martes, 31 de enero de 2012

El palco de las viudas (última parte)

Por el pasillo más distante ingresa el viudo reciente empavesado en un ambo verde oliva y a su paso puede verse un abdomen prominente. Etelvina, la más soñadora, imagina que bajo esa pulcra camisa hay un hombre de pelo en pecho y corazón palpitante. De esos pensamientos un tanto pecaminosos, nada comenta a las otras viudas, porque ese tipo de imágenes, podría despertar en las otras, algún comentario procaz o cierto nivel de antipatía. Prefiere, en cambio, escribir esos versos edulcorantes y atrervidos, que guarda en secreto para releer en la soledad de sus sábanas frías y de su castidad almidonada.
Como un jardín mustio y sin perfunes, Hortensia hierve la hiel de sus razones y la envidia la corroe cuando ve a Víctor, el petimetre del pueblo, con un jaquet ajustado y risueño, que se codea con petulancia extrema con los otros hombrones de gabardina. Todos miran con lascivia a las niñas de vestidos suntuosos, chifón y raso, corte a lo garzón, baja las boinas emplumadas, que pasan estreemeciendo sus lentejuelas y sus caderas.
En tanto, Caty descubre a los mozalbetes de la tertura o de las plateas altas del paraíso e imagina citas y encuentros furtivos el domingo por la tardse, bajo las pérgolas del parque o en los bancos de la plaza principal.
Las luces se atenúan y se abre el telón. Va a comenzar el espectáculo. Las tres no logran concentrarse en las escenas. Se inquietan con los sonidos del piano. Una se sienta sobre su sombrero de plumas; la otra pierde el prendedor que cae y se desliza sobre el saco de cuello de zorro. La tercera siente hormigas en la butaca y se engancha el drapeado de mangas de seda con los herrajes del entramado.
Una estampida de escopeta en escena las sobresalta, al tiempo que cae el telón. Se apresuran a salir cuando en bambalinas los actores saludan y un cerrado aplauso de los espectadores de pie, los ovaciona.
La escalera caracol parece angostarse más y más cuando bajan. Los zapatos de taco alto y punta fina no son apropiados para esos menesteres, y aprietan. A Etelvina se le corre una media de seda con costuras, "para alargar las piernas", como dice la publicidad. Y a Hortensia se le cae el ramito de violetas de su capelina, cuando intenta arrancar de la cartelera el anuncio de la obra "La carbina de Ambrosio".
Las alcanzo a tiempo para hacerles la propuesta.
-Mujeres. Ya hemos transcurrido los cinco años reglamentarios de luto. Es hora de reanudar la vida social. Tengo un taller de costura y ahí podremos diseñar los modelos de temporada sin luto. Se usan tonos pastel y muy tenues, para que el paso hacia la otra vida que nos espera, no sea tan abrupto y notorio -Al unísono escuchan esa voz interior que las incita.
Tres bocas se abren de estupor, cuando se detienen entre los rosales del patio trasero del teatro, junto al aromo centenario.

lunes, 30 de enero de 2012

El palco de las viudas (en dos entregas)

Por la puerta lateral, las viudas van ingresando al teatro, para no ser vistas por el público que está departiendo amablemente, antes del cominezo de la función. Ellas son entes negros clandestinos, como si irrumpieran en la frontera de un país extraño. Porque ir al teatro es eso. Presenciar un mundo raro, donde los protagonistas siempre son otros, y no ellas, donde la realidad es un escenario jamás soñado, donde las fantasías giran como en un caleidoscopio de cuentas de colores. Ellas están estáticas, como un jardín de flores marchitas de pacotilla y folletín.
En el hall central están las parejas, las familias, y también los viudos, pavoneándose entre esa gente selecta y pueblerina. Rumores de lenguas viperinas se oyen a su paso. Ni siquiera exhiben en su manga izquierda la cinta negra del luto. Las mujeres, tomadas del brazo de sus respectivos esposos, saben que tal ha enviudado hace sólo dos meses, que aquel otro ahora sale a disfrutar la vida nocturna, iluminada a pleno en el gran teatro, luego de haber transcurrido meses, o quizás años, junto al lecho de su mujer enferma.
Las viudas subieron con premura por la escalera caracol y se instalaron detrás del enrejado de varillas del "baignoire". Pueden ver hacia afuera, pero no pueden verlas. Cinco años de recato y convención las habían transformado en mujeres perdidas para el deseo, con una vida erótica clausurada. Había que sofrenar los impulsos naturales de seducción, y por tanto, bañarse en las aguas turbulentas de la angustia. Reprimirse es la consigna. Una obstinada negación que, como el puercoespín se repliega para defenderse y ofrece resistencia con sus pinches. Ellas han cancelado su feminidad, han escondido sus encantos con rigidez en la mirada, en el peinado, en la silueta, en la manera de ser, sin darse. Un corsé de broches, varillas, horquillas y botones sujeta sus carnes flojas, pero aún palpitantes. Es tarea del macho redimirlas de una existencia absurda y vacía, y quitarles de sus pensamientos esa acérrima desconfiancia hacia los hombres, que las hace prácticamente inaccesibles.
Por los intersticios, Hortensia, Etelvina y Caty, amigas compenetradas en la angustia de su vivir, están dispuestas ya, no tanto a ver la obra a estrenar, sino a observar con lujo de detalles a los espectadores que van ubicándose en sus plazas, como deteniéndose para lucir sus atuendos y mostrar la máscara de la felicidad que los embriaga y obnubila con las luces a giorno.
Una dama de falda plisada y saco de terciopelo malva va del brazo de Don Hipólito, el hostelero. De modales distinguidos se encaminan hacia la platea. A él, se sabe, le gusta sentirse alabado y es su esposa quien aporta todo el ornamento para su figura condescendiente de traje gris a rayas y corbata azul. Lleva en su mano un sombrero de fieltro también gris. Ahora se deja ver la incipiente calvicie y algunos hilos de plata combinan con los espejuelos de sus lentes de carey.
Va acercándose a las butacas asignadas, Venancio, el corredor de seguros. Luce elegante saco cruzado de tweed, pantalones con botamanga planchados con preciosismo y relumbran sus zapatos abotinados y negros. A su lado, Dora, pizpireta y altiva, está enfundada en un traje de lamé plateado que le descubre la espalda perfecta. Un mono rosa le ciñe la cintura; es un primor ver las botitas también de lamé y de caña corta hasta los tobillos. Un largo collar de falsas perlas, pulsera y aros colgantes, completan el atavío y compiten con el fulgor de las candilejas del proscenio.
Por el ala izquierda, el banquero Rafael se exhibe en redingote negro entallado y pantalón ceñido; se dejan ver los zapatos blanquinegros y las polainas oscuras. Lleva de la mano, como acarreándola, a su gorda mujer de mofletes rebosantes, boquita de carmín y brillos en exceso. Dos niñas, casi idénticas de bucles rubios los siguen; se acomodan las tablas de sus jumpers a cuadros y alisan las mangas prístinas de sus camisas.
Más hombres de traje oscuro y zapatos lustrosos se florean en la noche del sábado. Allá está el esposo de la granjera que murió sorpresivamente; del chaleco que casi revienta los botones, cuelga un reloj de oro con cadena.

miércoles, 18 de enero de 2012

Cuestión de materia. Cuestión de espíritu

Cuestión de materia. Cuestión de espíritu
Antes, no hace mucho, él era de hierro. Tenacidad de unos músculos vigorosos; era Apolo en sus líneas y tenía una vitalidad que apreciaba la vida en todos sus matices, con el fervor y la pasión de un arrebato. Como se extrae una espina que lastima y duele, hasta sangrar, enfrentaba todo cuanto se presentaba para superarlo.
Escuchar las melodías que no conocíamos, o que habíamos olvidado, o sin más, apreciar las notas del silencio. Percibir los perfumes silvestres que trae el viento. Oir el rumor del arroyo cantarín entre las piedras blancas, junto a un bosque de matas y de árboles gigantes. Todo eso, tan simple, admirábamos juntos.
Era metal dúctil, con la plasticidad de la ternura de una gota de rocío sobre los pastos de las mañanas de invierno, del roce de la piel y su tersura y el sabor de besos dulces e intensos de las cerezas de verano. Encantos que transmitía él con su sensibilidad a flor de piel y de boca, de sonrisa fácil y risa repentina. Un creador de la belleza en sus pinturas, del candor y del humor en sus dibujos, de la espontaneidad en sus textos. Supo extraer de su interior el esplendor de la gema de su espíritu, como el hierro forjado y bello. Lo brindó con la humildad y la sencillez de las cosas simples. Y me marcó, como se marca el ganado a fuego y sangre, casi aprisionándome en su pecho, como se cuida una piedra preciosa, o un secreto.
No lo busqué. Me encontró cuando todavía la soledad no turbaba mis emociones, ni mis incertidumbres me atormentaban. Así fue, cuando atravesó perpendicularmente mi coraz ón, con un pellizco de energía, con un bálsamo de paz, con terneza de las pulsaciones que se agitan en la poesía de la vida.
Pero el hierro se oxida, porque es reactivo a la intemperie, a las tempestades y borrascas, o a la niebla del mar. Un día, el carro de la vida lo llevó a trocar su materia, sin quererlo, sin siquiera imaginarlo.
En mis fantasías, hoy veo al hombre de cristal en que se convirtió, frágil y vulnerable, casi a punto de quebrarse. Aunque, transparente, como si el agua clara que fluye y se espuma un poco en su cauce, y sigue su trayectoria, que está ya señalada.
¿Seguirá estando en mi destino, o este sino es tan sólo una carcajada de la vida, estentórea y tozuda, con la impertinencia de una cascada que se desploma en el valle?
Ha virado hacia un cuarzo puro cristalizado. Sus ojos se opacaron, ya han perdido su resplandor, y es como si adivinaran la oscuridad que sobreviene. En su espalda jibosa se aquietan los duendes que jugueteaban en su mente. Percibo en su rostro la tortura del dolor y veo que ese pecho portentoso, ahora está hundido y seco, que se pudre entre la hojarasca. Corales duros, madréporas de calcio se elevan como una coraza, impenetrables. Su mirada turbia ya casi nada transmiten, como un estanque quieto, que apenas se mece con la brisa.
Se transformaron sus facciones y su boca ya no ríe. Sufre. Sus manos, sus piernas y sus dedos se han empequeñecido, cuando un descomunal misterios dejó de ser mito.
Estoy a su lado, acompañando con alma, con caricias, con comprimidos, con plegarias, a ese hombre de hierro que una vez fue. Custodio su espíritu, como si una turmalina, con pequeñas porciones de hierro, debiera ser protegida, adorada y retenida, antes de que las esquirlas del cristal trizado, me hieran.

sábado, 14 de enero de 2012

Ni expedientes, ni telarañas.

Ocurre que no soporto más
el olor acre de las oficinas, 
menos aún, aquellas
con plantas mustias del interior oscuro,
o con sahumerios que enmascaran
la humedad de los archivos.

No quiero más
la rueda de una semana
de engranajes y de engrapes,
ni augurios de un martes de amapolas marchitas,
que transcurre
hacia un jueves forzoso de rutinas,
hasta llegar con rasguños y sudor
al viernes que promete
un final sin formalismos.

No quiero más
expedientes llenos de vacuidad,
ni sumarios con elipsis y retruécanos,
ni "Me dirijo a Ud", por ser patéticas consideraciones,
ni "Saludo muy Atte", por ser falsos tratamientos.

Hay colgajos del alma sin mariposas,
furia roja en los ojos,
rostros pálidos de ojeras violáceas,
 prejuicios banales
con máscaras de sonrisas formales
y blandos apretones de manos
con promesas que no se cumplirán.
Hay recursos aceitosos, turbios y
listados filibusteros
con números furtivos
que se hunden
en las charcas quietas, pestilentes
de arrabales instituidos
con mosquitos e insectos repugnantes.

No quiero más
ver
columnas de papel maché,
ni clips, ni estantes,
ni emails, ni agendas de reuniones,
ni escritorios, ni instituciones,
ni infinitas notas
con sellos y con firmas,
que reposen en los cajones.

No quiero más
oir
campanillas afónicas,
ni palabras sardónicas,
ni timbres burladores,
ni gritos histéricos,
ni teléfonos agujereados,
ni llantos histriónicos,
ni relojes autoritarios,
ni risas fingidas,
ni carcajadas sonámbulas.

Sólo quiero la poesía
de una mirada tierna,
de besos de cerezas dulces y
de abrazos que protegen
con la fuerza de lo auténtico.

Sólo quiero lecturas lozanas
que me trasladen
por sitios espaciosos
de sonidos celestiales.
Soñar con los pies
sobre la arena mojada
de la bajamar, y
bailar un vals circular
de tules, de gasas y de caireles.
Y ver la luna redonda
prendida a una mano
que me acerque
para ver el mar al anochecer.




jueves, 12 de enero de 2012

El texto que no fue

(Quemado y roto) "...en ese tremendo río, que competía con el Nilo en tamaño y no en hipopótamos, él alguna vez había palpado la arena, los secos excrementos del ganado, el duro pasto azotado por el viento, y había sentido en la piel los rayos del sol septentrional, verticales y quemantes.
Ahora ya se había caído el último grano de arena de sus sandalias agujereadas; su piel se blanqueó en los humbredales de las bibliotecas escondidas  y sólo perduraba su recuerdo, como un archivo de olvidados y apretados recuerdos.
Fue entonces, cuando sintió el frío de la muerte en su cuarta costilla y se encogió en la esterilla.
A la tarde de ese mismo día, decidió recorrer sus ancestros, preparó su carro de guerra, tomó su alforja y su corto puñal. Llenó la vejiga con bebida para la larga marcha de tres días a través del desierto...
Fue en ese momento que algo extraño le pasó: quedó como suspendido en el tiempo. Saltó sobre su carro y bajo las nubes, uluminado por un relámpago y acompañado por un trueno, partió"

Encontré en el baúl de los recuerdos algunas cosas como éstas, que tu padre escribía cuando se sentiá abrumado y sólo el alcohol colmaba los huecos de su soledad.

 

lunes, 9 de enero de 2012

Son veces, son cuandos...

Cuando llueve, a veces, se derrumban las paredes. Cuando llueve, a veces, crece el pasto. Cuando llueve, a veces, se derrumban las paredes, crece el pasto, pero siempre son veces, son cuandos. Y siempre debe haber un yo, para que sea, y siempre debe haber un tú, para contártelo.
Un día, cuando coincida el camino con la plaza, me contarás todo eso que ibas a contarme, o tal vez, no me cuentes nada, porque estás en otra plaza, en otro cantero, con otras flores, con otras no flores, en franca contravención a las normas, pero siempre estás, ¿no?
O tal vez, no me cuentes nada, y estaremos, nada más, como están el árbol o el río, pegados a la tierra, en silencio, con la naturalidad de lo que es, y nada más.
Fue un tiempo largo, me acuerdo, pero para el final me voy olvidando, como se olvidan los ancestros, como se olvida el mundo de sí mismo. De a poco, cada vez más borroso, hasta que queda sólo una niebla, que cubre, salvadora, la semilla que quedó enterrada allá lejos, miserable, pero que brotó y hoy crece fuerte hacia el futuro.
Y así, como la brújula, que irracional busca el norte, vivimos a diario, tratando de salvar un poquito de nosotros, de rescatar un pelo, una gota de sudor, una mirada, un amor, una sonrisa. ¿No?


jueves, 5 de enero de 2012

Mariposa roja moteada de negro y amarillo. (2º parte)

-Imaginate una placa de bronce que diga: Antonio Zubiría, arquitecto!. Conseguí una beca para que sigas estudiando - le dice la directora, mientras acaricia su cabeza pequeña de cabellos hirsutos y oscuros.
-No quiero ser arquitecto!
-Tenés grandes capacidades, no podés desaprovechar tu inteligencia sólo jugando al futbol.
Vas a trabajar conmigo en la construcción, ahora que terminaste de estudiar -le dice su padre, como si el aprender tuviera un tope, y nada más.
-No, mejor estudiá por correspondencia, para ser relojero -le dice su madre.
Torbellinos de anhelos, remolinos de ideas bullen por su cabeza, hasta hervir a borbotones. Entonces, crea historias sobre el papel y dibuja chicos jugando, otros que debaten sobre el mundo, un gato, un perro, un dinosaurio. Ellos son sus maestros, sus consejeros y fieles acompañantes en la aventura de vivir. Panza abajo, para beber el agua del lago. Descubrir en el tronco pulido y viajero que reposa en la orilla, el rostro de un gigante. Admirar una serpiente descolgándose de una rama, o el cuerpo de una mujer desnuda. Asombrarse en la contemplación del sol rojo que se pone tras los cerros nevados y deja ver sombras misteriosas...
Ahora, el muchacho se incorpora para volver a la casa, donde las miserias y las discusiones son el espectáculo cotidiano de austeridad sin fantasías. Hoy regresa sin una trucha, sin un pan ... -y siente hambre y frío ya.
-Seré artista -piensa y, encerrado en su pieza, saca los pomos de colores y los pinceles, ocultos detrás del armario, y pinta hasta que ya no ve. No enciende la luz, porque esos menesteres, o leer de noche, significan derroche de energía, dice su madre. La luz de la luna ilumina unas telas. Por la ventana abierta, la luna mira caballos en tropilla, que corren entre los juncos, un caballo atado en el palenque solitario, un caballo blanco que corre en la noche estrellada, y se salpica de espumas y caracolas.
El sueño lo vence apenas apoya su cabeza sobre la almohada y no cuenta ovejas, ve la sonrisa dulce de una mujer que le acaricia la frente, la mesa tendida con té, mermelada y galletitas en la casa de su amigo, el rostro admirado de su padre, unos ojos azules que le sonríen, una trenza rubia que se agita con la risa, una mariposa roja moteada de negro y amarillo.

miércoles, 4 de enero de 2012

Mariposa roja moteada de negro y amarillo. (1º parte)

Sobre una piedra que asoma en el torrente del arroyo blanco, se posa una mariposa roja moteada de negro y amarillo; un rayo del sol se filtra por entre el follaje y la ilumina; en la orilla, el niño de unos nueve años, va saltando sobre las piedra. De pantalones raídos y zapatillas agujereadas, se advierte que muy pronto, en su corta vida será uno de los que arremeten con fuerza para lograr sus desafíos. Cruzar al otro lado, como si fuera el germen que guiará sus días. Un perro flaco de pelo corto, lo sigue. Siempre hacia adelante, salta obstáculos, trepa paredes, para observar y admirar todo lo que hay más allá.
-Che, pibe, traeme unos cigarros - y la propina por el mandado va acumulándose con las otras moneditas que reserva; cosecha los frutos de la rosa mosqueta para vender en la dulcería, o acarrea leña para la vecina, ayuda en el traslado de muebles, y tareas diversas.
-Gastaste más; tenías que traer el arroz que te pedí y nada más. Las revistas no se comen -pero él las devora y es su alimento, tanto como las habas que cosecha con su padre, al fondo del terreno, o las zanahorias que servirán para engordar el puchero para la familia.
-Sarmiento, leé vos, que te sale bien -Lo apodaron Sarmiento y él no sólo lee en la clase, porque la maestra y los chicos del grado admiran su entonación y su fervor. Más tarde, conquista a las niñas cuando lee poesía, les sonríe con su franca sonrisa, las mira con ternura, y las hace sentir más bellas.
-Vení, ahora, dejá los libros y juguemos un partido -sus amigos lo invitan, y brilla como un rayo veloz, tras la pelota en un cielo de gambetas y embestidas del potrero polvoriento.
Trepar montañas, trotar por los cerros y correr contra el viento frío son una caricia, porque no importa ensuciarse de sudor y de tierra la cara y los pelos, ni mojar la camiseta gastada. Porque en esos momentos, respira "el aire más puro del planeta", como solía decir, y en esos trajines, se acomoda las ideas y los sueños. El viento le ayuda a disipar pensamientos oscuros que lo asustan. Un amigo que se va. Las rencillas familiares. La soledad bajo un cielo de relámpagos. La madre que le recrimina por gastos superfluos y que lo obliga a usar los zapatos comprados de segunda mano. La niña de 4º grado, ésa de falda a cuadros, que llora porque tiene miedo.
Es un gozo indescriptible, tirarse sobre la hierba verde del mallín, de espaldas, para descansar; la humedad del suelo le da la frescura que necesita para recuperarse, y mordiendo una hojita de menta, espía las nubes que pasan por arriba de las copas de los árboles. Sueña con el mar y las palmeras que vio en imágenes, con una ciudad iluminada, con el campo liso y el sol en el horizonte, con nuevas historias en las que él sea el protagonista. Por la ventanita del cielo, donde confluye una rama de ciprés y las pequeñas hojas del maitén, pasan caballos montaraces de pelaje lustroso, dos perros vagabundos, dueños de la calle, una gaviota que atraó un pez brillante, una gata peluda y mimosa que le roza las pantorrillas, y una bandada de golondrinas que vuela hacia otros sitios.


domingo, 1 de enero de 2012

El hombre de cristal

Por fuera, su aspecto es duro y recio de gambetas y encontronazos; es decidido e impetuoso de nervios pura sangre. Por dentro, es vulnerable y frágil. Como el cristal, esa dureza infranqueable puede resquebrajarse en cada instante, apenas en un roce de alas de mariposa, o ante un inesperado impacto, como si un pedrusco se estrellara contra su epidermis.
Cuando ya no pudo superar la piedra atravesada en el camino, por todos esos caminos que corrió, que disfrutó, entonces, absorbió el viento, como los animales salvajes olfatean el peligro, o las tempestades, o se ponen al acecho para encontrar a su presa. Huele con fruición los aromas de la montaña, los vientos áridos de la estepa y la brisa de los valles. Ha corrido y el cansancio placentero se adentra en su cuerpo, porque veo cómo va ingresando por todos sus conductos, y lento, se apoltronan las madréporas de coral en las venas. Observo cómo la sangre se espesa y fluye como miel que destila en goterones solitarios, irremediables.
El vidrio transparente de su piel me deja ver su corazón que corcovea en ochenta y ocho pulsaciones por minuto, se expande y florece en la contemplación de la belleza de su lugar, ese arroyo cantarín de la niñez que pasa, esa agua que nunca más pasará por ese paraíso, el silencio del bosque y el canto de los pájaros. Ahora resiste al dolor, es dolor rememorado en un relato, es ya casi una nostalgia del dolor. Su pecho se hiende y se aplana en una llanura de tenues movimientos parejos y después sobresaltos, picos, altos y bajos del galope enloquecido de embestida de la caballada, que van marcándose en la hoja alargada del electrocardiograma.
Los párpados evidencian en aleteos constantes, que hasta aquí llegó, ya dio, ya brindó y el cansancio ya no es placentero; lo aplaca, lo hunde hasta casi la frontera con el sucumbir, pero resiste y continúa, cuando alcanza a percibir la cabeza noble y cana de su padre que lo mira con esos ojos grises y apacibles, desde un nimbo, aunque a él le parece que está junto a su lecho. Y espera como un aletargamiento grave que lo sustrae de una fría y desapasionada pesadilla.
Su cabeza traslúcida me deja entrever en el momento preciso en que se atormenta, y va hacia un lugar ignoto, de desdibujados bordes y charcas de turbias inmundicias; unas carcajadas hirientes le acuchillan los oídos, los zapatos y el alma, hasta que las risas sarcásticas se alejan.
Se tortura y ve con gesto de terror, los ojos de un monstruo que lo ataca hasta el borde de la sofocación y la nuez de Adán sube y baja abruptamente. Necesita agua para apagar el fuego del incendio de la librería de la esquina, y entre las llamas, salta y rescata una pila de libros un poco chamuscados, y los salva. Se ve leyendo con avidez e ingresa en paisajes lejanos y en vivencias desconocidas.
Se agita y las convulsiones lo disparan hacia espacios oscuros, donde espectros y zombies lo llevan de la mano por un túnel ominoso. Después se calma, dulcifica la mirada y al arrullo del agua salobre lo mece, un pececito cómplice le guiña un ojo al pasar y un cardumen de rojos y rayas se alejan, y lo dejan solo; la corriente suave le lava las lágrimas. Sé que está viendo a su madre que lo recrimina, porque gastó las pocas monedas que tenían en el hogar austero, en un lápiz dibujador de fantasías, y más enojo, la vez que descubrió debajo de la almohada de sus ensueños, un bollito de miga de pan para borrar y una revista de historietas. Lo castiga sin un regalo para su cumpleaños de los nueve, lo recuerda. 
Oye una voz suave que lo arrulla; una mano se distiende, fría y destrenza los dedos de una mano cálida que quiere retenerlo. Sus hijos lo rodean y un sopor medicamentoso los adormece. Ve unos ojos que anticipan la sonrisa de los labios que ama y sus párpados se silencian.