitió él con la sensibilidad a flor de piel y de boca, de sonrisa fácil y de risa repentina. Un creador de la belleza en sus pinturas, en el candor y el humor de sus dibujos, en la espontaneidad de sus textos. Supo extraer de su interior el esplendor de la gema de su espíritu, como el hierro forjado y bello. Lo brindó todo con la humildad y la sencillez de las cosas simples y me marcó, como se marca el ganado a fuego y sangre, casi aprisionándome en su pecho, como se cuida una piedra preciosa, o un secreto.
Así fue, cuando atravesó perpendicularmente mi corazón, con un pellizco de energía, con un bálsamo de paz, con la terneza de las pulsaciones que se agitan en la poesía de la vida.
Pero el hierro se oxida, porque es reactivo a la intemperie, a las tempestades y las borrascas, o la niebla del mar. Un día, el carro de la vida lo llevó a trocar su materia, sin quererlo, sin siquiera imaginarlo.
Ha corrido y ese cansancio placentero, se adentra en su cuerpo. Ha virado hacia un quarzo puro cristalizado. Veo cómo va ingresando por todos sus conductos y lento, se apoltronan las madréporas de coral en sus venas. Observo cómo la sangre se espesa y fluye como la miel que destila en goterones solitarios, irremediables.
El vidrio transparente de su piel me deja ver su corazón que corcovea en ochenta y ocho pulsaciones por minito, se expande y luego florece en la contemplación de la belleza del lugar, ese arroyo cantarín de la niñez que pasa, ese agua que nunca más pasará por ese Paraíso, el silencio del bosque y el canto de los pájaros.
Sus ojos se opacan; ya han perdido su esplendor, y es como si adivinaran la oscuridad que sobrevive.Ya se aquietan los duendes que jugueteaban en su mente. Percibo en su rostro la tortura del dolor y veo que ese pecho portentoso, ahora está hundido y seco, que se pudre entre la hojarasca. Corales duros, madréporas de calcio se elevan como una coraza, impenetrables. Su mirada turbia casi nada transmite, como un estanque quieto, que apenas mece la brisa. Es un hombre de cristal a punto de quebrarse.
Aunque transparente, como es el agua clara que fluye y se espuma en su cauce, sigue su trayectoria que está ya señalada. Se transformaron sus facciones y su boca ya no ríe, sufre. Las manos, sus piernas y sus dedos se han empequeñecido, cuando un descomunal misterios dejó de ser mito. Ahora resiste al dolor, ese dolor rememorado en un relato, y es casi la nostalgia del dolor.
Su pecho se hiende y se aplana en una llanura de tenues movimientos parejos y después son sobresaltos, picos, altos y bajos del trote enloquecido de embestida de la caballada, que van marcándose en la hoja alargada del electrocardiograma. Los párpados evidencias en aleteos constantes, que hasta aquí llegó, ya dio, ya brindó, y el cansancio ya no es placentero. Lo aplaca, lo hunde hasta la frontera del sucumbir, pero resiste y continúa, cuando alcanza a percibir la cabeza noble y cana de su padre que lo mira con esos ojos grises y apasibles desde un nimbo. Y a él le parece que está junto a su lecho y espera como un aletargamiento grave, que lo sustrae de una fría y desapasionada pesadilla.
Su cabeza traslúcida me deja entrever en el momento preciso en que se atormenta y va hacia un lugar ignoto, de desdibujados bordes y charcas de turbias inmundicias; unas carcajadas hirientes le acuchillan los oídos, los zapatos y el alma, hasta que las risas sarcásticas se alejan. Se tortura y ve con gesto de terror, los ojos de un monstruo que lo ataca hasta la orilla de la sofocación y la nuez de Adán sube y baja abruptamente. Se agita y las convulsiones lo disparan hacia espacios oscuros, donde espectros y zombies lo llevan de la mano por un túnel ominoso. Después se calma, dulcifica la mirada y el arrullo del agua salobre lo acuna, un pececito cómplice le guiña un ojo y un cardumen de rojos y rayas se alejan y lo dejan solo. La corriente suave le lava las lágrimas.
Estoy a su lado, acompañando con alma, con caricias, con comprimidos, con plegarias, a ese hombre de hierro que una vez fue, como si una turmalina, con pequeñas incrustaciones de hierro, debiera ser protegida, adorada y retenida, antes de que las esquirlas del cristal trisado me hieran.
Oye una voz suave que lo arrulla; una mano se distiende, fría y destrenza los dedos de una mano cálida que quiere retenerlo. Sus hijos lo rodean y un sopor medicamentoso los adormece. Ahora, su cuerpo yacente en la cama de hospital se sobresalta, cuando la ventana de visillos blancos se golpea una y otra vez. Afuera, el cielo es plomizo de tormenta y el viento sacude las hojas de otoño que pasan frente a su ventana. Sobre la rama de un sicomoro arrulla una paloma.
Abre sus ojos y ve a su lado la sonrisa de unos ojos que anticipan la sonrisa de unos labios calmos, que quieren insuflarle vida y curación. Luego los párpados se aquietan.
Amanece, y el lunes no es lunes, sino que es martes.