martes, 18 de diciembre de 2012

Vaquita de San Antonio y panadero de la suerte.

Como un duende que sueña, Renata está recostada en la hamaca paraguaya, colgando del tronco de un manzano y de un cerezo. La costumbre de pensar y recordar, mirando el cielo, le viene de herencia. La nona Margherita solía hacerlo meciéndose en el sillón de mimbre. En esas ocasiones, la mirada gris se tornaba casi blanca, cuando pasban las imágenes de su Piamonte natal.
A Renata le sucede lo mismo, especialmente cuando la melancolía del cielo plomizo le hace virar los ojos azules, que cambian imitando el gris de las nubes. Las estampas que ve son, sin embargo, distintas, porque recuerda su Santa Fe natal, tan diferente a este sur, donde ahora habita. Enrosca sus dedos en la cabellera cana y ve.
Una vaquita de San Antonio se posa en el pecho, junto al corazón y entonces ve a aquel muchacho que la lleva de la mano, desde el faro de la costanera de la ciudad. El río fulgura esa tarde y se hincha de costa a costa. Hasta puede oír el concierto de pájaros y un chamamé que trae el viento. Los camalotes pasan en islotes y se reúnen en los pilares del Puente Cogante. Ellos van hacia el norte, por el paseo de los lapachos florecidos. Frente al Lawn Tenis Club se detienen a descansar. Ella lleva una canastita llena de frutillas y comen los alfajores de dulce de leche y merengue. La dulzura en los ojos, en las manos y en la boca, atrae a un panadero de la suerte, uno de los tantos que vuelan al atardecer.
Recuerdan cuando se conocieron. "Kashbah" era la confitería de moda, donde iban todos los estudiantes. Él, de la Tecnológica; ella, del Profesorado, y también iban todos los del comedor universitario.
-¿Te acordás de la estación terminal, donde trabajabas como guarda-equipajes?
-Sí, y me regalabas un alfajor santafesino para el viaje de regreso a mi pueblo, en la despedida.
-Otras veces íbamos al cine club a ver películas de autor, sin pagar. Kusturika no estaba de moda por aquella época, aunque sí comenzaba a hacerse famoso el boxeador Carlos Monzón. Luego de los primeros triunfos se compró un coche largo y fastuoso. -¿Te llevo, rubia? -me había dicho una vez, cuando cruzaba la avenida Rivadavia, rumbo a la peatonal.
La playa de Guadalupe comienza a quedar sollitaria y el agua turbia y caliente de la laguna Setúbal golpea contra las bolsas de arena, que hacen la contención. La creciente se anuncia, se respira en el aire, y en los pronósticos.
Una casa lujosa cubierta de enredaderas de hiedra, madreselvas y Santa Rita, se destaca. Guardias en la garita, custodian el lugar. Un cartel severo, como un cancervero, junto al buzón, sugiere dejar los mensajes allí.
-Es la casa del ex gobernador y campeón argentino de automovilismo. Ahora es senador nacional.
-¡Ah!, yo sabía que su domicilio estaba cerca del Canal 13, Santa Fe de la Vera Cruz.
-Los tiempos han cambiado... como nosotros.
-Una vez vine a esta playa con mi hija y dijo: "Esto parece una sopa de lentejas, mamá. No es el agua fría y transparente que conocemos en el sur". Habían colocado un enrejado para detener a las palometas, tarariras voraces, que querían atacar a los bañistas.
Estamos llegando al final del paseo y nos topamos con la estatua del boxeador emblema, que lo inmortaliza en el barrio de Guadalupe. Ël no está más, pero ingresamos al restaurante, plagado de sus fotos. Comemos ahí pescado de río.
Renata siente ese sabor antiguo en las papilas. Sus manos todavía perciben ese cosquilleo en los dedos, cuando se enredaban en la cabeza renegrida. Él ahora le acaricia los pliegues en la comisura de los labios y alrededor de los ojos. No, no es eso. Es un panadero que se posó entre sus pestañas. Ve el mar liso y celeste de los campos de lino, antes de la prepotencia de los campos de soja, que lo invadieron todo.Divisa, muy lejos, los trigales meciéndose al viento cálido del norte.
-Mañana haremos otro paseo -me dice y se toca la cabellera escasa, como pensando el recorrido.

-¿Qué hacés, abuela? -la sorprende el grito de su nieto y la mirada blanca y quieta regresa al presente- Dale, que hoy vamos a ganar la posta familiar. Son 25 m. crowl, nada más. ¡Apurate!


miércoles, 12 de diciembre de 2012

¡Tachín, tachín! Llegó el circo.

Voy a jugar también con mi globo rojo, casi como se divierten en el carnaval de Venecia, los arlequines, las colombinas y los polichinelas. Hoy visito la carpa gigante del circo. Lona azul, roja, verde y amarilla, primorosa, destella a lo lejos y atrae a grandes y chicos.
Diablillos púrpuras y azules, de mayor a menor muestran sus rutinas de piruetas, saltos y roles sobre la alfombra mullida. Un payaso y dos acólitos dialogan con sus instrumentos. La hilaridad recorre el ambiente, mientras la música suena hasta atronar. Los chicos apluden sin descanso y se paran para no perder detalles de la historia que los hace reír.
Los adultos se apresuran a comprar nubes de azúcar rosado y garrapiñadas y sientan a los niños porque el espectáculo está comenzando. Me acomodo arriba en la estructura metálica, donde supongo veré desde muy cerca a los trapecistas volantes. Pero no, la caminata del equilibrista da comienzo, elegante, sobre el alambre tenso. Al llegar hacia mi lado, me toca con su vara mágica. Me transmite una corriente de simpatía y me siento con la audacia de los acróbatas. También yo salto y me imagino que doy vueltas con ellos en la cama elástica. Los aplausos y las risas, no son para mí, presiento.
Se despliegan telas de colores; un muchacho se yergue con toda la fuerza de sus músculos y desciende; se enrolla desde los brazos, se sujeta por los pies y cae cabeza abajo, hasta que el elástico de su cuerpo lo eleva otra vez. Abajo, en la pista, una contorsionista de traje color piel se arquea hast juntar pies con cabeza; se sostiene sobre sus manos y así camina al encuentro del acróbata de las telas, para estirarse con toda su elegancia y saludan.
Fiesta de color, de proezas y de sonidos estimula la energía y la fantasía. Viene el intervalo y me sumerjo en los recuerdos de cuando era niña. No me daba cuenta de ciertas cosas, por aquellos años, cuando de la mano de mi padre, íbamos a ver a los animales enjaulados, alrededor de la carpa grande, junto a los carromatos. No veía la tristeza en los ojos del tigre de Bengala, ni el lagrimeo de los monos piojosos. No percibía el cansncio del elefante viejo, en su traje gris arratonado, ni la abulia de los leones sacudiendo las moscas con su cola, ni veía la joroba de la jirafa vieja, que casi había perdido la nitidez de sus rayas.
Tampoco sabía que las rutinas en cada espectáculo se habían logrado, a fuerza de látigo y castigo. No podía distinguir que, a través del gesto pintado de risa y alegría, el payaso estaba triste, casi prisionero en la monotonía de días iguales, exactos, que sólo veía en su trashumancia, caras desconocidas y pueblos con paisajes dispares. Evocaba la sonrisa ficticia de la mujer que, pegada a la pared, recibía los cuchillos que lanzaban para enmarcar su contorno y luego sonreía. Agradecía los aplausos y los gritos de admiración.
Dejo de lado esos pensamientos tristes, me seco las lágrimas y gozo viendo la felicidad de los chicos. Activan los juguetes luminosos y las pelotas de broma que, al lanzarlas vuelven a su dueño, atadas de un piolín. Hay globos de colores e inmensas pelotas para desplazarse sin caer...
Ya anuncia el maestro de ceremonias, de frac y galera, que el espectáculo continúa. Aparece una familia de atletas en monociclos. Volante arriba, pedales abajo, hacia adelante, hacia atrás, bailan al ritmo de una bachata. Una bicicleta plateada, pequeñísima, hace círculos en la pista de luces de colores.
Viene después un mago que nos cautiva con fantasías de paz y de paloma. Un conejo temeroso sale de una chistera y vuelve a esconderse en la caja de terciopelo y lentejuelas.
Me quedo quieta aquí arriba, hasta que todos los artistas salen a la pista. Un chorro de luz ilumina a los acróbatas y después saludan al público. La función está concluyendo y se van con sus chirimbolos, al ritmo de las chirimías.
Aprovecho el momento de confusión general y me escapo por el hueco en lo alto de la carpa. Veo el cielo tachonado de estrellas. Una inmensidad conmovedora; me pregunto ¿esos pequeños acróbatas van a la escuela?

domingo, 9 de diciembre de 2012

El encanto de la historia

El sur de mi ciudad tienen el encanto de la historia. Antes de acudir a la cita, recorrí los sendero del Parque Sur, entre los árboles añosos. La bris fresca de la mañana me trajo la evocación de esas tardes calurosas, cuando nadábamos sin pensar que el lago algún día se contaminaría , y luego nos tendíamos al sol, como si una tarde de sol perdida, fuero como desperdiciar la energía de la juventud.
Vi caminos prolijos, bici-sendas y plazas de la salud, donde mucha gente corrí y trotaba. Fui acercándome al convento de San Francisco. Una portezuela de la verja, chirriaba sobre los goznes herrumbrados y se balanceaba por el viento. Observé el portón de roble labrado, que estaba clausurado y recordé las garras del tigre, grabadas en el confesionario, testimonio único de la desaparición del cura. Los camalotes flotantes de la inmensa crecida, habían traído al animal, que desembarcó en el convento y sació su hambre y su miedo.
Frente a la casa de gobierno, una bandada de palomas se había concentrado en la plaza. Una anciana les deba alpiste y migas de pan. El bar "Sur" estaba como antes, cuando nos reuníamos los amigos, después del teatro o el cine, y la ronda del café avivaba los debates o políticos o de arte. Hasta el mozo que hoy atiende, bastante más deteriorado, parece ser el mismo. Se acerca a la mesa donde él me espera.
Sus hombros fuertes y su espalda potente, conforman la misma silueta que conocí, sólo que una cabeza cana, se inclina para indicarme la mesa. Nos miramos y en esa larga introspección, nos desnudamos hasta el alma, tanto que recuperé el rubor de mi juventud, y bajé la vista. Sus manos tomaron las mías, ya marchitas, aunque cálidas y vi en las suyas, las uñas percudidas de antaño, que mantienen el recuerdo del muchacho que reparaba su moto de cross para la próxima carrera..
-¿Seguís todavía con los fierros? -pregunté con la intención de interrumpir el idilio.
-Sí -me contestó agregói unas cuantas frases románticas que no me atrevo a reproducir. Un manto de turbación, otra vez me hizo sonrojar.
-¿Qué recorridos haremos hoy?
-Pienso llevarte al Parque Garay, para que veas los cambios y la casa donde antes vivías. Luego, recorrer el Boulevard Pellegrini y el Boulevar Zavalla, donde sigue estando mi taller, al lado del mercado municipal, que fue  derrubado.
-Será un día para evocar. ¿Iremos por el puente hasta Santo Tomé?
-No, la inundación ha hecho destrozos. No quiero que te lleves recuerdos feos a tu "sur" de residencia.
Propuse después caminar por la peatonal San Martín, entrar en las librerías y revolver, como antes. Pasamos por una esquina donde antes había una zapatería y yo me quedaba mirando la vidriera para admirar los modelos. Se llamaba "Calzature Ragazza". Después me iba diciendo. "Esto no es para vos, ragazza".
Me contó acerca del accidente que lo alejó por completo de la competición, y así pude entender un poco, la reguera de su andar. Hablamos de los torneos de natación en casi todos los clubes, donde yo participaba, y después fuimos hacia el Club Quillá. El verde de enfrente rescataba la esperanza, ¿en qué? Y me devolvía lujuria y mansedumbre.
El puerto, las avenidas, el puente, todo se había modernizado en el run-run de una ciudad grande y en constante progreso.
-Y como todo cambia, también nosotros fuimos moldeando nuestras vidas en destinos diferentes -le dije -Este encuentro me regaló retazos de mi adolescencia.
La tarde se estaba desplomando tras los edificios, los tejados y los campanarios, que se cubrían con un tul púrpura. Entonces, en un silencio de aliento frío, nos fuimos deslizando por los resquicios de las calles estrechas.




jueves, 6 de diciembre de 2012

Con espontáneo candor.

El viento me ha llevado hasta la costa del mar. Acorde con mi estado de ánimo, la bruma hace más melancólica la tarde. Me refugio en el reparo de la barranca y, para parecer una chica normal, desinflo mi vehículo rojo y lo guardo en un bolsillo del anorak.
Me entretengo mirando la familia de cangresos que van hacia las olas en retroceso y rápido regresan, caminando de costado. Los últimos rayos del sol abrillantan la arena y sus caparazones. El que parece mayor recrimina a los más pequeños, para que vuelvan a la arena seca, cuando una ola imprevista lo revuelca hasta hacerlo desaparecer.
Unos pescados con red están maniobrando a brazo partido. Parece que la carga será abundante. Los más cercanos recogen sólo unos manojos de algas enmarañadas, algunas piedritas, una zapatilla, una gorra sin visera y el silbato de un guarda-vidas. Los de más allá tienen más suerte. Gran cantidad de cornalitos. Enseguida encienden una fogata junto a las carpas armadas justo después de la marca que dejó la pleamar. Se oye el rugido de la lancha que patrulla la costa.
-Está prohibido hacer fuego -les indican por un megáfono. El olor a fritura les llega enseguida.
-Mañana, a esta hora pasen que les voy a convidar otra vez -imagino que les está diciendo uno de los muchachos, mientras ingresa al agua hasta la cintura y les alcanza una fuente repleta de pescadilla crujiente.
Las carpas permencen y el fuego dora lo pescado y calienta los torsos mojados. Por la arena mojada viene hacia mí el heladero.
-Te regalo un helado de chocolate -me dice y se sienta a mi lado. Acepto y lo disfruto en silencio.
-Yo tomaré uno de frutilla. Hoy no se vendió casi nada y estos, mañana estarán vencidos. Se incorpora, recoge las patas del cangrejo accidentado y parte empujando su carro.
Todavía brilla un  bote de goma con destellos anaranjados, que se dirige a la playa. Son los aprendices de buceo con sus salvavidas, que ya hacen pie.
El ruido de un motor me sobreslta. Se lo oye cerca de la última caleta que veo. Es un barco grande y lujoso. ¿Será la fragata "Libertad"? Me acuerdo que una vez la vi anclada en aguas territoriales de mi país. Pero no. Ahí se acerca otra embarcación menor. ¿Serán filibusteros o traficantes? Alcanzo a ver a uno que no tiene pata de palo, ni parche negro en un ojo, ni tatuajes de sirena. Éste viste un atuendo caro y usa anteojos negros en 4 D. En cadena de manos, traspasan cajas no muy pesadas.
La playa quedó en sombras y el viento ya cambió. Subo hacia la rambla y sin que nadie me vea, inflo mi globo rojo y me voy hacia el norte otra vez. Me voy pensando dónde estará ahora la fragata que perdió su nombre. Libertad. Tal vez ahora está encallada en el Mar de los Sargazos.

lunes, 3 de diciembre de 2012

En su vaivén me desmadeja

Por algunos sucesos de la vida contemporánea, me represento al mar, casi como un espacio inconmensurable, que me impide ejercer la libertad. En su vaivén me desmadeja y las hilachas de anémona y sirena, se mecen lentas, regulares. Tampoco me deja guardar en los cuéncavos de coral, de madréporas y de cardúmen, mis tesoros de fantasía. Y en su resaca me abandona entre algas malolientes y pedruscos extraviados.
Voy acercándome a la orilla del mar para poder comprobar si estas sensaciones son sólo mías, o también son de los otros. Me acomodo en los huecos de la barranca donde anidan los loros. Sus chillidos y picotazos me acechan. Ellos me ven, aunque los veraneantes que se azotan al sol, no. Mi globo rojo peligra su estabilidad por el acoso de los loros. Vienen a mí las voces dispersas.
-Hay viento de tierra desde el oeste -las olas se entrechocan finalmente y rompen en la arena.
-¡Mirá aquella! ¿Cómo se anima a usar esa bikini?
-Este verano se dieron bien las endivias y las acelgas... también los damascos.
-La ruta está peligros: falta señalización y reparación urgente.
-Allá veo al gobernador y sus acólitos. Parece que están planeando desde Nación, anular los pasaportes vigentes.
-¡Se me escapó la pelota, buscala, papá!
-Los fondos para pasivos...-el ruido que hacen los loros no me deja escuchar.
-Los bañeros están de paro, por eso no izaron la bandera roja. El mar empieza a picarse.
-¡Encontré un cangrejo! Metelo en el castillo... ¡Uy! Se derrumbó.
-Pasame el bloqueador por la espalda, que estoy quedando como camarón.
Porque soy solidaria, voy acercándome a la pelota de colores que cada vez se aleja más. Me propongo buscarla. En cada brazada siempre queda la misma distancia, apenas un metro, y no puedo. Otra brazada y el viento la empuja a ras del agua. Si no calma, aparecerá en las costas de Africa. ¡Y no puedo!
El cielo se ha puesto negro. Ola verde. Ola azul. Ahora se tornas grises y plomizas de cólera. Los veraneantes recogen reposeras, baldes plásticos, palitas, lonas, toallas, bolsos, los equipos de mate, y abandonan a toda prisa la playa. Las gaviotas se hacen un festín con los restos de comida que dejan. Una sombrilla, a trompicones y volteretas, cae al mar. Las hojas del diario del domingo se dispersan volando a ras del agua.
Hay rumor de graznidos de aves marinas. Cormoranes y gaviotines van surcando las olas, desafiando el bramido del mar. Van al encuentro de los hombres de mar, y de su pesca. Y los pescadores lo saben. Algo distinto está por suceder.
Una ola antojadiza cruza frente al navío. Los pequeños peces y cornalitos hoy no suben a la red. La sucia espuma fosforescente se adhiere a la popa. La fuerza de los brazos compiten con la red empeñada en resistir. Lo huelen en el aire y en ell viento recio que les pega en las caras curtidas y les sopla ese olor a resaca de obas destruidas y de corales desprendidos.
Ahora, como una carcajada sarcástica, el mar sacude a las barcas, para humillarlas en su pequeñez, entre el flujo y el reflujo de ansiedad, en el vértigo de las marejadas sin tiempo y en el alboroto de las aves que huyen en escándalo de alas y chillidos.
Mar adentro se ven las barcas de pescadores que navegan de lado, de popa, de proa, en un torrente que se empina, se dilata y las crestas se rizan como la crin de un caballo al galope, hierven y fluctúan como el fuego.
Desde un mástil que aún se mantiene erguido alcanzo a escuchar órdenes, quejas, lamentos.
-¡Salvémonos! -el movimiento de la entraña hirviente arrecia.
-Si perdemos la carga escasa, no importa. Al menos, lleguemos a la costa.
-Es un castigo divino -remolino de despojos fugitivos.
-No de Dios. Es la furia de los pescadores en paro, porque nosotros no adherimos. En el puerto habrá violencia, después.
El espectáculo es un girar de tablas, de peces ahogados, de matas y de algas, brincando y sumergiéndose en el tumulto oscuro, sin retrocesos, hasta que las barcas embican una tras otra, en la playa, entre los restos flotantes, como el mar hubiera vomitado su excrecencia en su paroxismo final.