viernes, 16 de diciembre de 2011

Mel

No sabía cómo decirtle eso que pensaba, sin apenarla. Sus miedos lo atormentaban, poque una nueva vida debe ser un acontecimiento para ser consagrado, y no una penumbra oscura de sinsabores. No podía ser padre, no se sentía como un padre; para eso hay que dejar lugar en el pecho y hacerle un huequito a la dulzura -se decía. Inquietudes espinosas de un cuervo, sobresaltos de un tordo sorprendido, congojas pegajosas de una lechuza enigmática. Ell los guardaba, receloso, ¿para qué? Y no se decidía a abrir la jaula a esos pájaros negros, para que vuelen por el cielo de Portugal.
Ella, "mi pequeño Bambi", como le decía, percibía otra cosa diferente en las palabras que escuchaba, unas voces tiernas que la iban penetrando por todos los poros, como una lava candente, por las grietas de la montaña de sus pechos sonrosados y generosos. Hasta que una mueca de tristeza se dibujaba en su nariz de motas rojizas. Su inocencia y su frescura eran como una pieza de ternura y  terciopelo.
Es un anochecer espléndido para dejarlos volar y arrancarlos de su pecho-pensó. Ya salió el lucero y las ramas de los tilos apenas se mueven entre las sombras que avanzan.
Se amodorra ella, se encoge, y en cada suspiro, deja escapar una brisa de esperanza, de calendarios y de lunas y el sueño profundo la mece finalmente, como una cuna que arrulla. Querubines de manitas regordetas de hoyuelos tersos, flotan bajo la luz pálida de una sala blanca y prístina; no alcanza a ver los nombres impresos en las cintas ceñidas a sus muñecas; dedos largos de piecitos inocentes, otros gorditos y cortos; ve uno de frente comba, por la izquierda, otro de cabeza rubia y pelitos suaves, en la cuna junto al ventanal; el de más acá tiene larga cabellera negra y una muesca en el mentón; ojos que ríen, párpados cerrados, caritas de sueño, todos tomados de la mano, danzan en un cielo luminoso y azul, sobre una pradera verde de tréboles perfumados. Ninguno se parece a ellos dos.
-Papá, juguemos -una carita pequeña con dos pocitos profundos en las mejillas, le sonríe. Una manita blanca se posa sobre los papeles de su escritorio y luego se alza, llamándolo, y lo lleva con paso inseguro hacia el jardín de su madre, pletórico de azucenas y lirios azules. Abejas inquietas liban y un mangangá a rayas compite con zumbido inquietante, entre las flores. Por entre las ramas de los durazneros, todo es un murmullo confuso en sordina, de abejas, de sol y de colores tenues de la tarde. -Esto es "mel" -le dice en su media lengua de dedos pringosos, de sabia, pistilos y néctares. Los rulos claros se sacuden sobre los hombros de niña y frunce la nariz salpicada de pecas y de polen.
Siente a lo largo de su espalda cómo los dedos de él le recorren vértebra por vértebra, cómo unas yemas suaves le redondean caricias circulares, cómo unos pelizcos pequeñitos le sacuden la cintura, cómo, al darse vuelta, somnolienta aún, un beso tibio le templa el ombligo, cómo unas manos despejan su cabellera oscura para poder ver su cuerpo de luna, cómo esas manos fuertes le presionan las caderas, cómo una marea de aguas cálidas le recorre toda la superficie de su piel, cómo una corriente eléctrica le sacude las extremidades hasta las uñas, cómo sus piernas primero aprietan, y después se aflojan, cómo su centro se precipita en lentas gotas de placer, y se adormece, cómo se detiene todo su cuerpo de melocotón hasta brillar, como relucen en verano las flores del duraznero.
Los pájaros prisioneros han salido y ahora son trinos de sol que alborotan el jardín y el huerto. El perfume de la madreselva y el rocío de la mañana le ilumnia una sonrisa, primero en los ojos, y después le abre los labios satisfechos, porque ya echó a volar sus miedos, y le cuenta.

-Será niña, y la llamaremos Mel.

domingo, 11 de diciembre de 2011

2046

El temblor de párpados silentes anuncia imágenes que nadie más puede ver, sólo el; una lente turbia cubre los ojos redondos y negros de pestañas oscuras, que destellan por momentos. Repentinamente, se abren con estupor y vuelven a cerrarse; la frente se ciñe y se distiende, a la par que inspira hondo y exhala en cortos estertores, como si el terror apareciera y se asomara tras la mascarilla que insufla aire puro y sanador.
 Seres autómatas se desplazan, rotan, seextrapolan y se trasladan a pocos centímetros del suelo, sin rozarse, sin mirarse, prestos a trepar al tren aéreo que ya parte. Tal vez los llevará a las aguas saladas del Mar Muerto, para dejarse contener sobre las aguas y el lodo curativo, y para que el sol intensísimo los haga renacer. Necesitan esas caricias para desvanecer los dolores del cuerpo y del alma. ¿Tienen alma? ¿O sus espíritus volaron y se estrellaron contra esa atmósfera oscura e impenetrable, como si fuera un inmenso chapón de cuarzo y silicio de brillo vítreo y artificial? No son estrellas en el cielo de Groenlandia, son espectros de apariencia estelar, son quásares de frío criogénico. No volaron. Esas almas se sumergieron, abruptas y a borbotones, por los conductos de desechos tecnológicos, de una ciudad de sonámbulos que, pesadamente, se mueven. Son vidas a medias, sin recuerdos y desprovistos de futuro.
Huyen con sus mentes en blanco, como si su pasado hubiera sido subsumido y robado por un cleptómano de los fabricantes de memoria, artistas o escritores que fracasan, y lo vuelven a intentar, cada vez, con tosudez. Les habían quitado los recuerdos de su infancia, de su lugar, de su vida adulta, cuando el estrecho del Bósforo se amplió en un gran maremoto que terminó por unir el Mar de Mármara con el Mar Negro.
Otros confluyeron, ávidos de sobrevivencia, en Technópolis, en los momentos posteriores a la explosión del Monte Balbi y la lava candente comenzó a descender hacia las tierras bajas de la Papúa de Nueva Guinea y Bougainville.
A esa ciudad hiper-tecnificada, habían arribado los habitantes sufrientes por muchas pérdidas de seres vivos y de objetos. Su pasado se había hundido en un santuario ecológico de vida sana en la desembocadura del largo río Amazonas. Habían resistido al hundimiento de la Isla de Marajó, cuando el calentamiento global hirvió el océano, el mar y las aguas dulces.
Las cabinas de psico-guías, son atendidas por hologramas de voz aguda y metálica, como símiles de humanos; están abarrotadas, y filas de rostros torturados van a rogar con sus tarjetas magnéticas, para poder ver un nuevo equinoccio de primavera, o disfrutar de la luz rosada de una aurora austral, o un amanecer en Septentrión.
En el Mercado de Salud, hombres y mujeres mecánicos expenden programas cibernéticos de oxígeno-terapia, cremas dermoexfoliadoras para despellejar la cobertura antigua de esos cuerpos provenientes de Anatolia, o de Occitano, quizás; otros pujan por conseguir un nuevo corazón que les permita conocer el regocijo y desenterderse de esos corazones de chatarra, que ya no vibran, ya no palpitan, ya no sienten.
Se venden grageas de oxitocina para lograr reconocerse; otros se inyectan esta hormona para estimular la glándula pituitaria; pueden adquirirse píldoras para aromarse con feromonas, perfumes o aceites de atracción sexual. Todos estos productos representan un grito de auxilio para mejorar los intercambios sociales. Se dice que ha caído estrepitosamente, como las bolsas financieras, la venta de ozonadores y su gas tóxico y azul de veneno, ya se pierde por los albañales, porque todos imploran un canto a la vida. Ahora piden un mantra, una oración, mientras las mantis religiosas se posan, casi inertes, para capturar unos insectos moribundos; junto a un charco pestilente, una mascota peluda de pelos de plástico y parlanchina, repite y repite sonidos incoherentes, cuando se van acabando las baterías.

Ahora, el cuerpo yacente en la cama del hospital se sobresalta, cuando la ventana de visillos blancos se golpea una y otra vez. Afuera el cielo es plomizo de tormenta, y el viento sacude unas hojas de otoño que pasan frente a su ventana. Sobre la rama de un sicomoro, arrulla una paloma. Abre sus ojos y ve a su lado, la sonrisa de unos ojos que anticipan la sonrisa de unos labios calmos, que quieren insuflarle vida y curación.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Amapola roja, Anahí incendiada, feria de domingo. (última parte)

-¿Cómo llamarán a tu hija?
-Amancay, nombre de flor -el rostro de Amapola se ilumina al imaginar esa carita de piel cetrina, de pómulos altos, de mentón aquerrido como su raza, de ojos... ¿negros o claros? y de cabellos rubios enrulados de su padre gringo y chacarero, que cultiva el lúpulo y la avena.
-Y yo todavía estoy buscando un nombre. Me llamaron Anahí por la leyenda de la flor del ceibo, de la indiecita guaraní que se incendió atada en la hoguera, por amor. Soy mezcla de madre siciliana y de padre judío, y nací en Alto Verde.

Pulseras, brazaletes, aros y colgantes con plumas de caburé, se exponen sobre una estera. Xilofón plañidero. Una gitana insolente presagia futuros. Un hippy viejo despliega augurios de paz. Un hindú se extravía entre sahumerios de sándalo. Música etno. Aromas que incitan. Olores que excitan. Melodías de brisa y susurros de flauta. Suspiros de alas. Ritmos afiebrados. Tamboriles, timbales. Caricias de gemas. Estatuas que añoran el bosque tallado. Música tecno. Rock de la feria.

Las dos mujeres, sin proponérselo, se sumen en un silencio profundo.
Amapola se sumerge como una sirena que sueña, en las profundidades de un lago y ve gnomos juguetones que se esconden tras una araucaria; unos se deslizan por un tronco musgoso, otro acaricia la piel sedosa de los hongos; otro recoge piñones; más allá, varios cosechan los frutos del manzano añoso, y los más audaces, saltan sobre las piedras que lame el agua traslúcida.
Anahí flota sobre un camalotal en las aguas mansas y vigorosas del riacho marrón. Un jolgorio de trinos y chillidos se impone a una acordiona chamamecera y un sapucay que suena allá, en la isla. Como un caleidoscopio de reflejos, ve a una iguana vieja que se arrastra despellejándose; cuelga un camoatí de abejas y miel oscura; una comadreja bigotuda sale de su madriguera y los pejes dorados, tornasolados, saltan en la red que arrastra la canoa pescadora. Dos gurises panzones y renegridos de sol se esfuerzan en la faena. Por el bañado, los pájaros alertan en alboroto estremecedor, y las ramas de un sauce lloran de nostalgia por volver a oir a los grillos, al zorzal, al petí-rojo, el croar de las ranas y ver los puntitos de luz de las luciérnagas, rozando la panza pinchuda del palo borracho, y piensa.
-Si es varón, será Moisés. Si es mujer, ¿Rebeca o Angelina?... No. Estoy segura. La llamaré Mutisia, la flor más bella de la cordillera.

Amapola roja, Anahí incendiada, feria de domingo. (primera parte)

Absortos, mirando hacia arriba, en la bocacalle, el grupo observa la fantasía de hilos brillantes que se enmarañan en círculos concéntricos, perfectos y parejos. Se extienden desde un poste de luz de una esquina, hasta el otro, y se repiten en la otra esquina, de igual manera. Arañas pequeñitas tejen, hacendosas y febriles, en los extremos, como si algo las apurara, percibiendo quién sabe qué. El cielo azul y plácido contrasta con los reflejos hacia un lado y, entre parpadeos y ayes de admiración, ya vislumbran por el sur un nubarrón compacto y oscuro que viene acercándose con la celeridad de un torbellino. La vegetación exhuberante de la isla comienza a agitarse. Una lluvia violeta y lila de Santa Rita tapiza el suelo sediento y remolinos de polvo se alzan para opacar la brillantez de la telaraña gigantesca, que va columpiándose peligrosamente, sin romperse. Aroma de azahares de un limonero se esparce; los jazmines se quebrantan y despiden su perfume, como una despedida. El Pampero arrebata todo lo que encuentra a su paso. Una chapa, dos canaletas, cuatro tejas musleras pasan sin detenerse. Un sombrero de paja se desbarata contra una tapia; sábanas y broches sobrevuelan en loca carrera y se levantan las polleras de las muchachas que se apresuran a recoger fuentones, ropas, cepillos y jabones. Copitos de algodón del palo borracho, florecillas celestes del jacarandá y rosadas del lapacho, van flotando ahora sobre el arroyo de lodo que corre vigoroso frente a las casas. Negro el cielo de chubascos y vapores. Las arañas aún permanecen asidas en la tela que, poco antes, brillaba al trasluz,  y ahora se ha estampado contra la madreselva y el paredón.

Anahí, con su relato, ha logrado desconcentrar el sopor de Amapola, ensimismada en los hilos de su telar y los dibujos "mapuche" de los colores de la tierra. Terracotas y naranjas de raíz de maqui, verde-amarillos de cortezas de arrayán y morados del jugo de los arándanos. Teje en líneas oblicuas, franjas puntudas hacia arriba y hacia abajo. Será la manta para el hijo que espera,  y no está a la venta.
-Sí, los bichos se anticipan a las tormentas. En tu litoral  y en mi terruño, siempre es así -sin sacar la vista del entramado, Amapola reflexiona.
-Esa vez -recuerda los cuentos del abuelo -la cordillera se había vestido con sus más preciadas galas. Manchones de notros rojos sobresalían del verde intenso, matas de zarzamoras florecidas y las mosquetas, pintaban de rosa las faldas del Piltriquitrón. Creo que todavía no era la época de floración de los arrayanes. Era octubre o noviembre y los vientos de primavera se empecinaban con los coihues, los abetos y los manzanos. Teru-teru gritaban aquí y allá los teros, para proteger a los nidos y sus crías. Los caballos montaraces corrían furiosos en estampida, y se detenían en seco, al lado de los potrillos asustados; los perros cimarrones aullaban por las casas y las bandurrias se inquietaban volando hacia el norte para luego bajar  y escarbar con sus picos agudos,  y devorar las lombrices de la orilla del río Azul. Allá, el sol comenzaba a declinar, sin entender por qué la tarde se hacía noche. Las gentes auscultaban el horizonte sin comprender por qué, rayos eléctricos surcaban el firmamento, para responder a la furia de estruendos y relámpagos en esa pizarra oscura. Un cono de humo y de calor se elevó de pronto, desde la montaña lejana, dibujando formas fantasmales que se deformaban al instante: una torre, una pirámide, el hongo de una "ruca", una columna se desmoronaba... -sus ojos inquietos transmiten la fascinación por lo que no vio, pero imaginó de las voces de sus ancestros -Tan concentrados estaban en la contemplación, que no adivinaron que el volcán iba a escupir arena y cenizas. Todo eso había sucedido cuando yo  aún no había nacido. Los animales anticiparon el descalabro de la "mapu".
En la feria comienza el ajetreo del domingo. Hilos y lanas traman historias. Vasijas  y cuencos inspiran nostalgias. Sonidos que arrullan, licores que embriagan.