domingo, 2 de noviembre de 2014

40/50

Una bolsa de cemento y una barra de hierro habían pedido en el corralón. Los vehículos estacionaban en fila para que los operarios cargaran fierros, chapas, alambre, tablones, tanques y toda clase de materiales para la construcción. Pasaban presurosos mamelucos con manos enguantadas y el controlador de carga. Era la hora febril del mediodía, minutos antes de cerrar.
Ella se quedó parada junto al depósito de hierro, sólo unos pasos delante del muchacho que los atendió. No tenía ojos en la nuca, pero sabía que una mirada penetrante la estaba desnudando; tenía puesto un equipo de gimnasia y, seguramente, emanaba olor a transpiración, y el muchacho estaba oliendo un aroma que lo atraía. Se entremezclaban con el olor del aserrín y el gasoil, cuando el barrendero pasaba el escobillón.
-¿Es tu hijo?- le preguntó de repente.
-Sí.
-¿Y tu marido no te ayuda?
-No tengo marido -y se dio vuelta sonriendo, para ver al muchacho de aritos enfundado en un mameluco azul que ostentaba algunas manchas de grasa.
-¡Qué pena! -se lamentó -¿Y vos salís?
-No.
-No te creo, ¿no vas a bailar? ¿no salís con tus amigas, siquiera?
-Algunas veces sí -respondió levantando los hombros, con una mezcla de desolación y picardía.
-Te voy a invitar. ¡Qué lindos ojos! ¡Y qué fuerte que estás! -se apresuró a decir y ella sintió un ramalazo de calor, que la ruborizó -Dame tu teléfono -insistió. Ella buscó en su cartera un papel y una birome y se conmocionaba, se confundía y se demoraba en esa faena, mientras pensaba que el chico podría ser su hijo -¡Apurate, que ya viene para cargar!- La birome no aparecía y ella se debatía entre las dudas, el tumulto de sensaciones y el orgullo de sentirse todavía una mujer apetecible.
-La ajustamos con alambre, así -sus manos se movían con la habilidad de quien conoce el oficio y ella pensaba que eran manos fuertes pero suaves, protegidas por los guantes de trabajo; presentía brazos potentes, capaces de ofrecer tiernas caricias, cuando el muchacho le tiró un bollito de papel, que la sorprendió, porque no vio cuándo lo escribió.
-No te vas a rrepentir -nuevos rubores le hacían transpirar las manos, mientras leía el número, que no se animaba a memorizar. -¿Qué pasa, me tenés miedo? -preguntaba, mientras controlaba que el capataz de la planta no lo viera, ni el hijo intuyera algo.
Ya en la camioneta, saliendo y maniobrando frente a caja, le alcanzó a decir por lo bajo: "mandame mensaje, que después te llamo"
Un remolino de emociones la turbaba mientras regresaban con la carga; hacía rato, demasiado, que no la halagaban. Desde que había conocido al otro, pensó, pero de una manera muy diferente, que primero sería sólo una aventura, pero duró años, hasta que el cuerpo del amante se desmoronó tan de improviso, y lastimosamente. Ahí estaba, con el papelito abollado, no se decidía a tirarlo, y mucho menos, a llamar.
40/80 era el tipo de hierro. Sí, el doble justo; seguramente ella lo doblaba en edad, aunque no en esas mismas proporciones... pero da igual ¿Lo tiro o no lo tiro?
Ahora que terminó de escribir este relado y que las musas llegaron, supo que esa inspiración había sido como un orgasmo largamente deseado. Un espasmo intelectual que la dejaba exhausta ante la hoja escrita (ahora sí había encontrado la lapicera) y las sábanas frías.
El chico del mameluco, aretes y guantes de trabajo estaría ahora en el corralón, intentando seducir a otra mujer de mediana edad, de buen aspecto y condición, y sola, en ese mundo de hombres rudos y resueltos. Parece que a él le gustan así, maduras y experimentadas, aunque tímidas pero sensuales. El capataz seguiría observando al mameluco que seguía en sus andanzas.

viernes, 17 de octubre de 2014

Pinceladas patagónicas

Me llamo Perla y llegué a la Patagoniapara hacerle el honor al nombre justo el día que comenzaba el proceso... viajé dos días seguidos en tren me había acostumbrado el ojo al paisaje amarillento de comienzos de otoño y los ojos azules se tornan grises cuando cambia el tiempo y sí las nubes cubrían casi todo el entorno y sólo se veían esas pertinaces flores amarillas que crecen entre los cantos rodados y en las grietas de las piedras como si fuera la última exhalación de esas que son para mirar únicamente porque emanan un olor fuerte y acre y si las tocás te ponen las manos pegajosas porque no se deben cortar ojo y se sacudían por el viento de improviso la estación se había teñido de verde oliva nada entendría porque durante el trayecto mi mente estaba ocupada con la huída y la carta dejada alos viejos que ya a esas alturas se habían enterado y estarían sufriendo porque había escogido un nuevo horizonte de amor y una nueva vida profesional traía en el equipaje el flamante título y las esperanzas de ese amor largamento forjado y vinieron los caheos cuando el soldado vio el documento y mi nombre pensé que él estaba elucubrando que podría reinar por años en el edificio que es tocayo pero sólo tiró al tacho de la basura para ser quemado el libro que llevaba ése que recomienda cómo leer al Pato Donald que no sabía que también estaba prohibido y la revisión exhasustiva de los bártulos y las miradas sospechosas sobre la piel blanca que contrastaba fuertemente con los de los pobladores que observaban con la exhasperante pasividad que da la calma y la aridez del paisaje  Ah! lo que más extrañaba era no ver el verde de la llanuray el fluir de las aguas corriendo mansas allá el viento constante todo lo secaba y los cardo-rusos rodaban a merced del viento un tratamiento facial hacía el arenado en seco sobre la piel y para proteger los ojos unas gruesas antiparras y la nariz cubierta con un pañuelo parecía una terrorista chiíta cuando iba a trabajar a la escuela agarrada de las paredes para que el viento ululante-exasperante no me estampara de una vez o correr hasta la vereda de enfrente a la estación de tren de Plaza Huincul para que no me degollara el cartel metálico de chapa y pintura que se bamboleaba peligrosamente terminé de cruzar y cayó primero uno y después los otros álamos uno a uno cuando había logrado adelantarme y los gatos petroleros seguían impasibles subiendo y bajando y una podía pensar que abajo muy abajo fluían ríos de petróleo negro espeso circulaban las camionetas petroleras y los obreros del gas con sus mamelucos engrasados las profesoras de la escuela técnica esposas de los directivos me observaban desde sus hombros altaneros la ropa que llevaba que no era lujosa como la de ellas y nunca acepté ir a tomar el té a sus casas porque había escuchado cómo criticaban al día siguiente en la sala de profesoras el mantel y la vajilla que con la que servían el té en la casa de la anfitriona las tacitas cachadas viste y las servilletas que no hacían juego con el mantel ¡ah! me acuerdo que cuando tomábamos exámenes de Lengua tenía que conformarme con poner sólo  mis iniciales porque en el único renglón para completar los nombres del tribunal ya lo habían llenado con los dobles apellidos de rancia estirpe salteña o el apellido de casada que recordaba los ancestros españoles y alemanes después del "de"y yo estampaba las iniciales de soltera solamente ya me había acostumbrado al disfraz de profesora trajecito oscuro de pollera y blazer nunca pantalones porque estaba prohibido y después correr a ponerme cómoda e ir hasta Filii Dei para ver el único chorrito de agua que brotaba a borbotones era agua cliente llena de vapor con olor a azufre y entonces añoraba los ríos de mi litoral y el verdor de sus campos y los gatos seguían subiendo y bajando había también gatos en los prostíbulos de la ciudad petrolera que no chirriaban pero sí maullaban llorando y compadeciéndose de esa vida que les tocó vivir y las lágrimas de cocodrilo le corrían el maquillaje grotesco y después oía a la madrugado los gritos los frenazos botellazos y alaridos por la Av. del Trabajo cuando terminaba en batahola la fiesta de la noche y los ingenieros borrachos volvían al hotel Alfa para descansar unas pocas horas antes de sacudirse la resaca y reiniciar la tura tarea en la construcción del acueducto o las quinientas viviendas o en los campos petroleros y el viento... el viento que todo lo arrasaba hasta la juventud se ajaba en los rostros curtidos que ocultaban quién sabe qué vida anterior en las diferentes provincias y el chofer de la empresa no podía superar las pesadillas que cada noche volvían a torturarlo cuando se despertaba gritando y sudoroso porque retornaban los aullidos de los cuerpos amarrados con piedras grandes que eran arrojados al lago San Roque cuando él hacía la colimba y después nació mi hija en la foto de presentación en sociedad se ve la barba frondosa y la pipa del papá y yo jovencita atrás del Pozo Nº 1 y el Citroën azul contrastando con el panorama gris y otra foto del zanjón que quedó luego del aluvión y la soldada La Pasto Verde y ahora me acuerdo de la primera estampida social y Teresa ROdríguez... y yo tenía miedo que me roben la beba o que se quedara sin madre por aquellos tiempos ahora ya no sueño con aguas turbulentas y cenagosas ahora sueño con aguas cristalinas que dejan ver el fondo azul y hago la plancha y veo el cielo también azul y soleado y la montaña con toda la lujuria de colores y hablando de agua tendo mucha sed porque tengo seca la garganta. Un vaso de agua, por favor.

-Bien, por hoy hemos terminado. Nos vemos la próxima sesión del jueves. La espero.

jueves, 28 de agosto de 2014

Apuntes para una escena

-Pase por aquí, para lavarse las manos, Lucía.
-No. No soy Lucía; soy su madre.
Una llamada que se corta, interrumpe su trajinar. Su nieta pequeña, está jugando con el cable del teléfono.
A su lado, en el lecho, observo cómo sus párpados cerrados se mueven vertiginosamente.
Un señor mayor le propone que adivine quién es. No lo sabe, pero tiene un parecido a alguien... tal vez sea el tío de la compañerita de banco de la primaria, Alicia. Ella se acerca para besarlo en la mejilla, pero el hombre se apresura, endereza su cara y la besa en los labios con extrema suavidad. Le da una foto de la adolescencia que él había conservado hasta hoy. Alicia, Marta y ella, las tres con cola de caballo, lucen sueltos vestidos veraniegos de colores estridentes; el suyo es amarillo huevo y piensa "Qué raro, si nunca usé uno así. Odio el amarillo huevo". Deja la foto sobre el camastro donde está la niña, que sigue enroscando el cable.
Sus brazos, abrazados (valga la redundancia) a la almohada, tienen un leve temblor.
Barre y barre y junta pelusas debajo de las camas, hasta que recoge el enésimo montoncito. Va a tirarlo en el tacho de basura, al lado de la canilla, que destila gotas de óxido, haciendo un charco.
Sus piernas se estremecen en la levedad del vacío y después son casi un pataleo sobre las sábanas.
Busca y no encuentra su anillo de lapislázuli. Se ajusta la cola de caballo debajo de la bandana, se escurre unas gotas de sudor y se limpia las manos en el vestido a cuadro, agregando manchas sobre su abdomen. No está, claro, si no tiene los anteojos. ¿Dónde habrán quedado? Sucede lo mismo cuando busca la foto que le habían entregado, pero intuye que está en los mofletes inflados que mastican; palpa la boca de la beba, al momento de toser, atragantándose, y allí están los trocitos mojados de la foto, dispersos sobre la colcha.
El piso que barre tiene franjas rectilíneas. Las paralelas no se cruzan. Unas, denotan el paso del escobillón, y otras, contienen toda la tierra de los años. Al lado de la canilla, el charco se agranda.
Oigo unos suspiros que más bien se parecen a ronquidos repetidos. Un sueño profundo y desalentador.
Por la vereda pasan las mujeres emperifolladas de domingo, hacia la plaza. Es la fiesta del pueblo y habrá desfile cívico-militar, dicen. Mira hacia la derecha y ve, frente a la puerta, una mesa tendida sobre un blanco mantel de hilo; luce una torta primavera con frutillas, kiwis y duraznos dispuestos en círculo. En el centro, las velas incrustadas en la crema son un seis y un uno. La cumpleañera le ofrece una porción generosa, pero al momento de tomarla, apoya la palita para recoger basura sobre el mantel y una lluvia de motas de polvo sobrevuelan la torta, hasta posarse sobre la crema. Ahora parece la nieve sucia después que el viento de la montaña arremetió con fuerza. Hasta un rulo de pelos se sentó sobre el sesenta y uno. La vecina la mira con ojos que recriminan, y se va, con la palita en una mano, y la porción de torta, en la otra.
Ahora está ordenando en una caja los muchos zapatos arrumbados en un rincón. Toca y adivina las formas y las texturas, mientras los guarda de a pares. Ahí están los viejos suecos, esos que hacen que uno se encariñe y, aunque estén rotos y gastados, uno no se decide a abandonar. Cuando descubre los tacones de las clases de tango, porque ve unos reflejos rojos, va palpando las agujas de los tacos altos, las hebillas, las tiritas de cuero, las presillas, y ahí está esa llave con su llavero que había extraviado. ¿A quién se le ocurre guardarlas en un sitio tan insólito?
Frunce el ceño, castañetea los dientes y sacude la cabeza hacia un lado y el otro. Varias veces. Veo a continuación, que se levanta, a tientas, se calza las pantuflas marrones y, arrastrando el camisón de franela, se dirige al baño. Esa cistitis la tiene a mal traer. De regreso, se encaja sobre la nariz, los lentes "culo de botella" que había dejado en el lugar correcto. Mira el piso y confirma que está perfectamente brillante y todo ordenado.
Al advertir mi presencia, recorre con sus ojos miopes mi frente arrugada, mis ralos cabellos canos y me da vuelta para analizar esa jiba persistente de dromedario, a ambos lados de mis paletas.
-Que conste que no me llamo Lucía ¿eh? -me dice y se coloca con displicencia el anillo de piedra en el anular derecho. Se lo había regalado como para firmar la paz, luego de una fuerte discusión, hace años. El lapislázuli es su piedra preferida, porque dice que favorece la comunicación y armoniza lo físico, lo psíquico y lo espiritual. Allí estaba, en el sitio apropiado, sobre la mesa de luz.

lunes, 25 de agosto de 2014

Los ojos del bosque

Recostado en uno de los senderos, veo la bóveda enramada que apenas deja ver el azul del cielo. El canto de las aguas libres de un arroyo va cayendo por "La cascada de los novios" Germinal follaje de flores y semillas.
Un mágico canelo aquí, nalcas de hojas inmensas por allá, coihues milenarios, cañas en profusión, helechos gigantes, hortensias azules, copihues de pasión y enredaderas. Bosque umbrío, verde. Todo verde y misterioso. El chillido de un pájaro que no veo entre el follaje de un ulmo florecido, me sobresalta, interrumpe mi ensoñación y comienzan las dudas y el miedo. Las penumbras avanzan y las lianas se enroscan. Ahogo en mi garganta. El poeta es mi cómplica allá, donde gime el viento.
Los ojos del bosque escuchan el silencio ahora, cuando he tomado la decisión más difícil. Mis besos se pierden en los humbredales, entre los hongos y las charcas.
Decidido está: Mañana no acudiré a la cita. No habrá boda.

jueves, 31 de julio de 2014

Descripción para marcianos.

                                                                                                 Islas Cícladas, Mar Egeo;  junio 2014
Estimadísima profesora:
                                          Esta noche, casi madrugada, recordé la consigna que Ud. nos daba en las clases de Lengua, para aprender a redactar, "descripción para marcianos": deberás contarle a un extraterrestre cómo es un objeto: forma, tamaño, materiales, volumen, color, sabor, sonido, olor, usos y costumbres. Me acuerdo, señora, que en mi composición describí el mate argentino.
En esta ocasión describiré un objeto desconocido hasta hoy, para muchos como yo. Aquí lo llaman "drinking machine". Son tres botellas conteniendo diferentes bebidas, creo que es ouzo, raqui y retzina, unidas las tres como vasos comunicantes, a un único pico vertedor. Están apoyadas a una estructura de madera, en cuyo extremo hay una manija para maniobrar. Quien sostiene el artefacto, generalmente es un camarero o el dueño del bar o restaurante; es el encargado de "bautizar" o dar la bienvenida a los parroquianos o turistas. Hágase notar que la ceremonia se inicia una vez que los comensales hayan consumido parte de las delicias culinarias que ofrece el local, como por ejemplo, tatzaki, ensalada griega, pulpo asado, musaka y gran variedad de pinchos de pescados y mariscos. En estos momentos, el ejecutor (lo llamaremos así) se acerca a cada visitante y con suavidad lo toma por la frente, le coloca la cabeza hacia atrás, le pide que abra la boca y así, vierte dos, tres, y hasta siete gotas del coctail surgido de esas bebidas espirituosas. La cantidad de gotas es sugerida por los acompañantes, conocedores de la cultura alcohólica de sus amigos.
Es entonces, cuando un sabor indefinido y caliente comienza a descender por la garganta. Un toque anisado, posiblemente a causa del ouzo, una pizca ardiente de raki, con pasas de uva destiladas y un sabor picante proveniente de la retzina, elaborado y conservado con resina de pino con mucha gradación alcohólica. Todo se mezcla homogéneamente, a la par que sube a la cabeza provocando hilaridad, algarabía, fascinación y risas. Los griegos lo llaman "resplandor blanco". El ambiente se completa con otros tragos como la melanzana, que es grapa y miel, que se sirve caliente en primorosos jarritos. Brindis tras brindis (llamas/salud) van animando cada vez más la reunión.
Ëramos un grupo de más de veinte hombres, navegantes todos, que sugerimos también iniciar el rito con las mujeres presentes. Cuando se inicia con la cocinera, que observaba la escena con los brazos en jarra, secándose las manos en el delantal, el ejecutor recibió una sonora bofetada que lo hizo desistir.
Algunos, en actitud desprejuiciada, van desabrigándose hasta descubrir sus torsos desnudos y tatuados primorosamente. Otros ríen ante el sin sentido de la conversación. ¡Llamas! Otros se retiran hacia el rincón más oscuro. ¿Para qué? No lo sabemos. A algunos les sobreviene la nostalgia por un amor lejano y gruesas lágrimas caen por sus rostros curtidos de navegantes solitarios. Hasta hubo una ocasión en que los "bautizados" le sirvieron más de ocho tragos al camarero, al momento que otros lo iban desvistiendo. Algunos, se fueron abrazando a las mozas del lugar. Lo curioso es que la guardia local no intervino, ni el cura de la iglesia ortodoxa, que observaban desde las sombras, en la vereda, debajo del campanario.
En mi caso, profesora, me alejé hasta el mirador de la isla, el que había servido de observatorio para controlar a los navíos enemigos. Me acordé de usted, porque las buenas docentes no se olvidan tan fácil, y comencé a recordar la consigna. "Descripción para marcianos". He aquí la correspondiente a este raro artefacto griego. "Drinking machine" le dicen en Folegandros. Tres botellas... ¡Bah! ya lo he descripto más arriba.
Siento un nudo en la garganta y se me retuercen las tripas, cuando veo la luna alta que cabrillea sobre el mar calmo y cuando escucho a las sirenas que me llaman desde el promontorio. Sé que no es verdad, pero, juro, estuve a punto de lanzarme desde el muro, en busca de un poco de amor. En cambio, decidí volver al albergue y subí zigzagueando la zigzagueante cuesta entre los olivos y el perfume de azahar de los naranjos. ¡Esos aromas emborrachan!
Aquí estoy escribiéndole, y me animo a confesarle que siempre estuve enamorado de usted. ¿Suele pasar a menudo, no?
                                                     
                                                     J.C.C. ( o bien podría ser Aquiles o Heracles)

miércoles, 30 de julio de 2014

El liberador de Zeus

Un pelícano, como imitando el andar de su amo, se pasea muy orondo por el último espigón del puerto de Hydra. Markos Vasilíades es el patriarca del puerto; controla desde su barba blanca y profusa, con ojo avisor de profundo azul, las maniobras de los trabajadores, que haraganean al sol; luce una remera a rayas, de marino viejo y un par de tiradores ajustados que sostienen su abdomen prominente y los pantalones raídos.
Está por llegar el ferry que nos ha de llevar hasta Poros y los gatos, dueños del lugar, y conocedores de los horarios, se aprestan en el muelle para el festín que habrán de darse con los desperdicios de la pesca. Son amigos del capitán, se nota en las cabriolas que dan para recibirlo.
Esta mañana no me despertó el canto del gallo; eran los rebuznos de los burros, que allá lejos, se disponían a iniciar la faena. Por la noche, los maullidos de los gatos en celo, corriendo por los tejados, interrumpieron mi sueño atribulado. Entre bostezos, suspiros y contorsiones de desperezamiento, palpé a mi lado el cuerpo yacente de Lifteris (el liberador de Zeus) en mi lecho.
-¡Arriba, que la jornada empieza! -le comuniqué sin más preámbulos. Había que desamodorrar la resaca de la noche anterior.
Promediando mi estadía por las Islas Cícladas, el griego de sonrisa franca y mirada noble, tras sus gruesos anteojos, se ofreció a recorrer conmigo esos encantadores sitios a los que no es posible llegar sin una embarcación pequeña. Acepté, porque me gusta navegar y remar. Seré una tripulante privilegiada, pensé.
Este escrito no es un folleto turístico, es una sucesión de sensaciones que una admiradora de la cuna de la civilización quiere transmitir a quienes aman Grecia, su historia, sus mitos, su cultura, su gastronomía y sobre todo, su prodigiosa naturaleza.
La claridad del amanecer auspiciaba una jornada imperdible; un burro transportaba nuestro equipaje hacia el ferry y ambos cargábamos el kayac y los remos. El mar estaba calmo y el sol comenzaba a caldear nuestras espaldas fuertes. Pude demostrar mis habilidades con los remos y, enfilando la proa hacia una pequeña isla solitaria, apenas un promontorio (creo que se llama Dakos), descansamos en la playa.
Por la costa en declive, los pies se hundían en la arena cernida y caliente, y después, en la arena granulosa y mojada. Moluscos, conchillas, azul plateado y herrumbre. Luz de oro sobre el mar, sobre la arena y sobre los guijarros.
Sumergirse en ese mar esmeralda (algunos dicen color moco; a mí me parece un tanto despectivo; es más poético decir esmeralda) o turquesa más allá, es una experiencia incomparable. Nadamos entre los peces de colores y vimos formaciones coralinas, o tal vez, la lava ardiente que se había enfriado de improviso en las aguas azules, cuando la civilización comenzaba.
Sombras vegetales flotaban silenciosamente en la paz de la mañana, como pulsando las cuerdas de un arpa, que funde sus acordes, blancos como las olas, rielando sobre la sombreante marea. Bajo el flujo-reflujo, algas convulsionadas se erguían lánguidas, cimbreando los brazos desganados y suspirando al vernos, a Lifteris y a mí, confundidos en un abrazo subacuático.
Había que reponer fuerzas. Preparé una ensalada griega con tomates (me contó mi amigo que fueron traídos desde Egipto por un monje católico), aceitunas negras, pepinos frescos de la región, quesa de cabra de sabor fresco, y aceite de oliva, por supuesto. Lifteris, mientras tanto, se entretenía asando pescadilla que había extraído con el medio mundo.Un buen vino griego, un vinsanto dulce y aromático, nos recompuso brindándonos la tranquilidad para el descanso.
Él me había hablado de los símbolos del Acrópolis, el significado de las reuniones en el "ágora", el pueblo que, como una argamasa, fundaba la democracia. Otras civilizaciones, como la egipcia, no levantaron templos, sino pirámides, un culto a un sistema verticalista y de sumisión. El verdadero ícono de la democracia es el Partenón, cuya puerta ha sido emulada en otras ciudades del mundo para ensalzar el orden, la justicia, la libertad y los derechos entre los hombres.
"Desde Pericles a Jefferson", dicen en Estados Unidos, el Lincoln Memorial y la Casa Blanca están ornados con columnas jónicas; la puerta de Triunfo en París, la Puerta de Brandeburgo, y hasta el edificio del Congreso de la Nación y sus cariátides, en Buenos Aires, representan el mito de la refundación.
Voy adormeciéndome mientras recreo en mi mente la imagen de los "evzones", los guardianes del Parlamento en Atenas, altos soldados de la infantería ligera del ejército griego. Me enoja recordar la imagen de los filósofos en los jardines griegos; si no me equivoco, creo que era el busto de Sócrates, donde habían pintado una svástica en un hombro, y en el pecho, el símbolo de la paz y del amor. Los graffities son expresiones de los pensadores modernos que denuncian un mundo convulsionado. Deberemos recuperar la cordura y retomar un "ágora" universal para resolverlo, en cada sitio, en cada país.
Es hora del regreso. El mar se ha picado. Mi compañero sigue relatándome historias. En el Acrópolis está el templete de la diose Atenea Nike, que es el símbolo de la victoria y  me cuenta que la empresa norteamericana NIKE, de artículos deportivos, le había pagado al dibujante de la marca, sólo U$A 35 por única vez, ni un dólar de más. Quiero responder, pero debo esforzarme con los remos, porque Poseidón se ha enfurecido ahora, y se empeña en hacernos estrellar contra los acantilados. Vamos mar adentro para poner proa al puerto de Paros, que ya se divisa; veo además, los molinos de viento, blancos y enfurecidos.
-¿Me acompañás a cambiar la fecha del vuelo de regreso? Quiero quedarme más tiempo aquí.
-Sí, todavía tenemos mucho por conocer y conversar -y su sonrisa hizo aparecer de nuevo el sol por el poniente.
 

viernes, 18 de julio de 2014

Buscadoras de esperanzas.

En la mesa va levándose la masa; mientras espero, un mate amargo como la hiel acompaña mi soledad. Reviso aquellas fotos opacas, amarillas, vibrantes, de ribetes blancos y desgastados por los años, las inclemencias y quién sabe qué más.
Son tiempos ancestrales; son los tientos de la historia los que atan esos rostros curtidos por el viento de Los Andes, y la eternidad, con los dolores más recónditos y los corazones más iracundos, diciendo que hay que resistir. Resistir, hasta vencer.
En primer plano, esas mujeres, todavía niñas, nos reclaman y nos siguen reclamando por el pasado, por el hoy  y por el porvenir. Estremece la desdicha de sus miradas, son como gritos de un moribundo que desgarran el aire. Una angustia perpetua que conmueve, hasta los tuétanos, coo si hubiera que curar una enfermedad desde las propias raíces profundas.
Esos semblantes son plegarias que suben, como la hiedra crece en el muro; rostros sombríos de mirada inquieta; florece una sonrisa ingenua aquí, una expresión de sorpresa, más allá. Los hay esculpidos a fuerza de paciencia, como las esculturas pétreas que la gota horada; los hay de piel tersa y cetrina, con frente altiva, que son pura tenacidad; algunos husmean un destino que no llega.
Otros tantos rostros son todo descreimiento; se han cansado de promesas incumplidas y muchos más, indefinidos, siempre atrás, casi anónimos, siguen buscando las marcas indelebles del abandono y la hipocresía. La libertad, que es su derecho, sigue escabulléndose, como una pompa de jabón que se desintegra y se escurre entre los dedos.

La masa del pan crece; la mazamorra continúa su lenta cocción; la infusión calma la sed y el hambre, y el fuego es la antorcha perenne, que mantiene viva la ilusión.

viernes, 11 de julio de 2014

Kalimara

Con el paso de los días supe que él necesitaba esa paz para curar el dolor por esa pérdida. La pérdida imprevista de Analía y de su amor, tan apasionado, tan sincero, tan delicioso.
Al momento, él está tumbado desnudo sobre la arena blanquísima y obserba un cielo azul intenso, donde no se vislumbra ni una pizca de nubes. Es el ciel de las islas del Mar Jónico; tan lejos se encuentra de esas horribles historias pasadas. Lejos en el tiempo, distantes del lugar donde acaecieron los hechos.
Las aves acuáticas sobrevuelan la bahía graznando al avistar los peces y sólo se oye el lánguido eco de un sinnúmero de piedrecillas meciéndose con las olas. En esa quietud él puede rememorar los sucesos que lo habían devastado.
La discusión acalorada, un portazo seco, el ruido del motor del coche derrapando en la salida y... Vienen imágenes de la pesadilla que días antes él había sufrido, aunque el protagonista fuera él. Ve sus ojos inflamados (¿de soberbia?), cruzados por un delta de riachos rojos de sangre; se palpa los párpados y no ve (¿es la ceguera para comprender?).
Otro fogonazo le hace relacionar la discusión con Analía. Tal vez estaba enceguecido de rabia y de altanería; no supo ver los argumentos, no supo escuchar las razones, no quiso perdonar. En el sueño sí pudo tocar el volante que giraba en falso, y accionar los frenos que no respondieron.
-Ha volado, literalmente, en la curva y cayó aquí en el barranco -le dijeron. El barranco de las geodas, de la eternidad y de la muerte, pensó. Imaginó el estupor de las vacas que, pastando en simple armonía, vieron la explosión.
En su pesadilla, tal vez, una premonición, él cae al vacío y se incendia. Se despierta bañado en transpiración, agradeciendo a la vida, porque sólo se trataba de un mal sueño, aunque todavía sigan vivas las imágenes del coche calcinado y el cuerpo de ella, que no ha sobrevivido.
Ahora sólo siente una soledad profunda, indescriptible. El sitio donde se encuentra ha perdido definitivamente los colores; sentado en una roca plana mira el mar, allá abajo. 
Como para refrescar su cuerpo de tanta quemazón, de tanto dolor, ve que en la playa no hay un alma siquiera, y, desnudo, se interna en las aguas transparentes. Cuanto más camina,  las piedras se ven claramente. Luego, un submundo de colores le devuelve, apenas, una tibia alegría. Peces, algas, corales y piedras, brillan al sol que atraviesa las aguas de un mar esmeralda, en la orilla, turquesa, más allá de las rocas, y azul profundo en la lejanía.
Sumergirse así le hace sentir una sensación extraña. Él quería rescatar la historia personal, paso a paso, y los mitos, así como se buscan los restos de un naufragio. No ve a Poseidón, ni a Hefestos, el dios del fuego y del metal. Metales retorcidos por el fuego y la destrucción. no ve eso en las tranquilas aguas donde nada con lentitud. ¿Destrucción del amor? ¿Había sido él el causante?
De regreso, a medida que asciende, el sol del mediodía y el calor aumentan. En la cima, el sendero es polvoriento y reseco. Cuando sopla una suave ráfaga, como un suspiro del cielo, un polvo blanco se esparce y danza por el aire. Cada tanto, se cruza con algún aldeano que va guiando un burro
-¡Kalimara! -lo saludan en voz alta y él devuelve el mismo saludo, porque supone que sería un saludo de bienvenida, de buen día, de salud. ¡Tanto de ello estaba necesitando!
Los árboles que cubren el monte son achaparrados con formas retorcidas, casi caprichosas. Un croar de ranas se alza por la laguna cercana. Cabras y ovejas deambulan, ramoneando, por las laderas rocosas.
El azul del cielo va, minuto a minuto, ganando profundidad; una gran luna esférica asciende sobre el mar y una multitud de estrellas perforan el cielo. El viento ascendente mece con suavidad los matorrales.
Siente el tiempo deslizarse en silencio, cuando la noche avanza. Continúa esa rara sensación que se enseñorea en la quietud. Es un lugar demasiado tranquilo para estar solo, piensa, mientras da cuenta del último trago de su botella de ouzo.
g

viernes, 4 de julio de 2014

La hora azul

Esta hora de la tarde es el momento más agradable para las dos mozas. El río ofrece toda la majestuosidad en sus reflejos. El sol, que está poniéndose, asoma en un instante bajo la capa de nubes plomizas y un resplandor rojo estalla y derrama como la erupción de lava iridiscente sobre las aguas mansas. Todos los matices del verde reverberan en la orilla y en las islas del Arroyo Leyes.
Desde arriba, en la barranca, el Salado bravío se impone y navegan las canoas pescadoras entre el camalotal. Las niñas se mecen en la hamaca paraguaya que cuelga de un aromo perfumado y disfrutan de la algarabía del atardecer. El bicherío y los pájaros ofrecen un concierto ensordecedor. Un chamamé resuena por allá, por la ranchada de Rincón.
-No te preocupes, ya vendrán.
-No, por el Cholo, no, porque él es responsable...
-Pero el Negrito es muy audaz. Dijo que hoy iban a ir hasta el Arroyo Ubajay, que hay más pesca.
-Se demoran porque la pesca deba haber sido buena.
-Quieren quitarle al vientre del río toda su riqueza, para los críos.
-Esta flor de aguaribay que llevo en el pelo, me la trajo el Negrito ayer.
-Sí,k me contó el Cholo que la arrancó para vos, cuando estaba desenredando la red.
-Me gusta este momento de cada día, cuando venimos a esperar a nuestros amores.
Otra vez los nubarrones han opacado el sol y comienza la hora azul. Es el momento en que el día se aleja y se va acercando la noche. Las lechuzas chistan desde sus escondites. La primera estrella parpadea indecisa. Es un azul eléctrico que todo lo ensombrece.
Ante tal inmensidad, ambas callan y se hamacan. Los semblantes tensos, la mirada activa, los oídos alertas, el olfato sensible y los corazones palpitantes. Sus hombres ya vendrán.
Un alarido de júbilo, de repente, cruza el río, y son ellos. El ¡chas! ¡chs! de los remos surca las aguas y pronto estarán en la costa. Los benteveos lo confirman y los caranchos se preparan para el festín.
Dos torsos morenos ya pisan la orilla y comienzan la faena de la descarga. La luna abrillanta sus espaldas sudorosas y ellas corren al encuentro. Esta vez es el Cholo, el que trae un presente para ella, una flor de mburucuyá para curar la tristeza y la melancolía. 

jueves, 26 de junio de 2014

La hora rosa

Hay días en que vemos un mismo paisaje con la ceguera, o la torpeza que da la tonalidad de lo oscuro, de lo ignoto y de lo que atemoriza, y no nos permitimos, entonces, penetrar en ese bosque, en ese jardín, y menos aún, en esa casa, aunque la curiosidad nos invada para develar el misterio. Es como cuando los niños perdidos en el bosque encontraron la casita de chocolate. Ustedes conocen esa historia.
Con el paso de las horas, se azula el horizonte y hay olor a azufre y a trementina en el aire del anochecer. Pesadillas y noches de insomnio, de ésas que nos atormentan con crueldad y se reiteran.
Otros días, otros instantes pueden ser captados cuando nuestro humor ha cambiado. La llamo la hora rosa, cuando pasada la tarde, el sol empieza a declinar. Entonces vemos un bosque de profusa arboleda con todos los matices de verdes y marrones. La casita solitaria reluce en un claro. Las paredes son muros rosas, franjas naranjas y sombras violáceas de delicadas líneas. Las aberturas, de un tenue oro viejo. Todo nos invita a ingresar. Un jardín de lilas rosas se ha cubierto de una música celestial, anticipando el tiempo de reposo, de ensueños y de fantasías. En ese instante penetramos abriendo de par en par las puertas de la magia y de la imaginación.
Es el instante en que las cuerdas de la brisa son un concierto de arpas y guitarras; los sonidos de un violín son la música de un arroyo cantarín que no vemos, pero intuimos. La miel de esas flores todavía atrae a un sinnúmero de colibríes y abejorros, y la casita es ya, una arquitectura de chocolate, de turrón y de azúcar.
Siento el sabor dulce en mis papilas y me dispongo a descubrir un sueño premonitorio en un panorama de aguas traslúcidas y calmas, que apenas se mecen con el roce sutil de alas danzarinas. Hora rosa de gorjeos almibarados y un pentagrama en clave de sol.

domingo, 4 de mayo de 2014

Tiempos de espera

Ya está. Está entregado el petitorio. La empleada de la mesa de entradas de la "Honorable Cámara I en lo Criminal" recibió la nota y selló la copia.
Greta ha vuelto a la ciudad de montaña, tan lejana de su Dinamarca natal y ahora se sienta a descansar en un banco del parque frente al lago. Seca el sudor frío de sus manos y su frente y busca calor en el vientre hinchado de una preñez avanzada, aunque sea ya una mujer más que madura para la maternidad.
Tal vez sea una niña, tan rubia como su hermana melliza y tal vez tenga esas pecas sobre la nariz y las mejillas, única seña que la diferenciaba de Úrsula. Si fuera niña la llamará como su hermana muerta, sería una manera de recuperarla. Quizás tenga la piel blanca y prístina como la nieve en la madrugada, pero los cabellos renegridos y los ojos oscuros. Y si es varón, lo llamará Daniel, como su padre.
En reverberación del agua calma le aparecen imágenes de aquellos tiempos. ¿Cuántos años pasaron? Le cuesta manejarse con los números, lo que sí tiene claro es que ha tenido que someterse a tratamientos prolongados y complejos para obtener un hijo de ese hombre que desde siempre deseó. Las mellizas lo conocieron en un tugurio del centro, un subsuelo de sexo, drogas y rock and roll. Él había elegido a Úrsula y Greta envidiaba a su hermana por eso. Siempre fue una atracción irresistible ese muchacho díscolo, de risa fácil, de picardía en los ojos, con una vida tan opuesta a la de ellas, que hacía inconcebible esa relación. Casi un "homeless" que supo apañarse para compartir con extranjeros una vida de fantasía. Un indigente, pero audaz muchacho, e inteligente, al fin, sabedor de sus encantos ante la concurrencia femenina, que lo halagaba.
Ahora, una brisa cada vez más fuerte desde el oeste, ha encrespado el lago y como pantallazos, ella ve la cabaña de troncos que alquilaban las hermanas años ha, en medio del bosque y de la naturaleza virgen. Habían tomado unas largas vacaciones para esquiar en el centro invernal. Supo después que ese sitio se transformó en el Barrio Pájaro Azul, con casitas sencillas pero entrañables, de un encanto particular.
Otra ola que rompe sobre el espigón le hace ver la imagen de la puerta del baño con tres impactos de bala. Úrsula no se hallaba. Estaba Daniel en un estado calamitoso... una borrachera padre, no le dejaba emitir palabra, sólo sonidos incongruentes y llanto. Greta sabía de sobra qué es lo que pasaba cuando bebía en exceso. Era cíclico. Alcohol, violencia; sustancias y más violencia: más alcohol y luego, en la cúspide de las alteraciones emocionales, los golpes a quien más quería. A Úrsula. Recuerda que una vez llegó arrastrándose y le propinó a su hermana una paliza descomunal, luego de regalarle un sombrero que había robado en el centro para ella.
Las olas embravecen y el viento arrecia. Es hora de partir. Habrá que esperar la resolución: informe de la situación procesal del condenado, en uso del derecho de libertad condicional y conocimiento de la fecha de extinción de la condena.
Greta huyó aquella vez y no volvió más a la cabaña del bosque. Supo por la prensa que él había asesinado a Úrsula, que la policía lo detuvo, luego de las averiguaciones de rigor. Un manojo de cabellos rubios junto al hogar, unas manchas de sangre que no había podido quitar y las declaraciones de la dueña de la cabaña, que no había concurrido para atestiguar, sino que había ido a cobrar el alquiler adeudado. Se pudo constatar que el cuerpo se hallaba escondido en el botinero que a la vez, oficiaba de sillón-cama, junto al ventanal. Daniel fue apresado mientras caminaba tambaleante y delirando, por las inmediaciones del lugar.
Ahora la mujer también mira por el ventanal cómo cae la lluvia mansa sobre al cordillera, mientras los recuerdos se suceden. Unas cortas pataditas en su vientre la sustraen y la retrotraer otra vez a los pasos que dio durante aquellos años. No regresó a Dinamarca, fue a visitar a Daniel a la cárcel donde estaba alojado por su condena. Delito de "homicidio calificado, agravado por el vínculo". Más que recriminarlo, ella quiso reiterar la escena que había vivido en la cabaña una sola vez, aquella tarde frío, cuando su hermana se había quedado dormida, luego de haber ingerido alcohol y drogas. Recuerda que ha´bia llegado él en completa sobriedad, que ella no pudo contenerse. Fuego y pasión. Lo sedujo y se entregó a Daniel en la alfombra frente al hogar encendido. Nunca se arrepintió, porque quería conocer qué se sentía al estar en brazos de aquel hombre; su hermana había tenido esa dicha, pero ella no, hasta ese momento.
En la cárcel no fue lo mismo, porque eran "visitas higiénicas"permitidas en un cuartucho deslucido y entre barrotes. Y fueron muchas, hasta que Greta no regresó. Estuvo en Holanda y sólo volvió, meses atrás, para visitarlo y amarlo en el domicilio donde gozaba de libertad condicional. Cuando el reo obtuvo ese beneficio, estudió leyes y se graduó como abogado. En el petitorio que acaba de entregar, Daniel, abogado, argumenta que, "habiendo sido condenado antes de la Ley Blumberg, podría haber cumplido la condena en 2012, sin perjuicios de alguna conmutación de pena".
Habrá que esperar, así como ella espera un hijo de Daniel y la libertad, confía en los avances científicos, y en la justicia. Será justicia.

lunes, 7 de abril de 2014

Hombre de hierro. Hombre de cristal

Antes, no hace mucho, él era de hierro. Tenacidad de unos músculos vigorosos; era Apolo en sus líneas y tenía una vitalidad que apreciaba la vida en todos sus matices, con el ferbor y la pasión de un arrebato; así, como se extrae una espina que lastima y duele, hasta sangrar, enfrentaba todo cuanto se le presentaba para superar los incordios.
Por fuera, su aspecto era duro y recio de gambetas y encontronazos. Era decidido e impetuoso de nervios pura sangre. Por dentro, vulnerable y frágil, como el cristal. Esa dureza infranqueable puede resquebrajarse en cada instante, apenas en un roce de alas de mariposa, o ante un inesperado impacto, como si un pedrusco se estrellara contra su epidermis.
Metal dúctil, con la plasticidad de la ternura de una gota de rocío sobre los pastos de las mañanas de invierno, del roce de la piel y su tersura y el sabor de besos dulces e intensos de las cerezas de verano. Encantos que transmitió él con la sensibilidad a flor de piel y de boca, de sonrisa fácil y de risa repentina. Un creador de la belleza en sus pinturas, en el candor y el humor de sus dibujos, en la espontaneidad de sus textos. Supo extraer de su interior el esplendor de la gema de su espíritu, como el hierro forjado y bello. Lo brindó todo con la humildad y la sencillez de las cosas simples y me marcó, como se marca el ganado a fuego y sangre, casi aprisionándome en su pecho, como se cuida una piedra preciosa, o un secreto.
Así fue, cuando atravesó perpendicularmente mi corazón, con un pellizco de energía, con un bálsamo de paz, con la terneza de las pulsaciones que se agitan en la poesía de la vida.
Pero el hierro se oxida, porque es reactivo a la intemperie, a las tempestades y las borrascas, o la niebla del mar. Un día, el carro de la vida lo llevó a trocar su materia, sin quererlo, sin siquiera imaginarlo.
Ha corrido y ese cansancio placentero, se adentra en su cuerpo. Ha virado hacia un quarzo puro cristalizado. Veo cómo va ingresando por todos sus conductos y lento, se apoltronan las madréporas de coral en sus venas. Observo cómo la sangre se espesa y fluye como la miel que destila en goterones solitarios, irremediables.
El vidrio transparente de su piel me deja ver su corazón que corcovea en ochenta y ocho pulsaciones por minito, se expande y luego florece en la contemplación de la belleza del lugar, ese arroyo cantarín de la niñez que pasa, ese agua que nunca más pasará por ese Paraíso, el silencio del bosque y el canto de los pájaros.
Sus ojos se opacan; ya han perdido su esplendor, y es como si adivinaran la oscuridad que sobrevive.Ya se aquietan los duendes que jugueteaban en su mente. Percibo en su rostro la tortura del dolor y veo que ese pecho portentoso, ahora está hundido y seco, que se pudre entre la hojarasca. Corales duros, madréporas de calcio se elevan como una coraza, impenetrables. Su mirada turbia casi nada transmite, como un estanque quieto, que apenas mece la brisa. Es un hombre de cristal a punto de quebrarse.
Aunque transparente, como es el agua clara que fluye y se espuma en su cauce, sigue su trayectoria que está ya señalada. Se transformaron sus facciones y su boca ya no ríe, sufre. Las manos, sus piernas y sus dedos se han empequeñecido, cuando un descomunal misterios dejó de ser mito. Ahora resiste al dolor, ese dolor rememorado en un relato, y es casi la nostalgia del dolor.
Su pecho se hiende y se aplana en una llanura de tenues movimientos parejos y después son sobresaltos, picos, altos y bajos del trote enloquecido de embestida de la caballada, que van marcándose en la hoja alargada del electrocardiograma. Los párpados evidencias en aleteos constantes, que hasta aquí llegó, ya dio, ya brindó, y el cansancio ya no es placentero. Lo aplaca, lo hunde hasta la frontera del sucumbir, pero resiste y continúa, cuando alcanza a percibir la cabeza noble y cana de su padre que lo mira con esos ojos grises y apasibles desde un nimbo. Y a él le parece que está junto a su lecho y espera como un aletargamiento grave, que lo sustrae de una fría y desapasionada pesadilla.
Su cabeza traslúcida me deja entrever en el momento preciso en que se atormenta y va hacia un lugar ignoto, de desdibujados bordes y charcas de turbias inmundicias; unas carcajadas hirientes le acuchillan los oídos, los zapatos y el alma, hasta que las risas sarcásticas se alejan. Se tortura y ve con gesto de terror, los ojos de un monstruo que lo ataca hasta la orilla de la sofocación y la nuez de Adán sube y baja abruptamente. Se agita y las convulsiones lo disparan hacia espacios oscuros, donde espectros y zombies lo llevan de la mano por un túnel ominoso. Después se calma, dulcifica la mirada y el arrullo del agua salobre lo acuna, un pececito cómplice le guiña un ojo y un cardumen de rojos y rayas se alejan y lo dejan solo. La corriente suave le lava las lágrimas.
Estoy a su lado, acompañando con alma, con caricias, con comprimidos, con plegarias, a ese hombre de hierro que una vez fue, como si una turmalina, con pequeñas incrustaciones de hierro, debiera ser protegida, adorada y retenida, antes de que las esquirlas del cristal trisado me hieran.
Oye una voz suave que lo arrulla; una mano se distiende, fría y destrenza los dedos de una mano cálida que quiere retenerlo. Sus hijos lo rodean y un sopor medicamentoso los adormece. Ahora, su cuerpo yacente en la cama de hospital se sobresalta, cuando la ventana de visillos blancos se golpea una y otra vez. Afuera, el cielo es plomizo de tormenta y el viento sacude las hojas de otoño que pasan frente a su ventana. Sobre la rama de un sicomoro arrulla una paloma.
Abre sus ojos y ve a su lado la sonrisa de unos ojos que anticipan la sonrisa de unos labios calmos, que quieren insuflarle vida y curación. Luego los párpados se aquietan.
Amanece, y el lunes no es lunes, sino que es martes.

lunes, 31 de marzo de 2014

Tómate esta botella conmigo

-"Ultimo aviso a la pasajera Pérez Castaño, María Lucrecia: Debe abordar por la puerta Nº 9 el vuelo 3856 de Iberia con destino a Madrid". Último aviso" -los altavoces aullaban y corrí hacia el sitio. Tres hombres me interceptaron.
-Déme el anillo y aquí no ha pasado nada! -Era el Comisario Costas Jaritos y sus dos ayudantes. Sin chistar se lo dí y traspasé la puerta de embarque. Mis compañeros de ruta cuchichearon y se volvieron a mirarme, pero nada dijeron. Palpé en el bolsillo interior de la mochila y ahí estaba el perfume de flores silvestres.
Al instante me dormí.
Un sol radiante en el cielo diáfano. Las cabras ramonean en el sendero de los olivos añosos. Janis le ofrece dulces uvas y la observa como se admira a una diosa griega. Se siente Afrodita en ese paisaje idílico de amapolas y prados verdes. Un amor bucólico que la subyugó, ni bien decidió perderse de sus amigos  por esas callejuelas del barrio de Plaka, bohemio y sorprendente.
Plaza Syntagma, la mezquita del Partenón, la estatua de Atenea, el Teatro Dionisos... Culpa de Poseidón, pensó. El mar estaba picado durante la primera excursión hacia Mykonos. Ese mar de leyendas los sacudió con ganas y después ella no quiso continuar.
Fotografiaba el templo de Poseidón y la firma del poeta Byron en la última columna, cuando lo vio. Un dios griego la tomó de la mano y la guió para admirar el rojo sangre y los naranjas encendidos de la puesta de sol. En un inglés enrevesado se comprendieron. Pero mayor fue la atracción de esos ojos color de aceituna y ese cuerpo apolíneo, que ejercieron sobre ella tan extraña sensación.
Salmonete con verduras dispuestas en un gigante calabacín, vino rosado y pasteles de miel y almendras. Majestuosas vistas al mar. Bajaron y se besaron en la playa solitaria, nadaron y se amaron con descaro y sin mesura en la cueva de la caleta.
El trasbordador ya partía y corrieron como maratonistas. Las techumbres del caserío parecían plantadas en los prados verdes. Lambros, su padre, no lo esperaba y desc ansaba a la sombra de la parra. Kula, trajinaba en la cocina.
Un sacudón hizo que los pasajeros se colocaran el cinturón nuevamente.
Vio a Janis con ella en la taberna del Puerto de Pireo. Los músicos tocaban el boukouki, una larga mandolina y suaves melodías. El perfil del muchacho y su tez morena mostraban resabios de los turcos invasores. Un grupo comenzó a tocar un blues griego y luego, un toque de jazz. Ouzo como aperitivo, y albóndigas envueltas en hojas de parra.
Marilú sabía y no quería irse más... Sacude la cabeza a ambos lados y la azafata acude en su ayuda, de prisa.
-"Tómate esta botella conmigo..." -reconoció la voz ronca y embriagada de Concha Buika- ...que en el último trago me dejas...." Promediaban ya la botella de raki.
Janis salió apresurado a pelearse con dos parroquianos borrachos y regresó al tugurio. El puño ensangrentado estaba envuelto con la manga arrancada de su camiseta. Un perfume que olía a flores silvestres, y el anillo, en la otra mano.
Se quedó dormido; ella lo vio apoyado sobre sus brazos y le estampó un beso de despedida en la noble cabeza morena.
Vio que lo llevaban detenido por disturbios en la vía pública y por rotura del cristal de una joyería y perfumería. Se aferraba a la puerta del coche policial e insultaba. De un golpe en la cabeza enrulada, lo dominaron.
Marilú se sobresaltó y gritó tanto por los pasillos del avión, que otra vez la azafata se acercó para calmarla.
No sé si fue el carreteo del avión al aterrizar en Barajas, o el sonido del reloj en su departamento de Madrid, los que la despertaron. En el radio-reloj seguía cantando Concha Buika. Sentía aún el regusto a raki en su boca y el aroma floral en su cabellera. A un costado de la cama, están las maletas y en la mesa de luz, el boleto hacia Atenas, hoy a las diez y quince.

martes, 25 de marzo de 2014

Reportaje desangelado

A cuento de la presentación de un libro de poemas de una ignota poetisa, debí indagar sobre el sentido de las palabras para preparar la nota en la revista dominical.
La escritora se presentó a la cita con una demora considerable. Un dejo de irreverencia advertí en la ensoberbecida mirada; sus ojos duros eran revoleados hacia ambos lados con insistencia; parecían querer medir la aprobación de un público inexistente. De un pantallazo general, enseguida reconocí la pose. No, quizás estoy prejuzgando... la túnica blanca, cubierta de colgantes y pañuelos multicolores, la gorra con visera, puesta como al descuido y los aros enormes, todo, en su conjunto procuraban dar una imagen de bohemia, de artista combativa que protagonizó los sucesos del mayo francés del '68.
Al acercarse, su sonrisa era una mueca forzada, un simulacro de amabilidad, y se sentó frente a mí, en el rincón más silencioso del sector fumadores, que encontré en el bar.
-Cuando terminé de leer su poemario me dije: "Tengo que entrevistar a la autora" -y no le dije que trabajaba para la sección cultural de un diario, que de eso vivía, y que trataría de sonsacar tanta palabra críptica, por no decir vacía.
-Bien, aquí estamos -No me miró a los ojos, sino que miró sus manos, como buscando allí la respuesta a las preguntas que le haría.
-¿Ud. es diestra? Porque veo una dificultad en su mano derecha. ¿Túnel carpeano, quizás?- Ya tenía el diagnóstico: severa artritis en su mano derecha. Seguramente, a causa de llevar agarrado con fuerza, digo bien, agarrado con garras, un libro pesado debajo de la axila. Tal vez, las memorias de Simone de Beauvoir, o "La peste" de A. Camus. La imaginé más joven, transitando las calles cercanas a la Facultad de Filosofía y Letras, o trajinando por los bares de la Avda. Córdoba. Allá, por los '70, como tantos "estudiantes de sobaco", las mujeres iban a la facultad para conseguir novio, aunque exprimieran sus neuronas para que salga alguna gota de sabiduría y originalidad.
-Sí, soy diestra. Y escribo fervientemente mis borradores a mano, luego mi editor las pasa y corrige. Siempre hay que revisar.
-¿Se refiere a la forma, no al contenido?¿No es cierto?
-Sí -respondió parca, demorándose, reclinándose y exhalando una bocanada de humo a un costado de mi mejilla izquierda.
-Porque Ud. sabrá de los desvelos del escritor, "el oficio de poeta", como decía Pavese, y de los duendes que circulan por su mente saltarina, y de las musas que se resisten a aparecer... -su semblante era una tapa gris, como de pizarrón en épocas de paro, y no dijo nada.
-¿Leyó a Neruda?
-Sí, hace tiempo -en esa respuesta tan poco convincente, adiviné que eran bien escasas las lecturas de los grandes poetas.
-¿Conoce ese texto que habla de las palabras? -No me respondió y miró a través de los vidrios la garúa persistente.
-Hablemos de las palabras. Traté de hallar un eje en su poética, pero sin éxito. Sólo descubrí algunas que se reiteran. ¿Es común eso en los poetas?
-¿Por ejemplo? -inquirió desafiándome.
-encrucijada, recovecos, madrigueras, vestal, umbrío ... -y seguí enumerando hasta el aburrimiento.
-¿Es decir un fluir desacompasado de palabras que salen a borbotones? -me miró como para asesinarme y continué.
-En sus versos hay palabras que se aplican con insistencia, hasta con sobreabundancia, por ejemplo el adjetivo "desangelado/a" o el verbo "desangelar". ¿Podría explicitar, por favor?
-Los poetas queremos expresar la belleza utilizando recursos literarios, metáforas, comparaciones e imágenes, que el común de la gente no percibe - puso distancia en esa primera pregunta más incisiva. Porque yo quería sondearle a esa diosa artificial un poco de profundidad, rascando la superficie con uñas agresivas y venenosas.
-Y bien, ¿quiere decirme que los lectores llanos somos "desangelados"? -y seguí atropelladamente transcribiendo las expresiones que tenía marcadas: "el tiempo desangeló el otoño", "desangelado de amores" (casi le pregunto si ella hace el amor desangelada y sin protección), "recuerdo desangelado", "brilló desangelado"...
Me miró por primera vez a los ojos y pude leer también por primera vez su interioridad. Una mujer sola, desamparada, sin alegría, con amores fracasados, en suma, hueca y superficial, pensaba y ahora sí no me equivocaba.
-¡Ud. no entiende nada! -tomó su cigarrera, bebió de un sorbo, casi con violencia, su café, se colgó la cartera y se llevó el libro que había abandonado sobre la mesa.
Me quedé solo, viendo cómo la mujer se perdía entre la muchedumbre y se mojaba. Revisé las notas y las respuestas eran tan escuetas que pensé que sería una ardua tarea preparar la columna literaria. Debería acudir a palabras almibaradas y a expresiones halagüeñas... Mejor no, tomaré las palabras, las masticaré, me las exprimiré... y recordé "las persigo, las adhiero, las muerdo, las derrito... las agarro al vuelo, cuando pasan zumbando, las revuelvo, las agito, me las bebo, me las zampo, las trituro, las emperejilo, las liberto..." (Pablo Neruda en "Confieso que he vivido")


domingo, 9 de marzo de 2014

El viento. Los vientos.

Desde la playa, hoy se huele el viento de mar adentro. El rugido que se oye nos hace imaginar la lucha implacable entre Tritón y Poseidón. No es puro mito, me digo, cuando veo la resaca que queda entre la espuma. Caracoles rotos, algas podridas, cangrejos destrozados, pequeñas piedras, peces muertos, huevos y espinas de pescado, hasta el silbato de un guardavidas. Las aves enloquecen y los loros chillan desde la barranca.
Luego el viento cambia; el mar se sosiega y se huele a tierra. Ya viene un turbión que azota la cara y enceguece. Las dunas se mudan de sitio, se alisan, se estiran y se amontonan como cordilleras nuevas, vulnerables. Más tarde se calma y queda en el ambiente el aroma de las flores silvestres. Hay una brisa que acaricia y perfuma. Viene del campo el olor a estiércol, la frescura de las mentas junto a un arroyo, el dulzor de los frutales maduros. La piel se hace seda,  se entornan los párpados y se ve el cielo azul entre las nubes blancas y gordas que pasan. Se oyen los trinos y los graznidos de las aves marinas; son bandadas viajeras que van hacia el norte.
En esos instantes, una quietud de árboles y el silencio, me hacen soñar con la brisa suave que mece los trigales y peina la cabellera de las flores de lino. Un mar celeste, donde juguetean mariposas pequeñitas, que agregan colores de primavera a la tela que estoy pintando. Y no son las flores de Gauguin, ni las mujeres de Tahití; más bien se parecen a los nenúfares de Monet, y en el campo, las amapolas salpican de rojo la pradera.
Otra vez el viento comienza a rugir por el sur. Es un pampero que preanuncia la tormenta. Vuelan sombrillas, reposeras, baldes y los bañistas corren a refugiarse debajo de las marquesinas. Con el viento fuerte, cambia mi humor y a la tela idílica agrego negros, grises, rayas, relámpagos, estruendos y más violencia roja. Pinto un obús, un casco de guerra abandonado, una granada que estalla y un fusil que apunta a una luna desconsolada.
Luego huyo, rugiendo también yo, de furia, cuando la lluvia me castiga con total impudicia, y me empapa. Me desnudo y en un aullido lastimero hacia el cielo, me flagelo con una toalla mojada, y más tarde con una palma del techo de paja que se ha desbaratado. En un arranque de alienación y de lujuria, saco una navaja afiladísima y no me corto la oreja, como Van Gogh, tajeo repetidas veces la tela en medio del fusil y la granada, hasta caer de bruces sobre la arena seca y volante.
Gotas grandes, dispersas comienzan a precipitarse otra vez, arruinan mi pintura y sin permiso y sin secado, la herida de la tela se cubre de arena y ahora es una cicatriz burda que destila sangre, pus y llanto. Un hilo de sangre se diluye en mi boca y se va por la boca de tormenta. A ras del suelo veo que los implementos de pintura se dispersan en torbellino sobre los charcos, donde las burbujas se hacen más agresivas (va a seguir lloviendo con intensidad) Los colores, y los pomos, mis tarros y la paleta, van tiñendo la tarde y siempre cambiantes, están haciendo arte efímero.

El curador que ha inaugurado una nueva galería en el centro comercial, colocó la pintura de autor anónimo en sitio privilegiado. Ya el rematador bajó por última vez su martillo y la está vendiendo al mejor postor. Desde el exterior, un harapiento observa la escena y un guardián lo saca a empujones para que no arruine la velada, la vernissage y la amable conversación.
-Me asombra la textura que ha logrado en primer plano...
-Veo una mezcla de estilos que no puedo identificar...
-Ni tampoco la temática principal... ¿cómo habrá hecho ese costurón en medio del cuadro?

sábado, 1 de febrero de 2014

Tacones rojos

Los pies tienen memoria de un ritmo casi olvidado. Esos pies están calzados en unos zapatos de cuero rojo de estilizados tacos y punta fina; en la costura del talón, remata un moño, también de cuero rojo. El sueño de toda mujer es usar unos zapatos así.
Mirados desde atrás, y hacia arriba, se extienden tobillos delicados que sostienen piernas torneadas, que se mueven según el hombre la lleva ¡y la sabe guiar con maestría y galanura! Hay memoria en la rutina de los pies, y ella lo sigue.
De una falda negra de pronunciado tajo, asoma un muslo fuerte y aguerrido; al otro lado, la falda sugiere, solamente, y se adivinan caderas portentosas que continúan suaves, de una cintura breve. Un cinturón negro la ciñe a la perfección.
Hace un momento tan sólo, ella aceptó el convite, cuando un joven, entre tantos otros, le había cabeceado y fueron juntos al centro de la pista. No recuerda su rostro, aunque puede ver, girando, a las parejas en el salón. ¿El Folìes Bergere? ¿o el club social y deportivo del barrio?
Como no puede vislumbrar su rostro, porque ahora su mejilla está pegada a la suya, se anima a palpar su cabeza y siente cabellos engominados peinados con peine fino. El perfume que emana le recuerda el olor de la "Glostora" que usaba su padre, antes de ir a trabajar a la oficina. Una barba incipiente le raspe, entonces intuye que no se ha afeitado. Así es como recuerda el olor de la loción para después de afeitarse, que usaba el viejo cuando, mirándose al espejo, silbaba "Yo soy del '20..."
Una pierna fuerte de pantalón ajustado (lo presiente de terciopelo negro), se introduce entre sus piernas y la hace girar sobre su centro. Las baldosas en blanco y negro, como un tablero de ajedrez, (y ella se siente una reina) se desdibujan y el perfume de ese hombre la subyuga, más todavía cuando una mano, como un sello, se estampa en la espalda descubierta y los dedos largos de pianista dibujan circulitos en cada vértebra, y terminan en un caracol al final del escote, cerca del coxis. Un aliento cálido le calienta la oreja.
El tango terminó y ella se entera recién cuando el joven la aleja lentamente de su rostro, para observarla. Una mano le descorre el bretel, y con la otra, desde la nuca esbelta, le acaricia un hombro. El camafeo que adorna su cuello se desliza. La melenita negra, a lo "Edith Piaff", parece sonreir. Ahora ella lo ve con sus ojos grandes y negros de estupor, con las aletas abiertas de la nariz, con los labios rojos de corazón entreabierto, que dejan ver unos menudos dientes blanquísimos y una lengua roja, haciendo juego con el maquillaje. Los párpados se abandonan, sensuales, dejando que todos los sentidos hagan su parte.
Siente que una mano está sumergida entre sus muslos calientes y la otra se extiende para acariciar la espalda del muchacho, pero sólo encuentra una ausencia y la lisura de las sábanas gélidas a la derecha de la catrera.
Abre los ojos y le cuesta acostumbrarse a la claridad de la mañana. Ve el placard cerrado, la pared lisa, reconoce unos cuadros y en el espejo, las cortinas familiares y las pantuflas de felpa gris, una al lado de la otra, modositas, esperándola.

sábado, 4 de enero de 2014

Tritón sopló con furia.

Viejo marino. Marino viejo. Se había dormido con el cigarro en la boca y se había despertado con sus propios ronquidos. Ahora entrecierra los ojos para protegerse del sol abrasador. Mira el Rïo de la Plata desde la costa de Buenos Aires, mientras hilvana los retazos de sueño.
Navega por el Mar de Creta que está en calma; ya divisa una isla de ensueño, un pueblo de altura y el sol que se pone tras una cúpula imponente. Se serena el cuerpo ajetreado y la mente se sosiega, para retomar fuerzas, para enfrentar a Poseidón, si el mar comenzara a encresparse. Porque un navegante debe saber desafiar al dios, empaparse, sacudirse con las olas gigantescas de ese mar de leyendas. Se siente un semi-dios que comienza a sentir los soplos de Tritón o del dios Eolos y se prepara. Morfeo lo lleva por las islas Cícladas y las Jónicas. No quería ser un suplicante que estuviera al cuidado de los dioses protectores, tenía que probar la fuerza de los mortales, compitiendo con la fuerza de la Naturaleza, como una lid de dioses y de hombres.
Se zambulle y nada cansinamente. Iza las velas y pone proa hacia Siros, no sin antes beber largamente de su garrafa de ron, para estimularse y es Dionisos el que lo incita. De a poco, la lluvia mansa y persistente y el rayo de Zeus responde al irascible Poseidón. El mar se irrita y el solitario navegante no se amilana, se empeña con más fuerzas. Las olas no logran vencerlo, no acuden las ninfas ni las nereidas, ni se deja engañar por el canto de sirenas. Embiste las olas de lado, perfora las paredes de Hydra, se deja mecer por una ola larga. El cielo se estremece, el más está bravo y la lluvia lo azota. El solitario transpira y se esfuerza para salir del torbellino; como una daga lo traspasa y finalmente, se detiene. Cronos o Hermes, el mensajero de los dioses, ha acudido en su ayuda antes de que Hades lo lleve al reino de los muertos, en la Laguna Estigia. Pasa su mano callosa y aún palpitante por la frente sudorosa e interrumpe el delirio. ¡Aún está vivo!
Ha sido un sueño, afortunadamente; se recompone porque debe cumplir con su tarea. Observa las costas de Uruguay, adonde debe ir. No se divisa movimiento en Prefectura, la brisa es suave pero persistente, que viene del sudeste. Hay olor a lluvia, es la lluvia salada del Océano. Otra vez se zambulle en las aguas marrones del río, antes de partir; luego acomoda en la embarcación los pocos implementos, ajusta los aparejos, sujeta la cangreja a la botavara y pone proa al norte.
Una fuerza irresistible lo empuja, es el viento que lo lleva; es una compañía el bisbiseo en cada estocada sobre las olas. Ya está alejándose de la costa y el puerto de Olivos se ve chiquito. Tiene hambre; ha instalado el calentador sobre la sentina al reparo del viento y ha puesto carne, papas y un zapallo para el puchero. La vela se hincha, sublime y elegante.
Mientras fuma tiene tiempo de pensar que es la época de la cosecha de zapallos y la brama de los ciervos. Pone a resguardo la escopeta y cubre con un nylon la bosa marinera. De regreso traerá cigarrillos negros, de contrabando. Comienza el frío y unas gotas le mojan la espalda y la cabeza. Debe desatender el timón en busca del rompevientos. Ya hierve el agua y pronto tomará sopa para recuperar fuerzas. Cae el sol por el oeste ya, y el río, que ya es mar también se violenta cada vez más. No tiene manos para atar, ajustar y a la vez ir "achicando"con el balde, porque el agua empieza a inundarlo todo. Milagrosamente el fuezo resiste, pero no huele todavía el puchero.
Se estira, se aferra a un cabo, se afirma en sus piernas, cruje el palo mayor y se arrepiente por la manía de navegar solo, siempre. De reojo, ve caer la garrafa, se tumba la cacerola y se apaga el fuego. Habrá que cerrar la perilla del gas, pero no llega. Se extiene para alcanzar una papa que está rodando y la devora en dos mordiscos. Ha perdido el timón, se destrozó un motón y las velas flamean y se deshilachan. Tiene frío en las manos y gotas heladas le perlan la frente. Un chubasco arrecia, mientras navega al garete.
Tritón y Poseidón, por momentos expulsan carcajadas y se burlan. Zeus atruena y dibuja en el cielo oscuro cuchilladas de fuego. Luego ambos se calman. Contrariamente, el corazón del viejo se precipita, quiere salirse del pecho, cabalga, como cabalga la pequeña embarcación y se desboca, se tranquiliza y se sacude. Un empeñón más, y el barco embica brucamente en la costa de Maldonado.
-Estaba cargando zapallos en la carretilla y quise refugiarme de la tormenta, cuando vi restos de un barco sobre la playa y ahí lo vi. Debe haber muerto por un ataque al corazón. La sudestada ha sido brava. No encontré documentos, ni rol de navegación.
El cadáver tenía en su rostro una sonrisa plácida, como si soñara que lo transportan a lomo de burro en la isla de Hydra, que es un puerto chiquito. Hay mucho silencio y la piedra oscura de las construcciones medievales, parece brindarle la paz que necesita.