sábado, 1 de febrero de 2014

Tacones rojos

Los pies tienen memoria de un ritmo casi olvidado. Esos pies están calzados en unos zapatos de cuero rojo de estilizados tacos y punta fina; en la costura del talón, remata un moño, también de cuero rojo. El sueño de toda mujer es usar unos zapatos así.
Mirados desde atrás, y hacia arriba, se extienden tobillos delicados que sostienen piernas torneadas, que se mueven según el hombre la lleva ¡y la sabe guiar con maestría y galanura! Hay memoria en la rutina de los pies, y ella lo sigue.
De una falda negra de pronunciado tajo, asoma un muslo fuerte y aguerrido; al otro lado, la falda sugiere, solamente, y se adivinan caderas portentosas que continúan suaves, de una cintura breve. Un cinturón negro la ciñe a la perfección.
Hace un momento tan sólo, ella aceptó el convite, cuando un joven, entre tantos otros, le había cabeceado y fueron juntos al centro de la pista. No recuerda su rostro, aunque puede ver, girando, a las parejas en el salón. ¿El Folìes Bergere? ¿o el club social y deportivo del barrio?
Como no puede vislumbrar su rostro, porque ahora su mejilla está pegada a la suya, se anima a palpar su cabeza y siente cabellos engominados peinados con peine fino. El perfume que emana le recuerda el olor de la "Glostora" que usaba su padre, antes de ir a trabajar a la oficina. Una barba incipiente le raspe, entonces intuye que no se ha afeitado. Así es como recuerda el olor de la loción para después de afeitarse, que usaba el viejo cuando, mirándose al espejo, silbaba "Yo soy del '20..."
Una pierna fuerte de pantalón ajustado (lo presiente de terciopelo negro), se introduce entre sus piernas y la hace girar sobre su centro. Las baldosas en blanco y negro, como un tablero de ajedrez, (y ella se siente una reina) se desdibujan y el perfume de ese hombre la subyuga, más todavía cuando una mano, como un sello, se estampa en la espalda descubierta y los dedos largos de pianista dibujan circulitos en cada vértebra, y terminan en un caracol al final del escote, cerca del coxis. Un aliento cálido le calienta la oreja.
El tango terminó y ella se entera recién cuando el joven la aleja lentamente de su rostro, para observarla. Una mano le descorre el bretel, y con la otra, desde la nuca esbelta, le acaricia un hombro. El camafeo que adorna su cuello se desliza. La melenita negra, a lo "Edith Piaff", parece sonreir. Ahora ella lo ve con sus ojos grandes y negros de estupor, con las aletas abiertas de la nariz, con los labios rojos de corazón entreabierto, que dejan ver unos menudos dientes blanquísimos y una lengua roja, haciendo juego con el maquillaje. Los párpados se abandonan, sensuales, dejando que todos los sentidos hagan su parte.
Siente que una mano está sumergida entre sus muslos calientes y la otra se extiende para acariciar la espalda del muchacho, pero sólo encuentra una ausencia y la lisura de las sábanas gélidas a la derecha de la catrera.
Abre los ojos y le cuesta acostumbrarse a la claridad de la mañana. Ve el placard cerrado, la pared lisa, reconoce unos cuadros y en el espejo, las cortinas familiares y las pantuflas de felpa gris, una al lado de la otra, modositas, esperándola.