domingo, 27 de mayo de 2012

Entonces lloró lágrimas antiguas.

Hacía días que ella estaba particularmente sensible. Cuando desde el ferry vio la estatua de la libertad, una congoja le apretó la garganta, una mano le oprimió el pecho, muy fuerte, y por la esquina izquierda, una lágrima lenta le calentó la mejilla, esa expuesta al frío y al gris de esa mañana brumosa. La melancolía del río fue una mezcla de asfixia y tristeza más aún, cuando vio a Ellis Island y pudo visualizar, con el peso de los siglos, la procesión de inmigrantes que arribaban, de miradas atemorizadas, de corazones palpitantes.
Recordó a su madre, allá en Brasil, cuando con sólo unas palabras, tomándole sus manos prepotentes, le aquietó la altanería y la soberbia de sus catorce años insolentes de niña bien.
-Neide, filha, recuerda que somos negros. Que tu tatarabuela fue muy valiente y osada. Ella huyó con sus grilletes de esclava, porque no aceptó que un hacendado del café, enjuto y libidinoso, la desposara.
Una llovizna fina y persistente le lavó las lágrimas que iban cayendo sobre sus mejillas, sin poder controlarlas y sin que la avergonzaran. Miró sus muñecas y no había grilletes. Tenía un brazalete y una pulsera que su esposo argentino le regaló.
Ya en tierra, sintió en sus hombros los brazos fuertes de Martin Luther King y una mano cálida y firme, la de Abraham Lincoln, que la conducían por los senderos de Battery Park. Vio entonces la gran esferea metálica dañada, que se conserva en el parque como recuerdo del atentado. Homenaje a los muertos de las torres gemelas, a los muertos en Vietnam, a los muertos de las guerras de secesión... y comenzó a escuchar el tam tam de los esclavos en las costillas de los barcos negreros; un golpeteo en las cuadernas que va creciendo y se eleva con los cantos lastimeros de los prisioneros, como una plegaria. Es el mareo y el miedo que navega por un océano desconocido y un mañana todavía más ignoto. La potencia plañidera se alza hasta ver las tierras que los esperan.
Le pareció escuchar tras los muros de una iglesia baptista en Harlem, las voces cascadas y roncas de una isa gospel, que gritan ¡Aleluya, Aleluya!. Y vio un gran pavo relleno y los postres de calabazas en el banquete de acción de gracias. Pasaron ante sus ojos, como relámpagos, las imágenes de los balseros sudorosos, de manos ensangrentadas, cruzando el golfo; vio a los mejicanos clandestinos  saltando el murallón, y a los "espaldas mojadas" remando por el río Grande. Hombres mulatos y mestizos, de dientes blancos apretados y piel morena, en busca de libertad.
Neide, entonces, miró hacia el cielo, que ya se iba despejando y gritó: ¡Gracias, Señor!

domingo, 13 de mayo de 2012

¿Búfalo o gata paseandera?

Descanso sobre la alfombra de piedra pómez, rugosa pero pulida, y miro el cielo que comienza a aclarar, cuando las estrellas se desvanecen. El alba despunta y unos rayos arañan tras el cerro. Doy vuelta mi cabeza y al ras del suelo, palpo las piedras redonditas, como terciopelo. Se iluminan en su superficie y las sombras profundizan cada poro. No sé todavía si es el run run de las olas del lago patagónico, o son los huequitos oscuros, los que me llevan a ver escenarios ya vividos.
Desde el puente oigo el agua cantarina del Boulder Creek que corre entre el follaje verde y apacible; junto a los senderos para los caminantes, flores silvestres multicolores perfuman y dan frescura; los ciclistas apresurados no ven una escultura aquí, otra allá, ni al indio cherokee que espía detrás de la arboleda del Canyon Boulevard.
El grito lastimero de un alce se extiende en el pinar de Eastes Park, allá arriba. Una escultura del vaquero ecuestre se alza para recordarnos las películas del oeste e imagino a los indios arapahoe, trajinando en la reserva de las alturas.
Dos ardillas juguetean subiendo el tronco de un abedul; asoman una cabeza por derecha, y una cola peluda por izquierda, mientras unas señoras les extienden semillas de girasol para intentar que se acerquen a comer de sus manos.
En los caminos de la Universidad de Colorado veo a las niñas a punto de egresar que posan para la foto, con las togas negras y los graciosos sombreros chatos. Las piedras rojas del edificio están recubiertas de hiedras verdes y escaleras de hierro forjado lo ornamentan.
Más allá, un bullicio de muchedumbre en filas prolijas me llama la atención. Me dicen que los estudiantes están retirando las entradas para ver a su presidente, que llegaría en los próximos días. Un hombre de negro canta un blues y viene caminando a paso cansino con su guitarra.
Los tulipanes de Pearl St. son una caricia para el alma. Es uno de los 300 días de cielo azul y sol brillante, que invita a pasear y admirar las esculturas de nutrias, de sapos, de osos, de pumas, de bisontes. Cow-boys de bronce e indios americanos, emergen en los jardines.
Montañas rocallosas, mineros que trabajan con ahínco y transpiran, vida sana y deportes, Chautauqua Park... todo gira, hasta que Johnn Wyne me da un toquecito en el hombro. Pero no, no es él, tampoco es un búfalo amistoso. Es mi gata sinuosa que me trae el ovillo de lana roja cubierta de hojas secas de otoño, para que siga tejiendo fantasías.
Ahora el lago ha comenzado a "picarse" y una franja de piedra pómez flota y brilla con el sol, que se ha elevado. Oigo el sonido de los granos entrechocando sobre el agua.
Me resisto a regresar a mi realidad y sigo escuchando la música country y las canciones de Johnny Cash.

sábado, 12 de mayo de 2012

Espejismo fugaz con arnés.

La mente gira y gira y se suceden episodios e instantes que se esfuman así, como llegaron, pronto y rápido, para pasar a otras sensaciones, otras emociones. Como un caleidoscopio van desgranándose imágenes, colores, luces, y también olores y sabores.
En las escalinatas del Washington Square Park, mimos y malabaristas dan su espectáculo a la gorra. Un pintor boceta el paisaje urbano e improvisados músicos callejeros expresan sus melodías; una armónica solitaria contra una columna; una guitarra melancólica de blues, en la vereda. Los sonidos de la música, la vocinglería de los estudiantes y el aroma de café, capuccinos y pizza, que vienen de las calles laterales, van crteando el encanto de esa tarde en el Greenwich Village de Manhattan.
No me doy cuenta, cuando poco a poco, la bohemia va invadiéndome y me encuentro de la mano de Marcel Duchamp en la cúspide del arco de la plaza. Me habían atado un arnés y me encaramaron con suavidad. Él está proclamando la república libre e independiente de Washington Square, estado de Nueva Bohemia. Desde allí puedo divisar al joven Bob Dylan en "White Horse Tavern", garabateando las letras de una canción, guitarra en mano. En la entrada de un edificio con barandas de hierro forjado, un viejo escritor toma notas. Creo, si no me equivoco, es John Dos Passos, o quizás sea Henry James.
Aunque no vea flamear la bandera gay desde aquí arriba, sí puede verse el grupo escultórico dedicado a la comunidad. George Segal invita a los paseantes a transitar por el lugar y detenerse para el reposo.
Va cayendo la tarde; el sol se esconde tras el arco gigante y bajamos, Marcel y yo, haciendo rapel ¡Oh, sorpresa!, al pie del arco, Robert De Niro me extiende su mano y me invita a "Blue Note" para escuchar jazz. Un amigo, Erico, esta noche debuta. Antes, nos detenemos a degustar un brunch: salmón con alcauciles y cerveza belga, sentados casi enfrente de una enorme escultura de Picasso.
Ahora el fugaz espejismo va desvaneciéndose, y porque no tengo arnés, ni mosquetón, prefiero descender el paredón saltando piedra a piedra por el camino de las cabras. Ya en el prólogo del sueño, veo un arcoiris gigantesco que esconde figuras recortadas en blanco y negro. Oigo los violines del arroyo. El aroma intenso de hojarasca y de hongos, deja sin contraste y sin relieve a los recuerdos. Se oye el toc-toc de un pájaro carpintero por el robledad y un colibrí desorientado, revolotea saludándome.