martes, 18 de diciembre de 2012

Vaquita de San Antonio y panadero de la suerte.

Como un duende que sueña, Renata está recostada en la hamaca paraguaya, colgando del tronco de un manzano y de un cerezo. La costumbre de pensar y recordar, mirando el cielo, le viene de herencia. La nona Margherita solía hacerlo meciéndose en el sillón de mimbre. En esas ocasiones, la mirada gris se tornaba casi blanca, cuando pasban las imágenes de su Piamonte natal.
A Renata le sucede lo mismo, especialmente cuando la melancolía del cielo plomizo le hace virar los ojos azules, que cambian imitando el gris de las nubes. Las estampas que ve son, sin embargo, distintas, porque recuerda su Santa Fe natal, tan diferente a este sur, donde ahora habita. Enrosca sus dedos en la cabellera cana y ve.
Una vaquita de San Antonio se posa en el pecho, junto al corazón y entonces ve a aquel muchacho que la lleva de la mano, desde el faro de la costanera de la ciudad. El río fulgura esa tarde y se hincha de costa a costa. Hasta puede oír el concierto de pájaros y un chamamé que trae el viento. Los camalotes pasan en islotes y se reúnen en los pilares del Puente Cogante. Ellos van hacia el norte, por el paseo de los lapachos florecidos. Frente al Lawn Tenis Club se detienen a descansar. Ella lleva una canastita llena de frutillas y comen los alfajores de dulce de leche y merengue. La dulzura en los ojos, en las manos y en la boca, atrae a un panadero de la suerte, uno de los tantos que vuelan al atardecer.
Recuerdan cuando se conocieron. "Kashbah" era la confitería de moda, donde iban todos los estudiantes. Él, de la Tecnológica; ella, del Profesorado, y también iban todos los del comedor universitario.
-¿Te acordás de la estación terminal, donde trabajabas como guarda-equipajes?
-Sí, y me regalabas un alfajor santafesino para el viaje de regreso a mi pueblo, en la despedida.
-Otras veces íbamos al cine club a ver películas de autor, sin pagar. Kusturika no estaba de moda por aquella época, aunque sí comenzaba a hacerse famoso el boxeador Carlos Monzón. Luego de los primeros triunfos se compró un coche largo y fastuoso. -¿Te llevo, rubia? -me había dicho una vez, cuando cruzaba la avenida Rivadavia, rumbo a la peatonal.
La playa de Guadalupe comienza a quedar sollitaria y el agua turbia y caliente de la laguna Setúbal golpea contra las bolsas de arena, que hacen la contención. La creciente se anuncia, se respira en el aire, y en los pronósticos.
Una casa lujosa cubierta de enredaderas de hiedra, madreselvas y Santa Rita, se destaca. Guardias en la garita, custodian el lugar. Un cartel severo, como un cancervero, junto al buzón, sugiere dejar los mensajes allí.
-Es la casa del ex gobernador y campeón argentino de automovilismo. Ahora es senador nacional.
-¡Ah!, yo sabía que su domicilio estaba cerca del Canal 13, Santa Fe de la Vera Cruz.
-Los tiempos han cambiado... como nosotros.
-Una vez vine a esta playa con mi hija y dijo: "Esto parece una sopa de lentejas, mamá. No es el agua fría y transparente que conocemos en el sur". Habían colocado un enrejado para detener a las palometas, tarariras voraces, que querían atacar a los bañistas.
Estamos llegando al final del paseo y nos topamos con la estatua del boxeador emblema, que lo inmortaliza en el barrio de Guadalupe. Ël no está más, pero ingresamos al restaurante, plagado de sus fotos. Comemos ahí pescado de río.
Renata siente ese sabor antiguo en las papilas. Sus manos todavía perciben ese cosquilleo en los dedos, cuando se enredaban en la cabeza renegrida. Él ahora le acaricia los pliegues en la comisura de los labios y alrededor de los ojos. No, no es eso. Es un panadero que se posó entre sus pestañas. Ve el mar liso y celeste de los campos de lino, antes de la prepotencia de los campos de soja, que lo invadieron todo.Divisa, muy lejos, los trigales meciéndose al viento cálido del norte.
-Mañana haremos otro paseo -me dice y se toca la cabellera escasa, como pensando el recorrido.

-¿Qué hacés, abuela? -la sorprende el grito de su nieto y la mirada blanca y quieta regresa al presente- Dale, que hoy vamos a ganar la posta familiar. Son 25 m. crowl, nada más. ¡Apurate!


miércoles, 12 de diciembre de 2012

¡Tachín, tachín! Llegó el circo.

Voy a jugar también con mi globo rojo, casi como se divierten en el carnaval de Venecia, los arlequines, las colombinas y los polichinelas. Hoy visito la carpa gigante del circo. Lona azul, roja, verde y amarilla, primorosa, destella a lo lejos y atrae a grandes y chicos.
Diablillos púrpuras y azules, de mayor a menor muestran sus rutinas de piruetas, saltos y roles sobre la alfombra mullida. Un payaso y dos acólitos dialogan con sus instrumentos. La hilaridad recorre el ambiente, mientras la música suena hasta atronar. Los chicos apluden sin descanso y se paran para no perder detalles de la historia que los hace reír.
Los adultos se apresuran a comprar nubes de azúcar rosado y garrapiñadas y sientan a los niños porque el espectáculo está comenzando. Me acomodo arriba en la estructura metálica, donde supongo veré desde muy cerca a los trapecistas volantes. Pero no, la caminata del equilibrista da comienzo, elegante, sobre el alambre tenso. Al llegar hacia mi lado, me toca con su vara mágica. Me transmite una corriente de simpatía y me siento con la audacia de los acróbatas. También yo salto y me imagino que doy vueltas con ellos en la cama elástica. Los aplausos y las risas, no son para mí, presiento.
Se despliegan telas de colores; un muchacho se yergue con toda la fuerza de sus músculos y desciende; se enrolla desde los brazos, se sujeta por los pies y cae cabeza abajo, hasta que el elástico de su cuerpo lo eleva otra vez. Abajo, en la pista, una contorsionista de traje color piel se arquea hast juntar pies con cabeza; se sostiene sobre sus manos y así camina al encuentro del acróbata de las telas, para estirarse con toda su elegancia y saludan.
Fiesta de color, de proezas y de sonidos estimula la energía y la fantasía. Viene el intervalo y me sumerjo en los recuerdos de cuando era niña. No me daba cuenta de ciertas cosas, por aquellos años, cuando de la mano de mi padre, íbamos a ver a los animales enjaulados, alrededor de la carpa grande, junto a los carromatos. No veía la tristeza en los ojos del tigre de Bengala, ni el lagrimeo de los monos piojosos. No percibía el cansncio del elefante viejo, en su traje gris arratonado, ni la abulia de los leones sacudiendo las moscas con su cola, ni veía la joroba de la jirafa vieja, que casi había perdido la nitidez de sus rayas.
Tampoco sabía que las rutinas en cada espectáculo se habían logrado, a fuerza de látigo y castigo. No podía distinguir que, a través del gesto pintado de risa y alegría, el payaso estaba triste, casi prisionero en la monotonía de días iguales, exactos, que sólo veía en su trashumancia, caras desconocidas y pueblos con paisajes dispares. Evocaba la sonrisa ficticia de la mujer que, pegada a la pared, recibía los cuchillos que lanzaban para enmarcar su contorno y luego sonreía. Agradecía los aplausos y los gritos de admiración.
Dejo de lado esos pensamientos tristes, me seco las lágrimas y gozo viendo la felicidad de los chicos. Activan los juguetes luminosos y las pelotas de broma que, al lanzarlas vuelven a su dueño, atadas de un piolín. Hay globos de colores e inmensas pelotas para desplazarse sin caer...
Ya anuncia el maestro de ceremonias, de frac y galera, que el espectáculo continúa. Aparece una familia de atletas en monociclos. Volante arriba, pedales abajo, hacia adelante, hacia atrás, bailan al ritmo de una bachata. Una bicicleta plateada, pequeñísima, hace círculos en la pista de luces de colores.
Viene después un mago que nos cautiva con fantasías de paz y de paloma. Un conejo temeroso sale de una chistera y vuelve a esconderse en la caja de terciopelo y lentejuelas.
Me quedo quieta aquí arriba, hasta que todos los artistas salen a la pista. Un chorro de luz ilumina a los acróbatas y después saludan al público. La función está concluyendo y se van con sus chirimbolos, al ritmo de las chirimías.
Aprovecho el momento de confusión general y me escapo por el hueco en lo alto de la carpa. Veo el cielo tachonado de estrellas. Una inmensidad conmovedora; me pregunto ¿esos pequeños acróbatas van a la escuela?

domingo, 9 de diciembre de 2012

El encanto de la historia

El sur de mi ciudad tienen el encanto de la historia. Antes de acudir a la cita, recorrí los sendero del Parque Sur, entre los árboles añosos. La bris fresca de la mañana me trajo la evocación de esas tardes calurosas, cuando nadábamos sin pensar que el lago algún día se contaminaría , y luego nos tendíamos al sol, como si una tarde de sol perdida, fuero como desperdiciar la energía de la juventud.
Vi caminos prolijos, bici-sendas y plazas de la salud, donde mucha gente corrí y trotaba. Fui acercándome al convento de San Francisco. Una portezuela de la verja, chirriaba sobre los goznes herrumbrados y se balanceaba por el viento. Observé el portón de roble labrado, que estaba clausurado y recordé las garras del tigre, grabadas en el confesionario, testimonio único de la desaparición del cura. Los camalotes flotantes de la inmensa crecida, habían traído al animal, que desembarcó en el convento y sació su hambre y su miedo.
Frente a la casa de gobierno, una bandada de palomas se había concentrado en la plaza. Una anciana les deba alpiste y migas de pan. El bar "Sur" estaba como antes, cuando nos reuníamos los amigos, después del teatro o el cine, y la ronda del café avivaba los debates o políticos o de arte. Hasta el mozo que hoy atiende, bastante más deteriorado, parece ser el mismo. Se acerca a la mesa donde él me espera.
Sus hombros fuertes y su espalda potente, conforman la misma silueta que conocí, sólo que una cabeza cana, se inclina para indicarme la mesa. Nos miramos y en esa larga introspección, nos desnudamos hasta el alma, tanto que recuperé el rubor de mi juventud, y bajé la vista. Sus manos tomaron las mías, ya marchitas, aunque cálidas y vi en las suyas, las uñas percudidas de antaño, que mantienen el recuerdo del muchacho que reparaba su moto de cross para la próxima carrera..
-¿Seguís todavía con los fierros? -pregunté con la intención de interrumpir el idilio.
-Sí -me contestó agregói unas cuantas frases románticas que no me atrevo a reproducir. Un manto de turbación, otra vez me hizo sonrojar.
-¿Qué recorridos haremos hoy?
-Pienso llevarte al Parque Garay, para que veas los cambios y la casa donde antes vivías. Luego, recorrer el Boulevard Pellegrini y el Boulevar Zavalla, donde sigue estando mi taller, al lado del mercado municipal, que fue  derrubado.
-Será un día para evocar. ¿Iremos por el puente hasta Santo Tomé?
-No, la inundación ha hecho destrozos. No quiero que te lleves recuerdos feos a tu "sur" de residencia.
Propuse después caminar por la peatonal San Martín, entrar en las librerías y revolver, como antes. Pasamos por una esquina donde antes había una zapatería y yo me quedaba mirando la vidriera para admirar los modelos. Se llamaba "Calzature Ragazza". Después me iba diciendo. "Esto no es para vos, ragazza".
Me contó acerca del accidente que lo alejó por completo de la competición, y así pude entender un poco, la reguera de su andar. Hablamos de los torneos de natación en casi todos los clubes, donde yo participaba, y después fuimos hacia el Club Quillá. El verde de enfrente rescataba la esperanza, ¿en qué? Y me devolvía lujuria y mansedumbre.
El puerto, las avenidas, el puente, todo se había modernizado en el run-run de una ciudad grande y en constante progreso.
-Y como todo cambia, también nosotros fuimos moldeando nuestras vidas en destinos diferentes -le dije -Este encuentro me regaló retazos de mi adolescencia.
La tarde se estaba desplomando tras los edificios, los tejados y los campanarios, que se cubrían con un tul púrpura. Entonces, en un silencio de aliento frío, nos fuimos deslizando por los resquicios de las calles estrechas.




jueves, 6 de diciembre de 2012

Con espontáneo candor.

El viento me ha llevado hasta la costa del mar. Acorde con mi estado de ánimo, la bruma hace más melancólica la tarde. Me refugio en el reparo de la barranca y, para parecer una chica normal, desinflo mi vehículo rojo y lo guardo en un bolsillo del anorak.
Me entretengo mirando la familia de cangresos que van hacia las olas en retroceso y rápido regresan, caminando de costado. Los últimos rayos del sol abrillantan la arena y sus caparazones. El que parece mayor recrimina a los más pequeños, para que vuelvan a la arena seca, cuando una ola imprevista lo revuelca hasta hacerlo desaparecer.
Unos pescados con red están maniobrando a brazo partido. Parece que la carga será abundante. Los más cercanos recogen sólo unos manojos de algas enmarañadas, algunas piedritas, una zapatilla, una gorra sin visera y el silbato de un guarda-vidas. Los de más allá tienen más suerte. Gran cantidad de cornalitos. Enseguida encienden una fogata junto a las carpas armadas justo después de la marca que dejó la pleamar. Se oye el rugido de la lancha que patrulla la costa.
-Está prohibido hacer fuego -les indican por un megáfono. El olor a fritura les llega enseguida.
-Mañana, a esta hora pasen que les voy a convidar otra vez -imagino que les está diciendo uno de los muchachos, mientras ingresa al agua hasta la cintura y les alcanza una fuente repleta de pescadilla crujiente.
Las carpas permencen y el fuego dora lo pescado y calienta los torsos mojados. Por la arena mojada viene hacia mí el heladero.
-Te regalo un helado de chocolate -me dice y se sienta a mi lado. Acepto y lo disfruto en silencio.
-Yo tomaré uno de frutilla. Hoy no se vendió casi nada y estos, mañana estarán vencidos. Se incorpora, recoge las patas del cangrejo accidentado y parte empujando su carro.
Todavía brilla un  bote de goma con destellos anaranjados, que se dirige a la playa. Son los aprendices de buceo con sus salvavidas, que ya hacen pie.
El ruido de un motor me sobreslta. Se lo oye cerca de la última caleta que veo. Es un barco grande y lujoso. ¿Será la fragata "Libertad"? Me acuerdo que una vez la vi anclada en aguas territoriales de mi país. Pero no. Ahí se acerca otra embarcación menor. ¿Serán filibusteros o traficantes? Alcanzo a ver a uno que no tiene pata de palo, ni parche negro en un ojo, ni tatuajes de sirena. Éste viste un atuendo caro y usa anteojos negros en 4 D. En cadena de manos, traspasan cajas no muy pesadas.
La playa quedó en sombras y el viento ya cambió. Subo hacia la rambla y sin que nadie me vea, inflo mi globo rojo y me voy hacia el norte otra vez. Me voy pensando dónde estará ahora la fragata que perdió su nombre. Libertad. Tal vez ahora está encallada en el Mar de los Sargazos.

lunes, 3 de diciembre de 2012

En su vaivén me desmadeja

Por algunos sucesos de la vida contemporánea, me represento al mar, casi como un espacio inconmensurable, que me impide ejercer la libertad. En su vaivén me desmadeja y las hilachas de anémona y sirena, se mecen lentas, regulares. Tampoco me deja guardar en los cuéncavos de coral, de madréporas y de cardúmen, mis tesoros de fantasía. Y en su resaca me abandona entre algas malolientes y pedruscos extraviados.
Voy acercándome a la orilla del mar para poder comprobar si estas sensaciones son sólo mías, o también son de los otros. Me acomodo en los huecos de la barranca donde anidan los loros. Sus chillidos y picotazos me acechan. Ellos me ven, aunque los veraneantes que se azotan al sol, no. Mi globo rojo peligra su estabilidad por el acoso de los loros. Vienen a mí las voces dispersas.
-Hay viento de tierra desde el oeste -las olas se entrechocan finalmente y rompen en la arena.
-¡Mirá aquella! ¿Cómo se anima a usar esa bikini?
-Este verano se dieron bien las endivias y las acelgas... también los damascos.
-La ruta está peligros: falta señalización y reparación urgente.
-Allá veo al gobernador y sus acólitos. Parece que están planeando desde Nación, anular los pasaportes vigentes.
-¡Se me escapó la pelota, buscala, papá!
-Los fondos para pasivos...-el ruido que hacen los loros no me deja escuchar.
-Los bañeros están de paro, por eso no izaron la bandera roja. El mar empieza a picarse.
-¡Encontré un cangrejo! Metelo en el castillo... ¡Uy! Se derrumbó.
-Pasame el bloqueador por la espalda, que estoy quedando como camarón.
Porque soy solidaria, voy acercándome a la pelota de colores que cada vez se aleja más. Me propongo buscarla. En cada brazada siempre queda la misma distancia, apenas un metro, y no puedo. Otra brazada y el viento la empuja a ras del agua. Si no calma, aparecerá en las costas de Africa. ¡Y no puedo!
El cielo se ha puesto negro. Ola verde. Ola azul. Ahora se tornas grises y plomizas de cólera. Los veraneantes recogen reposeras, baldes plásticos, palitas, lonas, toallas, bolsos, los equipos de mate, y abandonan a toda prisa la playa. Las gaviotas se hacen un festín con los restos de comida que dejan. Una sombrilla, a trompicones y volteretas, cae al mar. Las hojas del diario del domingo se dispersan volando a ras del agua.
Hay rumor de graznidos de aves marinas. Cormoranes y gaviotines van surcando las olas, desafiando el bramido del mar. Van al encuentro de los hombres de mar, y de su pesca. Y los pescadores lo saben. Algo distinto está por suceder.
Una ola antojadiza cruza frente al navío. Los pequeños peces y cornalitos hoy no suben a la red. La sucia espuma fosforescente se adhiere a la popa. La fuerza de los brazos compiten con la red empeñada en resistir. Lo huelen en el aire y en ell viento recio que les pega en las caras curtidas y les sopla ese olor a resaca de obas destruidas y de corales desprendidos.
Ahora, como una carcajada sarcástica, el mar sacude a las barcas, para humillarlas en su pequeñez, entre el flujo y el reflujo de ansiedad, en el vértigo de las marejadas sin tiempo y en el alboroto de las aves que huyen en escándalo de alas y chillidos.
Mar adentro se ven las barcas de pescadores que navegan de lado, de popa, de proa, en un torrente que se empina, se dilata y las crestas se rizan como la crin de un caballo al galope, hierven y fluctúan como el fuego.
Desde un mástil que aún se mantiene erguido alcanzo a escuchar órdenes, quejas, lamentos.
-¡Salvémonos! -el movimiento de la entraña hirviente arrecia.
-Si perdemos la carga escasa, no importa. Al menos, lleguemos a la costa.
-Es un castigo divino -remolino de despojos fugitivos.
-No de Dios. Es la furia de los pescadores en paro, porque nosotros no adherimos. En el puerto habrá violencia, después.
El espectáculo es un girar de tablas, de peces ahogados, de matas y de algas, brincando y sumergiéndose en el tumulto oscuro, sin retrocesos, hasta que las barcas embican una tras otra, en la playa, entre los restos flotantes, como el mar hubiera vomitado su excrecencia en su paroxismo final.

viernes, 16 de noviembre de 2012

Éstas no son sólo sensaciones

Ustedes imaginan una meseta árida, cuarteada, reseca, llena de grietas, rescoldos, humaredas, osamentas y cenizas, donde los esqueletos deambulan sin un norte, llevando un espino entre las falanges. Así se va transformando todo aquello, la vida que era antes.
Como testigo, y desde lo alto, veo pasar la vida, amarrada a mi globo rojo. La primera historia podría ser breve como un micro-relato, pero procuraré internarme en los vericuetos de la mente de los protagonistas, para entenderlos en su pesar.
Ella es etérea y suave como si fuera de terciopelo crudo, es también soñadora como una pompa de jabón que vuela destellando al sol, hasta que estalla unos metros más allá. Él , el que la lleva de la mano en la subida, la complementa, porque es de esas personas que saben muy bien dónde pisan y adónde van, luego de haber sopesado las ventajas y las dificultades, antes de tomar un rumbo.
No es precisamente un romántico, pero esta nochecita accedió sin más, a los deseos de ella. La luna aparecerá sobre el lago y será grande y roja, como si estuvieran viendo una tajada de corazón de una sandía con todas sus semillas, dulce y sabrosa.
El sol va escondiéndose tras los cerros hacia el oeste. Las audaces sombras, como fantasmas, van oscureciendo el sendero que transitan. Detrás de los arbustos ya se disponen al reposo las liebres y las alimañas. Se oyen los suspiros del bosque, cuando el follaje se mece con la brisa. El chistido de un búho se divierte desde la rama de un tronco seco, al observar los ojos de miedo de ella y los cabellos rubios, que flotan asomando debajo de la gorra de lana.
Ellos están absortos al ascender las estribaciones del cerro. Desde los matorrales saltan dos figuras oscuras y encapuchadas que los sorprenden.
-¡Dame el celular, guacha! Y no te retobes- De un manotazo le quita el móvil y le desgarra la manga de la campera. La empuja de espaldas, le quita con violencia los pantalones, el calzado, la bombacha, y la dignidad. La sacude por breves instantes, hasta que logra descargar su lujuria, y carga después el botín.
-¿Y vos, tarado, largá la billetera y las llaves del auto! -El otro lo amenaza con una navaja en una mano y le retuerce un brazo con la otra. El muchacho puede ver cómo la chica se defiende, grita y patalea, mientras el agresor la golpea en las mejillas, en las nalgas y en el pecho. Él no puede gritar ni zafarse: está inmovilizado, recibe una fuerte patada en el estómago. 
La luna roja ya ha salido, cuando los dos muchachos se escapan en la espesura.
Podría haber sido un graffitti, de esos que vemos en los paredones: "Quise ver la luna llena y me asaltaron. Esto no es sólo una sensación".

La segunda historia podría llamarse: "Una de piratas"
-Está presa por abandono de persona -afirmó el juez subrogante.
-Su bebé murió por inanición. La madre no fue capaz de tratar la desnutrición de sus nueve hijos, de padre desconocido -completó.
-El Estado se acordó de la ciudadana únicamente cuando decidió aplicar la justicia -dijo el abogado defensor.
-La mujer no cumplió con sus derechos de madre -acotó el fiscal.
-¿Cuál es la condena? -preguntó el movilero.
-Dieciocho años -contestó el carcelero.
-Señora, ¿Qué sabe usted de sus otros hijos?
-No sé, no los vi más. No me acuerdo cuánto hace que estoy aquí, ni cuánto falta para salir -contestó la rea.
Enganché mi globo rojo en la rama del aromo que cubre, casi con vergüenza, la tumba del angelito. La madre había arañado la tierra estéril con sus manos, con sus uñas y con sus lágrimas había ablandado esa costra dura, que se negaba a recibirlo a la vera del camino, esa tarde nefasta cuando se le murió en sus brazos.
-No llores, falta poco, casi veo el edificio del hospital. Ahí te van a ayudar -le había dicho a su criatura, pero no le alcanzó ni el tiempo, ni la distancia, ni la desolación.
En la pantalla de televisión, una placa denuncia la trayectoria de los miembros que componen el Poder Judicial del territorio. Una provincia olvidada en los remolinos del viento seco y la tierra cuarteada y devastada.
-Dra. Eduviges Dávila Luna de Ramos, presidente del Poder Judicial, cuñada de la esposa del ex-gobernador.
-Dr. Cátulo Abel Tuñón Ervitti, profesor de una universidad privada donde estudian los hijos del empresario, a cargo de las obras viales que construye la provincia, con fondos de Nación.
-Dra. Julia Ester Olmos Carrión, amiga de la madre del Ministro de Relaciones Públicas de la provincia.
-Dr. Ramón de las Mercedes Argüello, egresado hace dos años de la facultad de abogacía, y novio de la hija del actual gobernador.
-Los otros dos jueces, los doctores Oviedo, Manuel y Catalán del Barco, Aníbal, perduran en los estrados no oficialistas y provienen del período gubernamental anterior.

La tercera historia que más temprano vi, podría ser un informe policial que finalizaría más o menos así: "...por el secreto del sumario no es posible suministrar mayor información, porque aún estamos tras la pista de los delincuentes"
La viuda transitaba por los caminos internos del cementerio muy lentamente, como lentas eran las lágrimas que caían y le velaban la vista. En el asiento del acompañante, su cartera ajada y maltrecha, un ramo de violetas perfumadas y otro de tulipanes mojados por el rocío.
Las nubes comenzaban a chisporrotear flamas naranjas entre los mausoleos monumentales; un trueno amenazante se descargaba por la avenida de enhiestos pinos y tumbas sin nombre. Una mandrágora y un sicomoro gritaban cuando el viento se violentaba; las flores resecas y los papeles se estampaban contra las estatuas de los ángeles tumefactos y los semblantes atrapados en los porta-retratos de los nichos.
Se secó la cara y respiró profundo. Retiró los dos ramos y se encaminó hacia la tumba del difunto. Las flores que había llevado la vez anterior, ya estaban marchitas y habían sido arrancadas por el ventarrón. Sólo debió cambiar el agua del jarrón que olía a podrido y se dirigió hacia la canilla que goteaba, a pocos pasos. Estaba limpiando con su pañuelo húmedo la placa de bronce, cuando alcanzó a oir el ruido de su coche que arrancaba, dejándola en la más completa soledad, en la infinita ciudad de los muertos.

 

viernes, 12 de octubre de 2012

Desde mi globo rojo.

Imagino un cyber-espacio entre planetas y ordenadores, en donde voy volando sujeta a un globo rojo, ése que nunca se pincha ni explota, para conocer lugares ignotos, para perseguir resquicios de ternura, para reconocer personajes desprovistos del ropaje de los mitos y los estereotipos.
La ventaja de planear, como los cóndores, consiste en llegar hasta donde el viento, las tempestades o la brisa me lleven. Sé que en algunos casos, dando un envión, como si timoreara un velero, o doblando las rodillas, como si me hamacara en un gran columpio, puedo torcer el rumbo y dirigirlo hacia donde más me plazca.
En tiempos tormentosos, a veces, el vuelo se hace más difícil. Una vez un ventarrón feroz me estrelló contra un árbol frondoso, que me acogió entre sus ramas, hasta ver la calma y continuar mecida por la brisa de un cielo azul.
Puedo imprimir, también, una especie de estrategia de desinflado para poder llegar más cerca hacia donde pueda ver y escuchar, porque soy muy curiosa. Todo me causa asombro y admiración.
La chica camina con premura por el atajo de piedritas. Sabe que el trayecto hacia la casa de su tía es abigarrado, por haber varios senderos que se bifurcan. Como Gretel, había dejado miguitas para no perderse, pero los pajarillos ya las habían devorado. Se detiene para pensar, porque luego de la visita debe ir a la escuela. Aurora es maestra de una escuela rural y no desea llegar tarde.
Un tropiezo se avecina; se enreda un alambre retorcido y oxidado en la cartera con los útiles. Quiere desprenderlo, eso intenta, y no puede. En el silencio del bosque sólo se escucha el toc-toc de un pájaro carpintero que, con seguridad, está picoteando el tronco podrido de un árbol añejo.
Levanta la vista de la maraña de alambres que se resiste, y lo ve. Junto a un abeto casi reseco está el muchacho que admira y que ha visto en su computadora y por televisión. Es el actor de ojos verdes que la traspasa de ternura; se le acerca y sin decir ¡agua va!, la besa con pasión. Ella puede tocar sus hombros fuertes y después palpar su columna saliente, cada vértebra, cada porción de músculos que se contraen y expanden al ritmo de su respiración.
Abre los ojos que antes se habían cerrado, mientras su boca frutada se abría para recibirlo, y entonces... ya está esfumándose. Su boca va hundiéndose en un pozo oscuro por donde van a caer, uno tras otro, la nariz perfecta, sus ojos sombreados de pestañas profusas, sus cabellos rubios y lacios, y finalmente, todo su cuerpo apolíneo se derrumba.
Aurora despierta de esa ensoñación, que como una pesadilla la sacude y escucha por el camino de las migas, las voces de los niños.
-¡Seño! ¿Qué pasó? ¿Hoy no nos va a enseñar los astros y los números? -pregunta Anita, dejando ver su sonrisa de huecos desdentados.
-No se olvide que ya traje el satélite que cayó en mi casa. Lo puse en el lomo de mi caballo, y llegó sano a la escuela. ¡Vamos! A ver, desenredemos esto. ¡Apuren! -requirió Alfonso.

sábado, 29 de septiembre de 2012

Sin alusiones personales

Tal vez imaginas un pozo tétrico y hondo de aguas negras, de ladrillos resbalosos, con musgo palpitante. Es un lugar que te oprime las costillas y te sofoca la garganta. El grito no sale, porque ya es un hábito obsoleto y anacrónico; ya nadie escucha, ni osa intentar un pedido de ayuda. De tanto sufrir, el ahogo te empuja hacia los rincones más oscuros del hospicio, donde ahora habitas, con la mirada absorta y retienes y tragas toda la arena del desierto, hasta el último gramo.
O quizás seas aquel juez que conocí, quien de niño se escondía en el sótana, o en el hueco de la escalera para sacarse los mocos, sin que lo vean. Y se sumía en el más ominoso silencio de humedad y del llanto de ausencias, mientras la carcoma devoraba la madera con fruición y avaricia.
No tienes nombre. Puedes ser hombre, mujer, niño, anciano, y puedes ser cualquiera de nosotros, acaso yo misma.
Por enésima vez soñaste con la persistencia de lo recurrente; esta vez las interrupciones, los vaivenes y las imágenes aumentaban su volumen y te sentías ¡tan pequeño!, como si un monstruo gigante estuviera por aplastarte.
Veías al minero. Él no subió a la superficie, como todos los días, esa atmósfera reseca, caliza y salobre. Era el último turno para acabar la jornada. Aunque el sudor y el cansancio ya lo cegaban, él seguía paciente con fárrago de su piqueta y su martillo, para extraer de las entrañas de la tierra, esa veta de cristales de roca que fulguraba en los socavones.
Se detuvo para desentumecer los músculos y para secarse la cara y el cuello. Fue en ese momento, cuando escuchó el estruendo allá arriba. No tuvo tiempo de colocarse bajo el soportal de la galería. Todo fue polvareda y piedras derrumbadas, hasta tapar la salida.
Entonces, la dimensión de tu sueño y el ruidazal se agigantó, como para que tu memoria fije estas imágenes y así puedas recuperarlas cuando despiertes.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Un ingrediente insustituíble, la pasión.

En el taller sobre la década del '60, nos encomendaron una tarea, para entregar a la semana siguiente. Son tantos los recuerdos , que un día no alcanza, por lo que me remitiré a relatar destellos del secundario, para ser consecuente con las transgresiones que me caracterizaban como alumna por aquellos años. No tanto, hoy en esta etapa de pasada la 1º década del 2000.
Durante mucho tiempo tuve que soportar undiente partido, desde que me rompí uno durante una disputa de Pelota al cesto. Yo era ataque y la defensa del equipo contrario, que era bastante gorda yforzuda, me planchó sobre las baldosas de la cancha. Por esta razón, al reírme, por años, me tapé la boca, y para sustituír los labios cerrados, sonreía con los ojos, porque esa rajadura era un manchón oscuro, sucio y sin gracia.
Por la mañana, Educación Física, 1º y 2º de mujeres. Apareció sorpresivamente, un inspector de esa asignatura, un sujeto muy viejo, achacoso y a punto de jubilarse, supuse. Nos pidió que hiciéramos un ejercicio, pero en vez de hacerlo él, como ejemplo, iba explicando con una tiza sobre el piso. Calculo que sufriría de lumbago, o escoliosis, o reumatismo. Ahora lo pienso así. Mirá a Mabel y nos tentamos. Miramos a Alicia, a Raquel y a Mariana, y explotamos ahogando las carcajadas con una mano extendida sobre las bocas, mientras las lágrimas de risa y picardía, saltaban sin contenerse más. Por la tarde, el Director, Dr. Lanza, que nos lanzaba dardos desde sus ojos negros y penetrantes, nos dio un buen sermón. No nos puso amonestaciones, porque dos éramos de 1º y sólo nos hizo un severo llamado de atención. Habló sobre la moral y las buenas costumbres y sobre lo detestable de la insolencia y la falta de respeto a los mayores.
En la 1º hora de Matemática, una profesora joven se presentó. Marta Pico, y próximamente, de Fiume, dijo. Y yo, desde la fila de atrás, con total desparpajo y simulando toda la inocencia de una ingresante, indagué. ¿Pico largo o pico corto? Esa intervención nefasta me costó rendir año a año es materia, en diciembre, y otras veces, en marzo, directo.
En la 2º hora, apareció la de Historia, que también daba Geografía. Era una solterona malhumorada, que se limitaba a indicar la lección para la próxima clase: Etapa de los Habsburgos, páginas 33 a 50, del libro de Ibáñez. Solía usar unos anteojos ahumados. Boletín en mano, se presentaba taconeando fuerte, e inmediatamente colocaba su dedo índice derecho sobre los listados para llamar a "dar lección". Igualmente, nosotros sabíamos que éramos observados con malicia, hasta descubrir en nuestros rostros, la imagen de pichones asustados. En Geografía, una vez cayó sobre mi nombre ese dedo acusador. Hidrografía de Asia. Sobre un mapa mudo, había que dibujar el recorrido de los ríos de la China (amarillo, azul) Yo no había estudiado, porque me negaba a memorizar los nombres en mandarín y me parecía una tontería lo del mapa pizarra. Siéntese. Un dos, me dijo muy cortante, la señora. La próxima clase, Orografía de Asia. Estaba tan enojada, que tampoco estudié. Sería una gran casualidad que el dedo cayera otra vez sobre mi nombre, pensé. ¡Qué ilusa! Pero me equivoqué en mis predicciones. Escuché mi nombre y tuve que pasar. Utilicé el recurso de mi memoria visual, y dibujé con gran habilidad y primor, con la lengua asomando por un costado, un cuadrado cubierto de líneas horizontales y verticales en el centro mismo de ese gran país. Era el nudo de Pamir, y lo dije, pero se me hizo una laguna y no recordé las cadenas montañosas que de allí partían. Un uno, Castiglione. Lo que más me rebelaba era que lo hacía con sorna victoriosa.
Mi amiga Gloria era buena en inglés, y yo, buena en Castellano. Por esas cosas de la amistad y la solidaridad, nos vestíamos igual, los peinados de raya al costado y el flequillo sostenido con una hebilla plateada, la postura corporal, la estatura y la audacia, todo nos había mimetizado. Así que cuando la de Castellano llamaba a Colomba (el apellido de Gloria), pasaba yo al frente y resolvía el análisis sintáctico del pizarrón con total perfección. Así mismo, en Inglés, cuando me llamaban, pasaba Colomba y respondía el cuestionario también correctamente. Todavía no sé, si la de Lengua y la de Inglés eran distraídas, o se confundían porque nuestros apellidos comenzaban con C, o definitivamente, eran bobas. No sé.
Lo que no me gustaba era Caligrafía. Redondilla, letra inglesa y bastardilla con tinta azul y plumín. Tampoco me gustaba Contabilidad. Pero en eso teníamos suerte las chicas, porque al final de cada bimestre, nos sentábamos en 1º fila y lo mareábamos al contador libidinoso, al cruzar y descruzar las piernas que mostrábamos debajo de los guardapolvos bastante cortos, por cierto. Resultado: sólo los varones iban a examen.
Tampoco me gustaba Química y Merceología, pero el profesor se hacía el distraído, mientras leía el diario y nosotros debíamos hacer los ejercicios. No usábamos tabla periódica  y había que memorizar valencias y signos, cosa que detestaba. Sí me acuerdo del jabón que hicimos en el laboratorio. Lo rememoro, porque mi creación científica fue guardada en el cajón de las bombachas. Le había puesto tanto colorante y perfume que, cuando el jabón hecho con grasa fue exudando lentamente sus jugos, mis prendas íntimas quedaron pringosas y manchadas. Un día el flaco Barber de ojos verdes y moreno, que nos tenía a todas muy enamoradas, faltó. Todos los profesores estaban asustados. Se notaba y no sabíamos qué pasaba. Después supimos que, como era montonero, estudiante de la facultad de Ingeniería Química, lo habían matado.
Higiene y Puericultura me caía bien, más aún, porque la profesora era una gorda muy simpática, que sufriá de Bocio. Cuando nos explicó el sistema endócrino, ella confesó algo que me pareció un tanto provocativo. Hay tres cosas que dan sumo placer: hacer el amor, comer y defecar, dijo. Sin embargo, cuando propuso organizar una clase especial de Educación Sexual para los de 4º, me anoté sin dudar, junto con un compañero que hoy es un médico prestigioso. Estábamos en 5º y nos sentíamos con derecho a explayarnos ante los menores. Sobre una cartulina dibujamos el aparato reproductor masculino y unos cuantos espermatozoides que flotaban sin norte. Sobre el aparato femenino me tocó explicar el método de anticoncepción Oggino Knous. Los términos científicos se sucedían en nuestra exposición, aunque ni Julio ni yo, habíamos tenido experiencia sexual alguna, más allá de sentir el alboroto de las hormonas, especialmente cuando comenzaba la primavera. Los aplausos de nuestro público alimentaron nuestro ego y nos señalaron después como líderes y consejeros en las cuestiones del amor. Atendíamos en los recreos, como consultorio sentimental. Quien podía dar cátedra era la flaca, que ya tenía novio. El pañuelito rojo envolvía su cuello, aún en las tardes calurosas de noviembre, para disimular los cardenales que, como impronta, le quedaban, luego de fogosas sesiones. No podíamos saber si ella ya le había dado "la prueba de amor" a su novio, que tenía como dos años más que ella.
Me empezaba a atraer la literatura, así que cuando la profesora suplente nos propuso lectura de obras latinoamericanas después de clase, acepté sin dudarlo, junto con unos cuantos más. Así empecé a soñar y a diagramar mi futuro. Los buenos maestros siempre dejan una huella en sus alumnos. El ingrediente insustituíble es la pasión. Así lo aprendí y lo pude practicar durante mi carrera docente.


sábado, 22 de septiembre de 2012

Con-jugando verbo, pronombres e ilusiones

Yo imagino el mar, casi como un espacio inconmensurable que me impide ejercer la libertad. En su vaivén me desmadeja y las hilachas de anémona y sirena se mecen lentas, regulares. Tampoco me deja guardar en los cuéncavos de coral, de madréporas y de cardumen, mis tesoros de fantasía. Y en su resaca me abandona entre algas malolientes y pedruscos extraviados.

Vos imaginás un pozo tétrico y hondo de aguas negras, de ladrillos resbalosos de musgo palpitante; es un lugar que te oprime las costillas y te sofoca la garganta. De tanto sufrir, te empuja hacia el hospicio, donde ahora habitas con la mirada absorta y retienes o tragas toda la arena del desierto.

Él imagina un cyber-espacio entre planetas y ordenadores, en donde va volando, sujeto a un globo rojo, ése que nunca se pincha ni explota, para conocer lugares ignotos, para perseguir resquicios de ternura, para reconocer personajes desprovistos del ropaje de los mitos y los estereotipos.

Nosotros imaginamos un cielo tachonado de mariposas moteadas de negro, rojo y amarillo, amplio, como el horizonte liso, allá lejos, que nunca será interrumpido ni por montañas, murallas, paredones, volcanes, ni por guerras, nubarrones, ni homicidios.

Ustedes imaginan una meseta árida, cuarteada, reseca, llena de grietas, rescoldos, humaredas, osamentas y cenizas, donde los esqueletos deambulan sin norte, llevando un espino entre las falanges. Así se va transformando todo aquello, la vida que era antes.

Ellos imaginan un sitio de ilusión, donde la utopía de la paz nos sonría en los rostros fulgurantes de miradas tiernas. De las manos que se entrelazan, parte una caravana de seres en perfecta armonía, que avanzan por un sendero de luces y aguas cristalinas y calmas, que el sol bruñe.


domingo, 26 de agosto de 2012

Recetas de amor

Ingredientes necesarios: una pizca de picardía, media cucharadita de inteligencia, una cucharada gorda de humor, una dosis de poesía, una tableta de dulzura, un pellizco de celos y cuatro gotas de ternura. 

Procedimiento: aplicar el primer ingrediente en los ojos para dulcificar la mirada, agregar el segundo en pequeñas cuotas, alternando con el tercero, sin escatimar ni abusar en ramplonerías. Se distenderán los labios en una sonrisa tímida, luego la boca mostrará un ¡Oh! de asombro y admiración, y finalmente, surgirán, a borbotones, las carcajadas plenas, de ésas que hacen saltar hasta las lágrimas.

Recomendaciones: no excederse en las cantidades. En poco tiempo podrá advertirse otro fulgor en la mirada; la piel se pondrá tersa y los poros estarán abiertos a nuevas y renovadas experiencias. Usted notará que en un breve lapso irá esfumándose de la comisura de los labios, ese rictus amargo tan persistente, y hasta las patas de gallo y las arrugas del entrecejo. Un rubor coloreará sus mejillas cada vez que se utilicen estos elementos.

Mezclar con movimientos suaves de derecha a izquierda, siempre en dirección de las agujas del reloj, para que no se corte el embrujo. Adobar la carne, dejar al sereno en una noche de cielo estrellado y luna llena, aplicando los cuatro últimos condimentos en orden indistinto. Como consecuencia, usted notará, al día siguiente, que la carne estará a punto, más humectada y comenzará a segregar sus propios jugos, lo que podrá emplearse como fondo de cocción. Es el momento de cocinar a fuego lento, a puro besos y caricias surtidas, que con sus chispas enciendan el magnetismo, hasta la ebriedad. Se aconseja ya a esta altura, desatender las recomendaciones en cuanto a trayectoria, sentido y ritmo. Todo será puro instinto de los dictados del corazón. Según el tiempo que estime corresponder, se elevará la temperatura del fuego y ahí sí, salvajemente, se habrá cocinado.

Nota del chef: No olvidar la alternancia de diferentes recetas incluidas en este recetario, para evitar la cáscara dura de la rutina y el anquilosamiento paralizante. Si es así, podrán verse cuerpos esbeltos, posturas erectas, hasta rayanas en la altanería y mentes abiertas siempre dispuestas a próximos desafíos y nuevas metas.

"Recetas de la abuela Margarita"

Edición de oro, número mil.

domingo, 12 de agosto de 2012

Llorando se fue.

Ese ámbito era muy diferente al que había visto una vez en un ignoto pueblo petrolero. Un amigo me había llevado a conocer el cabaret más importante y a ver el espectáculo central que presentaba una brasilera. En esa ocasión, ella nos invitó a subir al escenario y bailamos con ella una lambada: "Chorando si foi". Fue una payasada que el público aplaudió.
Con la mirada recorrí palmo a palmo ese antro pernicioso, en subsuelo de un bar. Algunos parecían personajes carnavalescos, otros eran patéticos en su disfraz anacrónico de amaleo pendenciero o arrabalares de bajos fondos; allá, de lejos se reconocía a un travesti escandaloso, que reía a carcajadas estruendosas entre un grupo de mujerzuelas.
A mi lado, en la barra, una meretriz bebía de su copa. Yo sábía que tomaba té frío "on the rocks" en un vaso de whisky. Al otro lado, Aeturo ya había tomado varias ginebras y comenzaba a entristecerse. La mujer me tomó de las manos y empezó a contarme su letanía, un repertorio bien estudiado, supuse.
Había accedido a concurrir a ese lugar, porque él me había convencido; allí podría descubrir escenas y personajes que me serviría para mis relatos. Me auto-engañé. Hasta había llevado mi libreta de apuntes. No fue necesario usarla, porque todo era por demás elocuente. Yo sabía que mi amigo buscaba una excusa, como siempre, para emborracharse y no sentir tanta culpa al día siguiente, si podía acordarse de algún detalle.
-Sabés, niña... -El aspecto era de compungido melodrama -ahora estoy vieja, pero yo no quería entrar en este ambiente. Me obligaron cuando teía nada más que catorce años.
-¿Quién? -requerí para animarla a continuar, aunque sabía de antemano que el cuento iba a ser similar a tantos que ya había escuchado. "Yo no quería hacer esta vida", "Ahora ya no puedo recomponerme, no sé hacer nada..."
-Allá en el monte formoseño, donde nací, apareció un señor bien trajeado, se notba que era de la ciudad, y todo engominado, que terminó sacándome del rancho.
-¿Un cafisho?
-Dijo que como era blanca, serviría.
-¡Ah1 Trata de blancas -Arturo quiso decir algo, pero su lengua pastosa sólo dejaba salir sonidos guturales incomprensibles. Por su sonrisa maliciosa, algo pudo entender.
-¡Claro! Era la más blanca de todos mis hermanos, y mi mamá decía: "Ésta me salió blanquita... no vayas al sol, que te vas a quemar" -La mujer se hacía llamar Daisy. Ése era su nombre de batalla, porque siempre iba a la guerra, pensé. Con los ojos maquillados con abuso y premeditación, hacía fuerzas para sostener las pestañas postizas y para no dejar caer ni una lágrima. También sabía que ellas nunca lloran, salvo cuando están borrachas. Y Daisy no estaba bebiendo whisky. La madama gorda, desde su mostrador, como un púlpito, miraba con desconfianza. Se me ocurrió que podría llamarse Madame Roxette.
-¿Cómo te llamás? -la interrumpí.
-Mi verdadero nombre es Enriqueta Benítez -Su rostro era pálido. No sé si por el maquillaje que no alcanzaba a cubrir las manchas que dan los años, o por la luz mortecina, o por esa vida activa de quehaceres nocturnos. Sus ojos achinados, renegridos, los pómulos altos y la boca de labrios gruesos, remarcados con carmín, me hicieron acordar a las imágenes de las indias que una artista de la fotografía había editado para un calendario. Creo que era Gaby Epstein.
-...el tipo ése dejó sobre la mesa unos billetes roñosos y me arrastró de las mechas. Ni siquiera pude mirar por última vez a mi vieja, que lloraba a moco tendido, y chillaba. -¡Servime uno de verdad, Moncho! -le ordenó al barman -y otro para la señorita. 
-No, sólo una gaseosa, por favor -pedí.
-¡Qué linda que sos, guacha! ¡Y qué fuerte que está tu novio, miralo! -Lo miré y pude sospechar lascivia en su mirada, cuando se levantó tambaleando hacia el toilette.
-Bueno -continuó bebiendo a sorbos pequeños -No es momento para malos recuerdos. ¡Hay que despabilarse, nena!
-Te escucho atentamente. A vos te sirve para desahogarte -aunque sabía que todo eso iba a traer cola. Una mala espina se me había atragantado en la garganta. Unos políticos y sindicalistas, reconocidos en la ciudad, me observaban y se reían. Estaban apostando, tal vez.
-Y no, piba. Esos pensamientos, esos recuerdos me llenan de zozobra y me martirizan. Mejor vamos a divertirnos un poco. Estiró una mano enjoyada de baratijas, me rozó una mejilla y fue deslizándola despacio hasta el hombro que tenía descubierto. Una mezcla de asombro y repugnancia me erizó la piel. Más bien sentía que una caparazón de cocodrilo me crecía por todo el cuerpo, hasta trastornarme.
-¿Qué está pasando acá? ¿Y a vos, qué bicho te picó? -Arturo estaba envalentonándose. Ya conocía esas señales -Tengo una idea, chiruzas, vámonos los tres a una catrera grande que hay por allá.
-¡Ah! ¿Una mènages à trois"? -Entre la exclamación y la pregunta, Daisy se alisó el vestido malva de lamé, que se le había enrollado en la cintura gruesa, y se preparó para la acción.
Entonces, pegué un salto del taburete, le dí un empujón a Arturo, ¡Qué mierda te pasa!, me gritó y salí corriendo escaleras arriba para tomar el aire fresco de la noche. Me subí al primer taxi de la parada de la esquina y partí. En el fondo de mi cartera tanteé la libreta de apuntes y mi billetera. Unas lágrimas turbias pretendían limpiar las imágenes de ese tugurio sórdido. Recordé la letra de la lambada.
En la otra cuadra, dos grupos de muchachos se peleaban a patadas y con cadenas. Eso era más que una gresca. Di vuelta la cara para no ver más. Por esa noche, había suficiente material de escritura.

sábado, 4 de agosto de 2012

Mi primer "hijo literario"

Se editó "Mundosilvia" de Lilián Costamagna por Editorial Portilla Foundation.
Podrán verlo en Amazon.com y la semana próxima en Amazon.es (en castellano). Con sólo poner mi nombre, aparecerá. Podrán adquirirlo y difundir, si les gusta. Quisiera recibir sus comentarios.
            

Mi primer "hijo literario"

jueves, 5 de julio de 2012

Hasta me había cogido cariño.

En la barra de madera lustrada y lisa (tantos parroquianos se habían acodado ahí para matar las penas), un gitano en una punta, y un compadrito en la otra. El primero mira al otro y luego de apurar la copa, se acerca con paso lento y dubitativo. Antes, se asegura que el varón recio y engominado no lo vaya a rechazar también. No está dispuesto a aceptar otro nuevo fracaso. Los tengo vistos a estos especímenes.
El boliche ya está quedándose solo; los mozos van subiendo las sillas sobre las mesas cuadradas, no sin antes repasar con la rejilla húmeda, las manchas de café o de copas. Se han retirado ya las mujeres y esos sub-hombres de mala muerte, que suelen concurrir al bar; han cerrado la puerta de entrada y ya comienzan a barrer todo el salón.
-Te vi y no más pensar. No te lo vas a creer. Este chulo ha recibido un mogollón, igualito al mío.
-Tenés razón, pibe, y no me voy a cabrear. Siempre hay un roto para un descosido. Si se te ve en la jeta, nomás -Se alisa las crenchas, lo mira desafiante y vacía la ginebra de un solo trago. -¡Eh, José! -llama mi atención y señala con el dedo el vaso vacío, para que lo vuelva a llenar.
-De momento, que estoy pa' chascos nomás, te voy a decir que soy un tontaina y un gillipollas, y que se me suelta la lengua cada vez que tomo un par de copas -el último ajenjo ha dejado en el vaso un jugo verde como la hiel.
-Metele nomás, purrete, que ya te juné de entrada. Desembuchá -prende otro faso con el pucho todavía humeante, que casi rebalsa del cenicero de vidrio cachado. Otro de chapa de la marca de un fernet, se enfría también repleto.
-¡Fíjate que si ha llovido...! que mucha agua ha corrido debajo del puente, que ni hoy que es viernes me he ido de putas. Esta última bronca con la Lola me ha dejao así - se señala las tristes pilchas, el "funyi" entre las manos, arrugado y maltrecho -que hasta me duele la tripa, te digo.
- Si no es la tripa, será el bobo, porque pa' esto del amor... creo que es una pena de amor, es ahí adonde se te hace un "struncio". Seguro que es un berretín. Ya va a pasar, porque a las minas les gusta hacernos "estrolar" y después disfrutar de sólo vernos, como piltrafas, como zaparrastrosos. Asi estoy yo, pero ahora no te voy a contar.
-Estoy fatal. Es que las tías son de la hostia. ¡Joder! -para darse ánimo pide otra copa.Y yo, que la veía venir, ya estoy presto con el porrón de ginebra, atrás del mostrador.
-Vivíamos en un bulín hace como dos años. Bueno, pues, ya te digo, y estábamos de puta madre los dos, porque fijate, hasta me había cogido cariño y yo me había propuesto vivir con ella hasta los restos. Pero ahora, ¿qué tía va a enrollarse conmigo, así como me ves?
-Algo así me pasó con la Fany -un gordo lagrimón comienza a caer por la cara lampiña y cae en un periquete. Da un puñetazo brutal, hasta hacer tintinear el botillerío expuesto en la estantería. Y eso lo digo yo, que me dieron ganas de asestarle un mamporro, hasta dejarlo muermoso, pero no. Un cantinero tiene que atender bien a sus clientes, y tenerles la vela.
-Hay mucho chulo de vida estrecha, mucho bocazas, mucho cabrón suelto, y le fueron con el cuento. Que yho andaba con una guarra de ésas del estriptis y que después, entre polvo y polvo... y luego,.. -entonces se calla y no me puedo contener.
-Una verdadera putada -le digo.
-Dale, viejo, convidanos con una caña. No amarroqués más, que esto se está poniendo posta. Vos sos mi gomía, no?
-Hay que tener cojones pa' aguantar. Me preocupé por lavarle la cara a la pieza cochambrosa donde vivíamos. Me pirrraba para vivir mejor. Que bocatas de gallinejas, una tortilla, unos pescaítos fritos... ¡Qué gloria bendita!  Todo me costó un huevo y parte del otro, hasta que me fui quedando sin un puto duro y anora... vamos por el culo.
-Cuando empiezan las broncas, te empezás a mosquear -agrego un bocadillo, mientras les lleno las copas.
-Hasta que la sangre llegó al río -el compadrito enfila pal ñoba. Yo sé que no va a poder embocar y me va a chorrear todo de meos, y después hay que tirar criolina pa' desinfestar.
-No, nunca llegó al río. Que dormir sola es igual que no tener nada, decía y yo la follaba despacito, y no le alcanzaba -El gitanillo tiembla y llora a moco tendido. Entonces les alcanzo dos fecas.
-¡Pues, quita de ahí! -grita - Ruina total. Yo sé que lo hizo aposta. Empezó a ponerse como bandera y a salir. Na' que no tiene palabra, ni seso, ni nada adentro, y decía que yo era un tacaño y un celoso...
-Ya sé cómo sigue la historia -el temblinque del malevo hace vibrar el aire. Aunque creo que éste es un cafiolo, porque de su dedo meñique, el que levanta para tomar el café, brilla un oropel -A mí también me pasa algo parecido. Mal de muchos, consuelo de tontos.
-De tanto cariño que le tenía, empecé a cogerle manía. ¡Hay que tener cojones!... de pura coña que es, se le olvidaron las agujetas, se convirtió en un pedazo de bruja, una arpía. QUé más te puedo decir. Todo eso ya me lo sudaba... y se enrolló con un chavalejo forrado de pasta, de esos fotógrafos que andan en las corridas de toros.
-Fin de la historia- me apuro a decir -José, llevá a estos dos hasta la puerta y ponele tranca. El olor de aserrín y kerosene va impregnando el salón. eo por la ventana que los dos van del bracete, sosteniendo sus penas por el medio de la calle mojada. Ahora se  paran a descansar junto a la farola de luz mortecina.

martes, 3 de julio de 2012

El último grano de arena.

Su cuerpo es anguloso y descarnado, casi esquelético; de sus hombros hundidos parte un cuello largo y cruzado de finas líneas y se dobla, fláccido, por la pesadez de la cabeza redonda y lampiña. En su rostro de expresión indefinida, puede adivinarse el paso de esos años, siempre iguales, simples y regulares.
Unas cejas hirsutas hacen sombra a unos ojos claros lacrimosos, que parpadean de manera constante. Una nariz curva y filosa cae vertical sobre una boca desdentada, de labios delgados, casi tapados por unos bigotes blancos profusos; una barba enmarañada y desprolija termina por redondear su semblante marchito.
De repente, su triste fisonomía entorna los ojos para dejar de lagrimear y principiar su relato. Pero de su pecho sólo sale un ruido áspero de carrasperas de fuelle quebrado, deshabituado por la imposición del silencio. Se esfuerza y chasquea una lengua rosada y fina. Con la cabeza inclinada hacia un lado, asistimos al espectáculo de una cara demudada. Pensamos, de angustia y de temor.

Del bolsillo superior de su casaca asoma un papel arrugado de bordes amarillentos. Me acuclillo, y en un atisbo de coraje, lo saco. El viejo nada dice, ni recrimina, aunque quienes lo rodeamos, le estén quitando, en ese instante, un tesoro celosamente resguardado durante un tiempo que podría ser eterno.
En la esquina superior, roto y quemado, seguramente por una colilla encendida, el papel, como un pergamino antiquísimo, no deja ver los fragmentos anteriores, y leo.

"...en ese tremendo río, que competía con el Nilo en tamaño y no en hipopótamos, él alguna vez había palpado la blanca arena, los secos excrementos del ganado, el duro pasto azotado por el viento y había sentido en la piel, los rayos del sol septentrional,  verticales, quemantes.
Ahora ya se había caído el último grano de arena de sus sandalias agujereadas; su piel se blanqueó en los humbredales de las bibliotecas escondidas y sólo perduraba su recuerdo, como un archivo de olvidados y apretados recuerdos.
Fue entonces, cuando sintió el frío de la muerte en su cuarta costilla y se encogió en su esterilla.
A la tarde de ese mismo día, decidió recorrer sus ancestros, preparó su carro de guerra, tomó su alforja y su corto puñal. Llenó la vejiga con bebida para la larga marcha de tres días a través del desierto.
Fue en ese momento que algo extraño le pasó, quedó como suspendido en el tiempo. Saltó sobre su carro y bajo las nubes, iluminado por un relámpago y acompañado por un trueno, partió".

jueves, 28 de junio de 2012

Era una aldea de montaña.

Que "veinte años no es nada -dice el tango. Yo creo que más de treinta, son muchos años, por el contrario. Ahora casi nada dice la esquina de Gallardo y Villegas, el defensor de los Parques Nacionales y el militar de la Campaña del Desierto, respectivamente.
En ese sitio del barrio Las Quintas, se erigía, como una fortaleza, la casa histórica donde vivía Noemí. Éramos compañeras de trabajo y los martes coincidíamos en cuarenta minutos libres de "el Comercial". Íbamos a su casa, que quedaba a la vuelta de la escuela, con la excusa de planificar las clases de Lengua.
Los pisos de madera crujían al pisar y despedían ese olor de ciprés lustrado tantas veces, hasta desgastarlos. Recuerdo que caminábamos sobre patines tejidos al crochet y justito frente a la cocina, una leve concavidad descubría el paso de sus moradores y de los años, e invitaba a estar ahí.
Nos recibía ese ambiente cálido de la mesa noble, junto a la cocina a leña. La pava, amable, siempre estaba lista para el mate indispensable. Para acompañar, el pan casero con mermelada de peras o el dulce de membrillo, nos reponía la energía necesaria para continuar con las clases. Esos adolescentes indómitos y ariscos, no querían saber de proposiciones subordinadas, ni de la conjugación de los verbos.
Desde las ventanas angostas y altas de visillos claros, podía verse todo el entorno. El lago, a veces ofuscado por los vientos del oeste. Los cerros, que empezaban a blanquearse, y el frío, que enmudecía el rumor de los árboles, obligaba a los caminantes a embozarse hasta las orejas, e inclinarse hacia adelante para transitar la subida, o imponerse con firmeza al viento gélido.
Sé que en la ochava, una angosta escalinata con barandas de madera, ofrecía toda la elegancia de un castillo medioeval, o un refugio de montaña entre los Alpes. Pero nosotras entrábamos por la puerta lateral, sobre calle Villegas.
No la vi más a Noemí. Esta mañana temprano la recordé y en esa evocación vi que en los años siguientes, la casa más tarde se transformó en local de feria de ropas. Era el recibidot y el living. Alguna vez fui a curiosear prendas originales, un poco deterioradas por el uso, los lavados y el paso del tiempo. Años después fue una rotisería de comidas rápidas.
"Las piquetas de los gallos cavan buscando la aurora", dice el poema de Lorca. No era eso lo que vi. La casa antigua había sido derrumbada y hoy se eleva un edificio alto que pincha con los hierros desnudos, el cielo rosado del amanecer. Las siluetas negras de los obreros, inclinadas de terquedad, desafían el avance del progreso, con tenazas, con martillos y con tesón.
Esa esquina soberbia será una empresa que arribó a la ciudad para quedarse; así lo dice el cartel del futuro emprendimiento. Aunque no instalaron semáforos, ni en la esquina siguiente, donde siempre hay accidentes, la ubicación de la compañia de seguros es la adecuada. Para ver el paisaje, o para denunciar un siniestro, habrá que subir en ascensor.

En más de treinta años, ya casi nadie se acuerda del militar, ni del político.Los viajeros le dirán al taxista: "déjeme en la esquina de Zurich". La fisonomía del pueblo se ha transformado, y no hay espacio para la nostalgia, esa gata mimosa que tantas veces me acaricia y me ronronea.

jueves, 21 de junio de 2012

Un hombre traslúcido de ropaje oscuro.

Sumergida en el barro y pisando los charcos que anegan la calle, camina y busca. ¿Qué busca? Merodea entre casuchas abigarradas en gran desconcierto, las que, sin alinearse, se apropian de las callejuelas. Cada vez más estrechos son los pasajes por donde circula; se abren nuevos hacia un lado y hacia el otro, sin hallar una salida.
Un hombre de ropaje oscuro no se ensucia, porque no pis, flota. Es casi transparente y pasa. No la ve a ella, ni distingue a los chicos que chapotean en el lodo, rodando cubiertas y empujando un carro. Ella ve, y le da miedo ver esos entes sin rostro. Son dos, que la observan desde dos pobres ventanucos de cortinas raídas, casi hilachas.
El cielo se está encapotando. Una garúa finísima cubre los techos y la ropa de la gente que pasa encorvada, casi vencida. Se elevan densas columnas del humo de la quema y de las chimeneas de chapa. Sale más humo de las paredes y de los techos y se confunde con la neblina.
Mucho frío por esos pasadizos, por donde se dejan oír alaridos lacerantes y clamores de dolor. También ella va ahora encorvada y encogida. Un jamelgo viejo sigue atado a las varas del carro del basural. Cuatro perros flacos se muerden con ferocidad y hambre. A lo lejos se oyen sirenas y bocinas. Patrulleros policiales, ambulancias, camiones de bomberos, y el pitido de un tren que parte al anochecer.
En esa cortada, el barro se hace más pesado. Se hunde en ese barro de chocolate y no quiere perseguir al hombre de negro y traslúcido. Tropieza en una piedra, se resbala y se lastima la cara. Desde el suelo, a unos metros de la esquina, ve un cuerpo caído. Lleva un gabán oscuro y ahora está cubierto de barro.

El ring ring del teléfono la despierta. Demora en saltar de la cama para atender, porque se alegra al descubrir que cayó el telón, y que está protegida en su hogar. Afuera hay caminos anchurosos y senderos despejados. No tiene tiempo de interpretar quién sería ese hombre oscuro pero transparente; ni siquiera puede relacionar ese escenario con las afueras de Rosario, donde los ocupantes de la villa sobreviven; tampoco analiza esos entes tristes sin rostro, como dos máscaras del carnaval que se terminó.
-Sra., le hablo de la clínica San Bernardo.
-Sí, la escucho.
-El médico de guardia, del área de Terapia Intensiva necesita verla con urgencia.
-¿Qué? ¿Falleció?
-No puedo darle información. Soy la telefonista.
Adriana había regresado hacía una hora a su casa, luego de oir el informe médico del paciente. Sentía como el fastidio que da la extenuación del caminar por arenas movedizas y la persistencia de la fatiga en la espalda. Sus ojos, de párpados gordos, daban cuenta de todo eso; pugnaban por cerrarse y no ver más la quietud de los semblantes cruzados de cánulas, vías, tubos, sondas, ni la sentencia de los pasillos de luz difusa, ni escuchar el silencio blanco de los sanatorios.

lunes, 18 de junio de 2012

La herencia de la tía Josefa.

Por la autopista van hacia Pamplona, Carlos y Sofía. Recién ahora, después de todos esos años, pueden viajar hacia allá. Deben asistir al sepelio de la tía Josefa. Llevan la carta que Carlos había presentado ante Migraciones para ingresar al país.
-Vente a Pamplona por la herencia -rezaba el telegrama de la prima Angeles, la edafóloga.
Sofía, que es abogada sin ejercicio, revisó un poco, antes de partir, la normativa del derecho civil y las cuestiones hereditarias. Los tíos no tuvieron hijos, pero sí varios parientes lejanos que intentaron rasguñar los restos del emprendimiento de la cría de chinchillas. Cuando murió el tío Joaquín, todo comenzó a desmoronarse en manos de abogados y contadores inescrupulosos.
-¿Qué te pasa, hombre? -Carlos va admirando por allá, un puente romano y un hilo de agua que corre lento por la llanura.
-Es que no me gustan las exequias. Ojalá lleguemos cuando todo haya pasado.
-¡Esto sí que es lindo, tío! -desde el bus Sofía va viendo pasar los campos de la provincia de Navarra y el río Ebro. A lo lejos, un pueblito y algún castillo medieval. -La vida en el centro de Madrid puede resultar agobiante ya.

-El piso éste de la tía Josefa, en el barrio de Iturrama es una muy buena propiedad, bien ubicada en la zona céntrica y por ahora vivo yo -Laura es otra prima de Carlos que estudia en la Universidad de Navarra, aunque es argentina.
Los tres se quedaron revisando la documentación y las fotos. Los funerales habían concluido. Más tarde llegaría Angeles, la prima de Madrid que también se había instalado allí con Laura. Concluyen que de las chinchillas y sus crías, poco quedaba. Los impuestos provinciales, las multas por estar la producción en zona urbana, y los honorarios profesionales, acabaron con todo.
-En síntesis, nosotros deberemos vender este piso y nos repartiremos la herencia.
-Habrá que pedir consulta inmobiliaria para la tasación, venga! -Sugirió Sofía. Carlos pensaba desde el sillón, al lado de la vitrina, que esas tres mujeres juntas pueden ser muy expeditivas para los negocios. Estaba salvado.
-Vayamos de tapas, chicas -propuso apurando el jerez -el olor a encierro, a velas y a flores, todo junto, me está mareando.

En una esquina frente a la ciudadela del casco histórico, un bandoneón dejaba escuchar los acordes de "La cumparsita". Carlos dejó unas monedas en el sombrero - ¡Por Argentina, salud!
No se conoce Pamplona si uno no circula por la ciudad vieja. Licores, botas de vino auténticas, jamones y artesanías, a cada paso.
-La plaza del castillo y el Bar de la Estafeta, miren. No podemos dejar de visitarlo.

-Lomo de cerdo a la pimienta, con vino tinto.
-Pinchos de jamón y calahorra, con cerveza.
-.Tortilla, cayos y bocata, acompañado con agua mineral sin gas..
-Jamón serrano con queso de cabra, más vino
-A sus órdenes, señores -el mozo se alejó, mientras llegó un personaje típicamente navarro. Blancos los pantalones y la camisa, pañuelo colorado y boina.
-Uds. sois forasteros, los distingo. Les hablaré, por tanto, de los "sanfermines" por esta misma calle... la de la Estafeta -cada vez resultaba más difícil comprender lo que decía, porque el vasco tomaba más de lo que comía. Se le enredaban las palabras -A las 12 del mediodía en punto de cada 6 de julio, suenan las sirenas y comienza "el chupinazo" -Se detuvo y cantó una Jota para los parroquianos acodados en el mostrador y prosiguió - Después largan a los toros desde el fondo de la calle... -no habló más por un momento, ni de la cuesta de Santo Domingo, ni de la encerrona, ni de la tomatina, porque una melancolía de beodo lo acosaba.
Afuera, un fuerte chubasco. Adentro, los vidrios se empañaban de humo, de alcohol y de vapores.
-Regresemos, mis mujeres.
-¡No seas aburrido, chaval! -Sofía tomó del brazo a las otras dos, que estaban un tanto avergonzadas y danzaron sobre un entablonado.
La jota que en Navarra se canta,
es un manojo de rosas, 
que sale de la garganta.

-Cuidado, Don Ramón, que hay un escalón Todos acompañaron con palmas a las bailarinas.

sábado, 16 de junio de 2012

Barrilito... barrilito de cerveza.

Vestido de tafeta. Falda larga de verde tornasol. Mangas abullonadas hasta el codo, continuando en embudo hasta el puño, abrochadas con botones forrados al tono. De la pollera asoma un pollerín de puntilla; la cubre un delantal de broderíe; el cuello es alto, cerrado con los mismos botones. Un pañuelo grande de seda blanca con flecos, se anuda en el pecho. En la cabeza, una cofia con puntillas y un sombrerito chato de fieltro negro, adornado con una cinta de cuadrillé. Los zapatos son negros abotinados y llevan en el empeine una hebilla cuadrada de metal; las medias son a la rodilla, de hilo blanco.
La madre termina de repasar los últimos detalles del vestido que ella había confeccionado. Alisa con primor los pliegues del atuendo y termina delineando en rojo los labios de su pequeña. Ella se mira en el espejo y piensa que ese año están invitados a la fiesta, aunque ellos no sean suizos. Ellos son mezcla de italianos y alemanes.
El año anterior había ido con Hugo y Robertito a espiar desde la ventana del "cosmopolita". Primero se treparon en la bicicleta para ver mejor, hasta que con tanto entusiasmo y diversión, terminaron sentados en el alféizar de la ventana. Los festejos ese mediodía estaban en todo su apogeo, concluidos los discursos protocolares del jefe comunal. Los aplausos y la música de una orquesta típica amenizaba la velada, mientras se daba inicio a la comilona y el chopp.
Vimos pasar al padre de Graciela, que trabaja de mozo. Más tarde, él nos convidó con una porción de torta para repartirnos entre los tres. Las señoras estaban engalanadas con sus trajes de tradición y los cachetes colorados parecían explotar. Había bullicio, risas y brindis a cada rato. ¡"Prosit"! alborotaban entrechocando los jarros rebosantes de espuma; de grandes barriles serían la cerveza "tirada".
La madre de Robert fue a buscarnos, porque no sabía por dónde andábamos los tres, y se quedó también ella a mirar con disimulo. Otros días, a la siesta, jugábamos en la cuneta molestando a los sapos o sacando esos huevitos rosados prendidos de los juncos. El "cosmopolita" estaba cerrado.
Aquella vez la cosa fue distinta. La cuestión fue que el sodero pelirrojo de rulos y cachetes colorados, siempre transpirados, le habló a mi madre para invitarme a formar parte del ballet infantil de danzas suizas, "Edelweis". Él sabía que yo siempre actuaba en los actos escolares y bailaba muy bien la zamba y la chacarera.
Así fue que mi mamá me acompañaba a las clases y aprendí a bailar valses, polkas, mazurcas, los bailes del tirol, y hasta el "schottish langue". Esos "valesanos" eran muy divertidos. Así fue, que después de varios ensayos me seleccionaron para bailar en la fiesta de la "Sociedad Helvética", la de la bandera roja con una cruz blanca.
A mis nueve años, no sabía qué significaban algunas palabras. Más tarde aprendí que esos festejos eran de los inmigrantes suizos, que eran todos de mi pueblo, que provenían del cantón de Valais, que la flor de edelwiss es la flor nacional de Suiza, que en los alpes suizos practicaban la "tirolesa", que "aldere... alderí" era el alarido que se repetía con el eco por los valles nevados, que "cosmopolita" era el salón que antes estaba vedado a otros inmigrantes.
Los hombres acostumbraban a usar, en las fiestas, unos pantalones cortos con tiradores, camisa blanca, medias largas, chalecos negros con detalle de flores bordadas y sombrerito tirolés. Casi todos eran barrigones y colorados, de tanto tomar cerveza, pensaba.
Años más tarde, yo escribía a las embajadas de Italia, Alemania, y también de Suiza. Recibía a vuelta de correo, en la época de las "vacas gordas", una excelente folletería a todo color. Las imágenes me atraían y me llamaban la atención las montañas nevadas, un tren transitando entre el follaje verde y después copiaba el dibujo de la tapa de chapa de los lápices "Conté". Me lusionaba con que algún día conocería esos parajes, el cantón de Valais, Basilea, Lucerna, el río Ródano, Zurich, Ginebra... Todavía no viajé, pero finalmente me radiqué en "la Suiza argentina".
Nos anunciaron y subimos al escenario; éramos cuatro parejas de chicos y fue todo un éxito. Aplausos y nervios. El color rojo de mis labios mordisqueados, había borroneado mi sonrisa. Más tarde empezó el baile en el centro del salón, al ritmo de "Zillertal Orchester" con acordeón a piano, clarinetes, saxos, batería, trompetas. Los hombres zapateaban cada vez más fuerte sobre el piso de madera y se mareaban en las rondas. Yo creo que estaban muy animados, porque a cada rato brindaban con cerveza.
De pronto, un señor mayor cruzó la pista, engalanado con su traje típico, me tomó de la mano y me llevó a bailar en el centro. Esta vez, un vals. Era el cónsul suizo de Santa Fe. Destacaban por micrófono esa gentileza. Hubo más aplausos. Mi papá aplaudía y reía y todos estaban muy alegres.

-Señora, para un entrevista de televisión, cuénteme por qué vino hoy a la fiesta.

-Porque vi en la tele el anuncio, hace unos días, de la Fiesta Nacional de la Colectividad Suiza en San Jerónimo Norte, y de los 50 años de "Zillertal Orchester". Me dije: "Quiero estar ahí". Yo nací en este pueblo y aunque soy santafesina, vivo en Bariloche hace como 35 años.

-¡Ah, en esa ciudad del sur el intendente es hijo o nieto de suizos. Goye, creo que es su apellido.

-Sí, él nació en Colonia Suiza, donde viven los Felley, Cretton, Mermoud, y otros. Ellos organizan siempre los almuerzos domingueros con "curanto", una comida que se hace bajo tierra, que trajeron de Chile y tal vez de la Polinesia. Se reúnen todas las comunidades, turistas y locales.

-¿Hoy va a bailar?

-Sí. Estoy mirando entre la multitud, para ver si encuentro a mi compañero de baile, que era un italianito muy simpático. Ahora será un señor pelado, o canoso, medio arrugado y algo barrigón. Es increíble la memoria de los pies. Todavía recuerdo las coreografías. Espero que él me reconozca, porque en mi cara ya hay una "pátina de antiguedad". ¿Ves, el de la batería era mi compañero de primaria y secundaria? Voy a ir a saludarlo, porque él sí me va a reconocer. ¡Salud!

domingo, 27 de mayo de 2012

Entonces lloró lágrimas antiguas.

Hacía días que ella estaba particularmente sensible. Cuando desde el ferry vio la estatua de la libertad, una congoja le apretó la garganta, una mano le oprimió el pecho, muy fuerte, y por la esquina izquierda, una lágrima lenta le calentó la mejilla, esa expuesta al frío y al gris de esa mañana brumosa. La melancolía del río fue una mezcla de asfixia y tristeza más aún, cuando vio a Ellis Island y pudo visualizar, con el peso de los siglos, la procesión de inmigrantes que arribaban, de miradas atemorizadas, de corazones palpitantes.
Recordó a su madre, allá en Brasil, cuando con sólo unas palabras, tomándole sus manos prepotentes, le aquietó la altanería y la soberbia de sus catorce años insolentes de niña bien.
-Neide, filha, recuerda que somos negros. Que tu tatarabuela fue muy valiente y osada. Ella huyó con sus grilletes de esclava, porque no aceptó que un hacendado del café, enjuto y libidinoso, la desposara.
Una llovizna fina y persistente le lavó las lágrimas que iban cayendo sobre sus mejillas, sin poder controlarlas y sin que la avergonzaran. Miró sus muñecas y no había grilletes. Tenía un brazalete y una pulsera que su esposo argentino le regaló.
Ya en tierra, sintió en sus hombros los brazos fuertes de Martin Luther King y una mano cálida y firme, la de Abraham Lincoln, que la conducían por los senderos de Battery Park. Vio entonces la gran esferea metálica dañada, que se conserva en el parque como recuerdo del atentado. Homenaje a los muertos de las torres gemelas, a los muertos en Vietnam, a los muertos de las guerras de secesión... y comenzó a escuchar el tam tam de los esclavos en las costillas de los barcos negreros; un golpeteo en las cuadernas que va creciendo y se eleva con los cantos lastimeros de los prisioneros, como una plegaria. Es el mareo y el miedo que navega por un océano desconocido y un mañana todavía más ignoto. La potencia plañidera se alza hasta ver las tierras que los esperan.
Le pareció escuchar tras los muros de una iglesia baptista en Harlem, las voces cascadas y roncas de una isa gospel, que gritan ¡Aleluya, Aleluya!. Y vio un gran pavo relleno y los postres de calabazas en el banquete de acción de gracias. Pasaron ante sus ojos, como relámpagos, las imágenes de los balseros sudorosos, de manos ensangrentadas, cruzando el golfo; vio a los mejicanos clandestinos  saltando el murallón, y a los "espaldas mojadas" remando por el río Grande. Hombres mulatos y mestizos, de dientes blancos apretados y piel morena, en busca de libertad.
Neide, entonces, miró hacia el cielo, que ya se iba despejando y gritó: ¡Gracias, Señor!

domingo, 13 de mayo de 2012

¿Búfalo o gata paseandera?

Descanso sobre la alfombra de piedra pómez, rugosa pero pulida, y miro el cielo que comienza a aclarar, cuando las estrellas se desvanecen. El alba despunta y unos rayos arañan tras el cerro. Doy vuelta mi cabeza y al ras del suelo, palpo las piedras redonditas, como terciopelo. Se iluminan en su superficie y las sombras profundizan cada poro. No sé todavía si es el run run de las olas del lago patagónico, o son los huequitos oscuros, los que me llevan a ver escenarios ya vividos.
Desde el puente oigo el agua cantarina del Boulder Creek que corre entre el follaje verde y apacible; junto a los senderos para los caminantes, flores silvestres multicolores perfuman y dan frescura; los ciclistas apresurados no ven una escultura aquí, otra allá, ni al indio cherokee que espía detrás de la arboleda del Canyon Boulevard.
El grito lastimero de un alce se extiende en el pinar de Eastes Park, allá arriba. Una escultura del vaquero ecuestre se alza para recordarnos las películas del oeste e imagino a los indios arapahoe, trajinando en la reserva de las alturas.
Dos ardillas juguetean subiendo el tronco de un abedul; asoman una cabeza por derecha, y una cola peluda por izquierda, mientras unas señoras les extienden semillas de girasol para intentar que se acerquen a comer de sus manos.
En los caminos de la Universidad de Colorado veo a las niñas a punto de egresar que posan para la foto, con las togas negras y los graciosos sombreros chatos. Las piedras rojas del edificio están recubiertas de hiedras verdes y escaleras de hierro forjado lo ornamentan.
Más allá, un bullicio de muchedumbre en filas prolijas me llama la atención. Me dicen que los estudiantes están retirando las entradas para ver a su presidente, que llegaría en los próximos días. Un hombre de negro canta un blues y viene caminando a paso cansino con su guitarra.
Los tulipanes de Pearl St. son una caricia para el alma. Es uno de los 300 días de cielo azul y sol brillante, que invita a pasear y admirar las esculturas de nutrias, de sapos, de osos, de pumas, de bisontes. Cow-boys de bronce e indios americanos, emergen en los jardines.
Montañas rocallosas, mineros que trabajan con ahínco y transpiran, vida sana y deportes, Chautauqua Park... todo gira, hasta que Johnn Wyne me da un toquecito en el hombro. Pero no, no es él, tampoco es un búfalo amistoso. Es mi gata sinuosa que me trae el ovillo de lana roja cubierta de hojas secas de otoño, para que siga tejiendo fantasías.
Ahora el lago ha comenzado a "picarse" y una franja de piedra pómez flota y brilla con el sol, que se ha elevado. Oigo el sonido de los granos entrechocando sobre el agua.
Me resisto a regresar a mi realidad y sigo escuchando la música country y las canciones de Johnny Cash.

sábado, 12 de mayo de 2012

Espejismo fugaz con arnés.

La mente gira y gira y se suceden episodios e instantes que se esfuman así, como llegaron, pronto y rápido, para pasar a otras sensaciones, otras emociones. Como un caleidoscopio van desgranándose imágenes, colores, luces, y también olores y sabores.
En las escalinatas del Washington Square Park, mimos y malabaristas dan su espectáculo a la gorra. Un pintor boceta el paisaje urbano e improvisados músicos callejeros expresan sus melodías; una armónica solitaria contra una columna; una guitarra melancólica de blues, en la vereda. Los sonidos de la música, la vocinglería de los estudiantes y el aroma de café, capuccinos y pizza, que vienen de las calles laterales, van crteando el encanto de esa tarde en el Greenwich Village de Manhattan.
No me doy cuenta, cuando poco a poco, la bohemia va invadiéndome y me encuentro de la mano de Marcel Duchamp en la cúspide del arco de la plaza. Me habían atado un arnés y me encaramaron con suavidad. Él está proclamando la república libre e independiente de Washington Square, estado de Nueva Bohemia. Desde allí puedo divisar al joven Bob Dylan en "White Horse Tavern", garabateando las letras de una canción, guitarra en mano. En la entrada de un edificio con barandas de hierro forjado, un viejo escritor toma notas. Creo, si no me equivoco, es John Dos Passos, o quizás sea Henry James.
Aunque no vea flamear la bandera gay desde aquí arriba, sí puede verse el grupo escultórico dedicado a la comunidad. George Segal invita a los paseantes a transitar por el lugar y detenerse para el reposo.
Va cayendo la tarde; el sol se esconde tras el arco gigante y bajamos, Marcel y yo, haciendo rapel ¡Oh, sorpresa!, al pie del arco, Robert De Niro me extiende su mano y me invita a "Blue Note" para escuchar jazz. Un amigo, Erico, esta noche debuta. Antes, nos detenemos a degustar un brunch: salmón con alcauciles y cerveza belga, sentados casi enfrente de una enorme escultura de Picasso.
Ahora el fugaz espejismo va desvaneciéndose, y porque no tengo arnés, ni mosquetón, prefiero descender el paredón saltando piedra a piedra por el camino de las cabras. Ya en el prólogo del sueño, veo un arcoiris gigantesco que esconde figuras recortadas en blanco y negro. Oigo los violines del arroyo. El aroma intenso de hojarasca y de hongos, deja sin contraste y sin relieve a los recuerdos. Se oye el toc-toc de un pájaro carpintero por el robledad y un colibrí desorientado, revolotea saludándome.

martes, 10 de abril de 2012

Lágrimas de chocolate

-Y yo hice llanto. -me dijo la niña con sus ojazos verdes fulgurando con picardía.
-¡Ah!, hiciste teatro, entonces?
-Un poco de teatro sí, y otro poco de verdad porque... -me imaginaba a Agustina defendiéndose entre la muchedumbre, tomada de la mano de su tía. Ese gentío pugnaba por llegar a la verja, donde los chocolateros repartían pedacitos de ternura del huevo gigante de Pascuas.
-...un gordo me pisó y yo lo miré feo, después la mujer que lo acompañaba también me pisó, y ahí sí me dolió y...
No hubo necesidad de hacer el rompimiento oficial y simbólico con el martillo de plástico, ni con la piqueta de escaladores, que el jefe comunal esgrimía, mientras iba siendo elevado por una grúa mecánica hacia más allá de los ocho metros de alto del gran huevo de chocolate.
-...entonces sí me di vuelta y le devolví el pisotón al gordo, que me quedó mirando -el estupor debió haber sido mayor que el dolor que la niña le propinó, y no debió haber sido tan prolongado, porque el señor absorto tenía que defenderse de los constantes empujones que recibía él y su robusta esposa, desde un costado, por una madre impetuosa, desde el otro, por un padre que llevaba en sus hombros a su pequeño, y desde atrás, por varios chicos alborotados.
-Aquí, en el escenario se encuentran Paola y Francisco que buscan a su mamá -anunciaban por los altavoces.
-Pasá por acá, linda -la tomó de la mano un voluntario del servicio forestal andino y la llevó por entre las vallas. Dejó pasar también a su tía y les ofreció un cascote de chocolate a las dos. Ellas se retiraron con amplia sonrisa de felicidad, por la cerca lateral.
Todos unidos, visitantes y locales, forasteros y residentes, en dulce comunión, se deslumbraron por el brillo del chocolate que estaba siendo cada vez más esplendoroso en el sol diáfano y cálido del mediodía. La B de grandes letras de chocolate blanco estaba derritiénose y al otro extremo, la H de Bariloche, chorreaba lentas lágrimas sabrosas.
-Parecía que el huevo lloraba porque le daban martillazos; por el otro costado los hombres pegaban patadas suaves con pantuflas blancas y caían las placas grandes -Agustina se relamía y yo pensaba que era el calor del sol y de la gente agolpada para verlo de cerca. Corazones palpitantes que, unidos, se fascinaban observando cómo la ciudad resurgía como un mito. Una Pascua de Resurrección que mostraba a un Bariloche elevándose con fuerzas. Manos extendidas para dar y para recibir. Una paradoja. Bariloche que se alza, un huevo que cae, desarmándose en trozos de amor y de dulzura.
Las cenizas ya quedaron atrás y el sol brillaba; encandilaban las manchas de chocolate en los guardapolvos, en las manos, en los gorros, en los semblantes de los pasteleros, y se perlaban de sudor las frentes de los voluntarios que partían los grandes trozos con las piquetas.
-Un zoológico al revés, vio? -Como cachorros mimosos de leopardos moteados de chocolate, en la verja daban sin esperar recibir nada de los visitantes. Tan sólo una sonrisa agradecida.
-En la puerta de la comisaría está Fabiana, mamá de Ramiro, y lo está esperando.
Desde la grúa, en lo alto, las cámaras filmaban a la muchedumbre, que no quería perderse ni un trozo apetecible, cálido y solidario.
-Oro dulce. Eso es lo que es -decía una abuela que trataba de llegar hacia las bandejas colmadas.
-¿Vio qué caro está comprar un huevo chiquito para los nietos?
-Sí, pero esto es muy emocionante!
-Un lugar por aquí, que hay una persona desmayada!
-Quienes están trepados al camión de bomberos, desciendan, porque todo lo van a ver; todos podrán disfrutar de esta delicia. Por favor, bajen -decían los micrófonos.
-Bariloche participa de los records Guiness por esta elaboración artesanal -decían los titulares.
-Se acabó la malaria -anuciaban cuasi-periodistas en un medio.
-Cuando una comunidad se pone en marcha y aúna esfuerzos, todo es posible.
-El volcán ya no expulsa cenizasy el sol brilla en el cielo azul para alumbrar los colores vibrantes del otoño.

Me desperté de la modorra con un gusto dulzón en las papilas y supe. El llanto de Agustina y las lágrimas de chocolate no habían sido un sueño.
La luna llena redonda y majestuosa se asoma ahora entre los pinos y la torre de la Catedral. Aún no puede salir de su asombro. Ve el esqueleto vacío que quedó en la plaza casi desierta y adhiere a los festejos con su blancura.

miércoles, 28 de marzo de 2012

La señora del piso 12º.

Ella siempre me buscaba. Y yo también. Cada semana, salía del mercado empujando el carro con provisiones y otras menudencias, repleto de comestibles y bebidas, artículos de limpieza (¿qué tanto tendrá que limpiar?, me preguntaba) y muchos artilugios para destacar su belleza. Casi siempre enfundada en un traje ajustado de pantalones negros y remera con grandes escotes, yo sé que, detrás de los modernos anteojos de sol, me buscaba, con esos ojos negros chispeantes, y se quedaba parada en la playa de estacionamiento.
El viento de la tarde arremolinaba sus cabellos negros lustrosos y la llovizna fina iba empapándola. Sus curvas y sus prominencias se hacían más sobresalientes. Dos botones ateridos resaltaban debajo de su remera. Un imán me atraía hacia esos pechos y con pasos apurados, llegaba yo, con la impaciencia y con la exaltación del adolescente, que ya no era.
-¿Dónde te has metido, chavalejo? Apurémonos, que nos mojamos. Coge esto y acompáñame a mi piso.
-Es que estoy trabajando...
-Es que na'! Trabajarás en mí, te lo aseguro. Mi marido ha salido de viaje, y ... ná, pensé en tí, argentinito! - y yo también pensé que las españolas no se andaban con chiquitas.
Por el Paseo de la Castellana, el tráfico se ralentaba, mientras la lluvia se hacía cada vez más espesa. En el semáforo próximo, me miró con pasión y sin anteojos, y sé que con ternura y curiosidad. Extendió su mano hasta la rodilla más cercana y me acarició la entrepierna. En silencio, ambos íbamos imaginando lo que vendría después.
Estacionó su coche en el garaje del edificio y en el ascensor ya fue incontenible la compostura. La tomé por la cintura. Mis manos grandes podían rodearla, casi hasta cerrarse en su contorno. Acaricié los pezones mojados y sus caderas se movieron en compás sensual hacia mí, con lentitud, mirándome con provocación, hasta pegarnos en un largo beso de lenguas pegajosas, al momento que nos deteníamos en el piso 12º.
Lujoso, coqueto y moderno. Así calificaría su morada. No pude admirar con detalle la ornamentación, porque en el instante, ella fue sacándome la camisa. Sobre una mesa ratona había una nota que ella leyó de reojo, y yo también.
-Señora; he dejado todo tal como lo ordenó y he retirado el dinero que me ha dejado. Soledad.
Me llevó de la mano casi corriendo hacia la cama cuadrada; cuando comencé a despojarla de sus ropas, me detuvo.
-Deberías hacer caso omiso a mis cicatrices, y no te impresiones. ¡Vale? -dijo secándose la prótesis de su pecho izquierdo -Desde que me operaron, mi esposo ya no me folla. Y yo necesito un hombre. Ése, eres tú, moreno.
El fuego quemaba nuestros cuerpos y nada de eso importó. Ella se entregaba a mí, salvaje y audaz. Comandaba su plan y yo, la dejaba hacer. Cumplía como un soldado sus órdenes.
-Ahora mi espalda, y anda diciéndome en auténtico argentino las palabras soeces que vosotros dicen. ¡Anda!
En esos menesteres andábamos ("putita", "calentona", "culito"), cuando comencé a percibir una presencia, un perfume que no era la fragancia de ella. Alguien, desde el vestíbulo había puesto una sinfonía árabe.
-¡Ala!. Ven ahora, Soledad. Acá estamos bien encuerados y no te quedes ahí solita, envidiándonos. Ven con nosotros, que todo lo compartimos -dijo, y supe que era Soledad, la empleada que se acercaba sólo con el impecable delantal de mucama, alta, de tacones rojos, sensual, observándonos desde sus ojos gris acero, con la lascivia de su lengua palpitante.
Y nos fundimos los tres en una orgía de placer sin par.
-Ahora vete, niño, que ya has cumplido espléndido tu rol. En ese sobre está tu paga -me ordenó.
Y yo, que hubiese querido descansar sobre las sábanas de seda entre las dos, la morena de caderas portentosas, y la pelirroja angelical y diabólica, me levanté como un guerrero que sale de la trinchera, cuando se apagaban los últimos estertores. Las miré y se entrelazaron, ya dormidas. 
Guardé en mi chaqueta el sobre sin mirar su contenido, prendí un faso y me fui silbando el Tango Julián.