miércoles, 31 de agosto de 2011

De migraciones y de transmigraciones (2º parte))

Lo que solía contar, entre castellano y algún dialecto, como un cocoliche germánico, eran las aventuras con su novio, en el side-car, o amarrada a la moto, con sus tablas largas de madera, en los senderos del bosque nevado, hasta llegar al castillo de Frankestein, en la Selva Negra. Y de cómo su madre le partió el "fiolín" en la cabeza, cuando se enteró de que, en vez de ir a las clases de violín, se iba de andadas con su amante, y quedó embarazada!. Sería todo un bochorno familiar, una transgresión a la moral y a las buenas costumbres de la época, algo vergonzante ¿no?
-¡Main lieben got! -decía.
Los recuerdos son como retazos, esquirlas de la memoria de un espejo trizado que explotó, siete años de desgracia, dicen. Yo no tuve siete, tuve treinta y tres altibajos, que para nada se parecieron a la felicidad...
Hoy es una mañana gris, neblinosa. El sol intenta asomar; y no puede. Ahora parece que se va a despejar, pero no. Sólo se oye el rasguido de la birome sobre la hoja, y a los zorzales haciéndose un festín en el cerezo, ahora que las frutas están coloreando.
Esta mañana necesito escribir, aunque sea con fea letra, total después lo paso a la computadora. No, la PC está en reparación. Mientras, tomo la vieja máquina de escribir, para visualizar claramente el texto.
-Cambiá esa palabra, esas expresiones están desprovistas de poesía, tan livianas, tan precarias, tan casuales, porque devalúan el escrito -me sugiere Juan.
-No, porque ése es el lenguaje de la protagonista, y las palabras desnudan su sentir...
-Tanta literatura, se te cruzan las letras. No es el Alzheimer, las letras te confunden. Hay que pulir el lenguaje, hay que re-escribir. Revisalo todo, aunque es muy original tu manera de narrar.
-Siempre me llevé muy bien con las letras; con los números no, con la Matemática, menos...
Un precepto, una norma de urbanidad, diría: "No barrer de noche, porque se van los ahorros". Y si viene la suegra de visita, es conveniente barrer todo debajo de la alfombra -me digo.
-Ésa es una campesina mosquita muerta, santafesina! -dice en su monólogo de voz alta, marcando cada sílaba.
-¡Rajá de acá, vieja resentida. No nos jodas más. Andate ya!. Mejor volvé a tu Alemania, de donde no debiste jamás salir. Si no hubieses venido a América, yo no hubiera nacido. Vieja loca, andate, te dije -le gritaba Martín.
"Vieja reprimida, y encima, cornuda, porque el marido murió en un accidente volviendo de la joda, en pedo, y con una mina que se salvó, la muy puta, y Juan Joachim, el padre putañero, quedó seco en la ruta, sobre el manubrio del Ford T, 1949 -pienso, y de inmediato me viene a la mente una especie de metempsicosis (y eso no es un enredo de fonemas, ni dislexia)
-¿Y si la suegra hubiese transmigrado su alma y se hubiera transformado en un ser bondadoso y me adivinara los pensamientos? ¿Qué pasaría? -me pregunto.
-Antes de que termine el año, hay que despojarse de todo lo que no se usa, de todo eso que se guarda, "por si alguna vez lo necesitamos" -me dice Marta.
-No sufro el síndrome de Diógenes, el que acostumbraba a acumular diversos trastos, como una manera de asegurarse la materialidad de las cosas.
-Diógenes de Sinope, el filósofo griego creó la escuela cínica, alrededor del 400 a.c., abogó por la simplicidad en la forma de vida, indiferente a los placeres del mundo y los convencionalismos sociales -Marta lee del diccionario enciclopédico ilustrado, tomo V.
El asunto es tirar lo viejo, lo inútil, para hacer lugar a lo nuevo, que es lo mismo que develar todo lo que se lleva adentro, ponerlo en palabras escritas, para hacer lugar a nuevos sentimientos y potentes emocionesd, para vibrar la vida como un diapasón, con la intensidad de un arpa, como una armónica de dulces arpegios.
-Bueno, comencemos con la ceremonia de aligerar la carga. Te escucho.
-Si, yo te cuento lo que después voy a escribir. Sale más barato que ir a incontables sesiones con el terapeuta, donde se habla, donde no se escribe. La interpretación queda a cargo de los lectores. ¡Ah!, cada tanto, pasame un amargo, porque se me va a secar la garganta, eh?

martes, 30 de agosto de 2011

De migraciones y de transmigraciones (en tres entregas)

Al dorso de la foto, "Meditaciones filosóficas" 1983. Era Ketty, junto a Magdalena, que tendría unos cinco años, al lado del árbol de Navidad. Una manera sutil de decir "qué cara de bruja", la de la suegra. Nariz ganchuda, una vieja de más de ochenta años, porque nunca se sabía con precisión qué edad tenía. En esa expresión entre falsa (porque por más que ejercitara los músculos faciales para sonreir, la sonrisa franca no aparecía, pese a los labios rojos pintarrajeados) y amarga (porque había una tristeza antigua y ancestral) Para qué iba a sonreir, si estaba en una Navidad, lejos de su país. En Alemania estarían celebrando los pocos parientes que le quedaban vivos en ese diciembre nevado, allá en Darmstadt-Eberstadt, y además, junta a una nieta, que era mujer.
Sólo dos nietos varones tenía: Alejandro, el mayor, y Mariano, que vino perdido después, entre mayoría de mujeres. Alicia, María Victoria, y las mellizas, Paty y Ana, ni siquiera intentaban acercarse a esa abuela, que no las quería. Ellas tenían otra abuela para que les lea cuentos, les cocine rico, las lleve a pasear, las llene de besos y las endulce con golosinas, como hacen todas las abuelas,y después, ¡a cepillarse los dientes!.
Cuando estaba por nacer Magdalena, no se sabía el sexo con anticipación. Pero Ketty estuvo en casa de ese desierto petrolero, como unos quince días antes del parto. Seguramente, deseando que nazca un "farrón", como pronunciaba ella en ese alemán tan duro y críptico para mí.
-Incomprensible, querés decir? -me preguntó Marta.
-Sí, porque yo no aprendí ese idioma, y ella, cuando hablaba con su hijo lo hacía en alemán, para dejarme fuera de toda conversación. Y Martín, en el fragor de la charla, o de las disputas, muchas veces, no reparaba en que de ese modo, no me incluían.
Antes del parto, porque no nos soportábamos, ella se sentaba en el auto de Martín, el desvencijado Citroën 2CV de los años setenta, para tejer al crochet escarpines celestes, y yo, aún con la panza de parturienta, una vez me desmayé, intoxicada con lavandina, lavando el baño, para no verle la cara ácida a esa mujer. Y se fue inmediatamente, después de reconocer el sexo de mi hija, luego de dejar, con ondulación de labios y sonrisa fingida, la pila de escarpines y mantas que había tejido en los días de agria espera.
Nunca me perdonó (y tampoco a las otras nueras) que le haya quitado a su hijo Cachy. Cachito le decía a Martín. Y planchaba las camisas y pantalones de trabajo, mientras destilaba lentamente su veneno, como una yarará lasciva, diciendo que antes (antes de conocerme), él era un muchacho muy elegante que usaba camisas blancas, traje y corbata, para ir a trabajar al estudio de arquitectura. Se demoraba planchando, y mi ropa, casi con desprecio, apenas la alisaba y concluía su tarea afirmando por lo bajo, no tanto, "Ahora mi hijo está hecho un andrajoso, siempre con el culo en la cal".Y yo tenía ganas de despacharme como una digna dama de la diplomacia, pero no, de eso se encargaba Martín, cuando la escuchaba ofendiendo con palabras dañinas y expresiones malignas. "Estamos rodeados de inmigrantes, de afuera, de chilenos, de paraguayos, de bolivianos, y los de adentro, del Chaco, de Jujuy, cordobeses?, está lleno, y los santafesinos?, son una plaga!!, decía para herirme más.
Pero bien que le gustaba mentir y agrandarse con la otra nuera: "Cachi tienen una mujer espléndida, joven, rubia, linda, hija de hacendados de Santa Fe", decía, para envidia de mi cuñada.
-¿De qué campos me hablás, Lilí?
-¿No tiene tu papá, muchas hectáreas de trigo y vacas?
-No, él es un telegrafista que pronto van a jubilar porque está perdiendo la vista, por la diabetes -le respondí.
-Auf wiedersehen.
-Gut nacht -me respondía rumiando su  amargura.
-Escribir es compensar -me dice Juan, siempre.
-Sí, claro, es una sanación, es una cirugía mayor, sacás algo de aquí, reemplazás una pieza por allá... es más efectivo que cualquier búsqueda en el psicoanálisis.
-Me doy de alta -le dije a mi psicóloga -levantándome del diván -ya aprendí estrategias para afrontar mis conflictos.
-No. Hay que ver qué pasa con esas resistencias, esas represiones, esos sueños recurrentes.
-Está decidido ya, y no soy renuente, eh? Cuando haya terminado mi libro y gane mucho dinero, podrá responderse esas cuestiones, y todo, completamente gratis, porque le regalaré mi libro con dedicatoria y todo -le dije.
¡Qué paz poder leer y escribir! A medida que escribo, siento que lo que no dije en el consultorio, lo estoy diciendo ahora.
-No le comentó a mis hijas la saga de Siegfrido y Bruinilda y las walkirias injuriadas, ni las leyendas de esos bosques impenetrables de hayas del Oden Wald y los robledales llenos de misterio, plagados de enanos, de gigantes y de dragones custodiando castillos, de lobos y brujas, de osos y de uros, que daban miedo. Ni siquiera el cuento de Caperucita Roja en una versión perversa, les contó.


viernes, 26 de agosto de 2011

Las historias de Don Teodoro ( última parte)

-Resulta que una güelta -chupó el mate, mientras decidía consentir a la niña. Los chicos sabían que en cada anécdota él agregaba una pizca de ensueño, una porción de humor, un nuevo ingrediente, y sobre todo, pintaba como un pintor, los paisajes para dar marco a sus cuentos.
-Es como si leyera un cuento de aventuras, o "Los viajes de Gulliver" -había comentado la carita soñadora de Susy, la última vez que lo visitaron.
-...fuimos con la finada, cuando los dos éramos jóvenes y de espaldas fuertes, con ganas de aventuras y con brazos poderosos, para darle a los remos, con la canoa azul, ésa que está allá afuera, tirada boca abajo. Resulta que a la patrona le gustaba el sol y el agua. Era una moza muy bonita y recorríamos el lago los días calurosos. Partimos de la playa de Santa María, pedregosa, un día de febrero. La vieja, mi madre, se quedó en la orilla con nuestra hija, de meses, todavía.
-...Apenas metimos la canoa, se veía un banco de arena amarilla y después más gris, porque las costas tienen areniscas milenarias de la época de los glaciares, o porque se fueron acumulando los siglos, con las erupciones volcánicas, y después del último lagomoto, allá por los '60.
-...El agua era transparente, después se  fue poniendo celestita y más tarde, azul profundo, como en mar adentro, pero sin olas -empequeñecía los ojos para mirar a la distancia y para protegerse del humo que salía del cigarro, sostenido en la comisura de los labios. No veía que las gotas iban borboteando sobre los charcos del patio. El veía la fulguración coruscante del lago, que parecía una inconmensurable batea aceitosa.
Los chicos se disponían a escuchar, se acomodaban en los bancos de cuero de chivo y se imaginaban que ellos eran los protagonistas de esa épica; presumían y se jactaban de su valentía, haciendo alarde de grandeza, cuando les contaban a sus amigos, aventuras parecidas, pero trocando las escenas y las circunstancias. Ellos adminraban de Don Teodoro esa capacidad narradora.
Germán, el más habilidoso hablador, creaba el misterio incorporando bocadillos, circunstanciales de lugar, de tiempo, de modo, y toda clase de nexos. "Pero de repente...", "Fue entonces, cuando...", "Con el ceño fruncido, dijo...". Ernesto, por su parte, lo seguía y reforzaba los protagonismos de esas historias. "La sobrequilla estaba quebrándose..." "atábamos un grueso calabrote a los obenques...". Esos vocablos, no siempre eran los apropiados al contexto.
-...Habíamos avanzado hacia el medio del lago, donde dicen que hay unos cuatrocientos metros de profundidad. El murmullo del agua es musical en esos momentos, ¡chas, chas!, los remos entraban tan suaves, como una mano en un guante de cabritilla. Habíamos decidido cruzarlo y llegar hasta la orilla de enfrente. Era una travesía larga, pero la tarde invitaba a seguir. El cansancio no se notaba en los músculos, porque el placer de sentirse sobre el espejo de agua, superaba cualquier dolor del cuerpo. Los cipreses de la costa se veían así -pulgar e índice se estiraban en toda su extensión -No había necesidad de colocar la vela ésa, la cangrejo, que yo había confeccionado con un naylon grueso y transparente, cosido a una caña que cumplía la función de mástil. Y bogábamos mansamente...
En el rostro de los chicos se podía observar la seducción que le provocaban los relatos; ya habían escuchado esa historia, pero estaban atentos para conocer otros detalles que él iba añadiendo. Sabían que esas evocaciones le hacían bien a su alma de navegante solitario.
-...la superficie del agua comenzó a rizarse por una brisa apenas perceptible, tenue, que venía por el oeste y pequeñas olas cabrilleaban al sol. Para sacar a la patrona de su abstracción y sus fantasías, porque yo sabía que no estaba poniendo proa hacia el punto que le había determinado... yo timoneaba ... y le eché encima un poco de agua fresca, y ella se reía y se reía...
Ernesto se acomodaba en el asiento y la nena sostenía su cabecita rubia con sus dos manitas inquietas, y juro que estaba viendo ese paisaje y las escenas.
-¡Qué lindas palabras usa Don Teodora!, voy a anotarlas para poder usarlas en las redacciones que nos pide la maestra, y buscarlas en el diccionario... travesía, cabrillear, milenario -eso pensaba la niña, mientras veía al viejo renovar el mate; las tortas fritas estaban llegando a su fin.
-...Unas nubes blancas, ésas de calor, empezaban a hincharse por el norte y una gran masa negra parecía venirse con rapidez desde el oeste; así que le dije a la patrona que debíamos volver.
-¡Derecha! -le grité- Fuerte, virá a la derecha! -Y como no se movía la canoa, de un planchazo de remo le salpiqué la espalda y las gotas la estremecieron. Al fin la embarcación obedeció, pero el viento arreciaba cada vez más. Había que poner el alma entera en remar con fuerza. Hacia atrás quedaba una estela de espuma blanca sobre la superficie plana, todavía.
-¡No quiero estar acá, quiero timonear! -me dijo ella, porque en la proa, al lograr algo de velocidad y ponerla estable, sin escorar, dos grandes bigotes se abrían y el agua de los costados subía hasta los bordes, amenazando con entrar. Mejor, porque no hubiésemos tenido manos para achicar.
-Yo tampoco quisiera estar ahí -se solidarizaba Silvia mordiendo con voracidad la anteúltima torta frita.
-No le contesté, porque había que surcar el lago con la mayor celeridad. Yo remaba con la tenacidad de un tornillo oxidado. La lóbrega masa de nubes ya estaba oscureciendo todo el cielo, por completo. Como lágrimas negras, unas gotas gordas empezaron a caer dispersas primero, hasta que se convirtieron en una andanada de perdigones. Andábamos al garete y la embarcación no nos hacía caso. El derrotero hacia donde quería poner proa, la playa de Santa María, pedregosa y con un gran macizo de arena, estaba quedando muy a la derecha. Ibamos hacia un rebazo de la costa como una elevación, o tal vez, un declive.
-¿Y entonces? -la ansiedad se reflejaba en el rostro ya en penumbras, de Germán.
-Voy a ensillar otra vez este mate -lento, hacia la cocina, el viejo prolongaba el misterio. Detrás de su joroba y del humo del cigarro, escondía una sonrisa, sabedor de la intriga que estaba creando. Esta vez había decidido omitir esos detalles triviales y un poco prosaicos, casi escatológicos: la goma pinchada de la camioneta y el frío que pasaban su madre y la beba, que lloraba de hambre y estaba sucia de pañales cagados.
-Ahora viene el final.
-¡Si ya lo sabés! -reprochó Ernesto.
-...Güeno -pensó que no haría caso al antiguo proverbio: "La verdad es la cosa de más valor que tenemos. Economicémosla", y continuó agregando un adarme del recuerdo - Un bajío, quizás, o un paredón de peñascos oscuros y de ramaje enredado, se nos venía encima; hacia arriba, un derroche de boscaje apretado de cipreses y de coihues. La playa de arena había quedado a unos dos kilómetros.
-¡Uy, qué frío, y qué miedo! -Susy no podía quedarse en su sitio ya.
-Al fin, la canoa embicó por donde pudo y bajamos. La dejamos con los remos debajo de una mata grande de mosquetas y trepamos por el bosque, esquivando las rocas, para llegar a la ruta.
-Y después hicieron dedo para que los lleven hasta Santa María -agregó Ernesto, porque Don Teodoro se había sumido en un silencio pesado, al calor del fuego.
-Me imagino qué habrán pensado los turistas que los llevaron... Esos dos locos, en malla, helados, al costado de la ruta ...-acotó Susy al final. Para ella no era un detalle baladí.

-¡Chicos, vuelvan! -escucharon a la señora Barthel que debajo de un paraguas azul, les gritaba detrás del cerco de tablitas verdes, en la vereda mojada y gris de la tardecita.


miércoles, 24 de agosto de 2011

Las historias de Don Teodoro ( en dos entregas)

Un escalofrío eléctrico le recorrió la espalda y lo distrajo del aburrimiento a Ernesto, ese chico quinceañero en una tarde brumosa de lluvia persistente y hastío. El cielo era una capota de gris acerado desde hacía unos días.
Un repeluz de fastidio y humedad lo hizo incorporar, dejó la guitarra sobre la cama y salió dando un portazo.
-Ponete la campera, Ernesto! -la señora Amherdt, aunque gritó, no consiguió que su hijo la escuchara, ni le hiciera caso.
Caminaba con ufanía, levemente inclinado con las manos en los bolsillos, porque la visera de su gorra detenía el agua, para que no le dé directamente en la cara.
-Vamos a lo del viejo Eckhardtson -le dijo a su amigo Germán, golpeando la ventana de la cocina, que chorreaba agua; la humedad y el humo de las frituras, apenas dejaban ver hacia adentro.
-Pasá, comete unas tortas fritas -la madre del muchacho llevaba cocinada ya, una gran pirámide de mediana altura, que apenas podía sostenerse.
-Yo también voy -Susy se unió al programa, sin consultar ni a su madre, ni a su hermano.
-Bueno, vayan, pero le llevan a Don Teodoro unas tortas -la Sra. Barthel pensó que la visita de los chicos y las tortas fritas demorarían un rato más el comienzo de una velada alcohol y mitigaría un poco, apenas, la soledad. Especialmente los domingos, el viejo se aficionaba al vino primero, y a la ginebra, después, para atenuar la tristeza de los días de lluvia. Esto se había hecho costumbre a partir de la muerte de su mujer, hacía ya unos años.
Para los chicos, el magnetismo de Don Teodoro era irrefrenable, los fascinaban sus cuentos y sus fantasías, más todavía que ir a jugar a la canasta con los ancianos de enfrente, adonde Susy se pasaba varias horas, cuando no era posible jugar a las escondidas, o perseguir ranas en la zanja, o treparse a los paraísos sólo para pensar.
Tenían que caminar unas cuadras hasta la casa del viejo, sortear charcos, o saltar para salpicarse en una miríada de gotas barrosas y carcajadas. El paquete grasiento de frituras seguía incólume, porque el presente representaba un detalle de cortesía de las visitas, como si fueran masas finas de una coqueta confitería.
De su boca no era perceptible la sonrisa de bienvenida, cubierta por unos bigotes canosos y una barba desprolija de lanas tordillas, pero los ojos grises del holandés transmitieron alegría al recibir a los tres chicos.
-Mi mamá le manda esto.
-¡Ah!, gracias, vienen bien las tortas para acompañar estos verdes -dijo señalando un mate espumoso, recién preparado,  que sostenía en su mano ajada.
-Todos en el pueblo dicen que don Teodoro es holandés, pero él nació acá, en las pampas. Sus padres vinieron de Europa después de la guerra -decía la señora Amherdt, aunque el viejo, para aderezar sus historias y darle mayor atractivo, contaba que provino de un campamento gitano, o que por sus venas corría sangre de filibusteros del Mar del Norte.
Con gesto de jactancia, estiró su nariz ganchuda y poblada de finas venitas rojas, juntó las cejas negras y profusas y tres rayas nítidas acompañaron la ternura de esos ojos grises, cuando decidió principiar. No se veían resquicios de una bacanal, pero sí, un cenicero repleto de colillas y de humo. La fumarola iba ingresando al hueco del hogar.
-Quiero que nos cuentes de nuevo lo del ahogado en el Río de la Plata -dijo Ernesto.
-No, yo prefiero lo de la canoa en el lago -pidió Susy.
-A mí me gustaría escucharlo contar lo del contrabando de cigarrillos uruguayos. -insitió Germán.
Don Teodoro meditó primero, y así habló:

sábado, 20 de agosto de 2011

Profecías del mocasín abandonado.

Con obstinación y terquedad, una mujer madura maniobra su camioneta por los caminos polvorientos hacia el pueblo vecino, aunque es sabido que nunca había aprendido a conducir. Es como si viajara a gran velocidad con los ojos vendados, sin percibir que en un instante podría incrustarse contra los eucaliptus que bordean la ruta.
En otro vehículo, amarillo y abollado, un poco más viejo, de esos utilitarios con capacidad de carga, van los dos hermanos, sus hijos. La adolescente aventurera conduce hacia un enigma, como una quimera; a su lado va su hermano, de apenas dos años.
Se detienen en un paraje donde un arroyo contornea suave, entre los pastos verdes de la llanura. Pero al bajarse, ven que el hilo de agua va internándose en un entubado de paredes de ladrillo derruidas por el tiempo y los infortunios; va transformándose en una caverna que se amplía de tal modo que, quienes ingresan pueden caminar con comodidad. No puede distinguirse el fondo. Son azares extraños, porque los meandros del arroyo zigzaguean; sólo se ve un fragmento de la pared de ladrillos rojos y resecos, mientras la claridad del exterior la ilumina.
Hacia la izquierda hay un fogón aún encendido y sobre los leños, una pava humeante, sin tapa y renegrida; la manija es un alambre provisional y delgado. Se alcanzan a ver unos trapos roñosos dispersos por aquí y por allá, un atado de ropas unido a un palo torcido y un mocasín polvoriento, como una premonición. En algún tiempo pasado debió haber lucido un encordado de tientos para anudar. Ahora está ahí, abandonado y deforme, mirando desde los ojales, como un cherokee espiando el llano tras una roca gigantesca.
El niño rubio, casi desnudo, en su media lengua, conduce con su pequeña mano de conmovedora ternura, a su hermana, por un sendero al lado de la hoguera.
Llegan a un lugar que parece ser una escuela; puede deducirse que es una escuela para sordo-mudos, por el silencio que casi tiene entidad propia, y por los dos hombres que dialogan afuera en el lenguaje de señas. Frente a una oficina hay una fila considerable de personas calladas, como efigies de cera.
-Es su turno, señorita -dice una correcta señora entrada en años, que observa a la adolescente con cierto desagrado. Ella se presenta con un short mojado, una remera tiznada y las rodillas embarradas, en alegre desparpajo.
-Vengo por el cargo de profesora de Lengua, aunque no conozco el lenguaje de señas - Mientras, recuerda a su vecina Perla, la tartamuda, que con obstinados espasmos de sílabas y testaruda obsecuencia de exhalaciones, había conseguido título. Profesora del bochorno, frente a críos burladores y crueles - Puedo postularme también como directora, porque leí el cartel afuera.
-Sí, nuestra directora falleció y es necesario cubrir el cargo.
-Tengo experiencia de diez y ocho años en la dirección de una escuela secundaria -la secretaria toma los datos necesarios con cierta reticencia y desgano.
Siempre de la mano, los hermanos salen apurados porque recuerdan que han dejado la camioneta con las llaves puestas y en el asiento, una cartera de marroquinería de lujo, un  diseño original, que lleva anudado un pañuelo fino de seda y en un extremo, atado, un anillo enchapado en lazos de plata, o zinc, o aluminio. No recuerdan dónde ha quedado el coche, pero sí, ella sabe que en su cartera está todo el dinero que acaba de cobrar por tantos años de trabajo, premios y retroactivos.
Ya está refrescando y es necesario cambiarse la ropa y abrigarse. Se encuentran en una habitación desconocida. Ella cubre al niño con un abrigo largo de pana negra y se saca la ropa mojada. Está de rodillas buscando debajo de la cama un calzado y descubre que los sordomudos que antes vio, la están observando. Como un pantallazo, ella se ve recostada y desnuda sobre una cama vieja de elásticos oxidados, sobre las dunas que dan al mar bravo, cuando el sol se pone.
Nuevamente salen a buscar los vehículos, pero se hallan en un amplio estacionamiento de tierra humedecida a baldazos. Ella cree recordar ese escenario; en su infancia eran los fondos del Club Social y Deportivo Las Tunas, al lado de la cancha de bochas, donde los jugadores, inmigrantes italianos, se permiten un descanso después de la jornada, un juego de risotadas francas, alpargatas bigotudas con olor a heno, vehemencia y esperanzas de una cosecha próspera. Las rayadas van ganando, cuando una de ellas pega al bochín, y corre a una lisa hacia la derecha.
Van después a otro espacio, porque no se ven los coches, ni a su madre. En el trayecto por un pasillo largo que culmina en una cocina apenas alumbrada, ve a un amigo que le ofrece comer de la gran olla alta de doble asa, un guiso carretero con mostacholis, casi desbordando, a medio cocinar, por falta de líquido.
-No, gracias. Estamos apurados.
Llegan a otro escenario; esta vez, es el amplio espacio que rodea la cancha de fútbol del pueblo, de tablones repletos de espectadores... o quizás sea el campito detrás de la licorería del francés, donde pastan las ovejas, y la oveja negra. Pero la camioneta no está, ni la otra, ni su madre.
Ya comenzó a llover, y el ruido de las gotas tamborilean con intensidad y ritmo acompasado sobre el techo de chapas.
El niño está lejos, jugando con el camioncito de madera azul, el que ella había recibido como regalo de Navidad, de esos que entregaban a los empleados públicos, allá por el '56. Los presos construían juguetes para varones, y las presas, para las niñas; los prisioneros cumplían su condena, luego de los hurtos y las explosiones de la revolución del '45. Ella deseaba una muñeca. ¿Por qué el Niño Jesús no le cumplió, si ella se había portado bien por esos días?, reclamaba entre zapateos y llanto caprichoso.
Ve ahora a su madre, reclinada sobre la huerta, cosecha zanahorias y después corta albahaca... percibe ese aroma añejo de la infancia, esos perfumes que nunca se olvidarán, que perduran en la memoria.
Salta a cerrar la ventana de su cocina, porque el viento la rebate golpeándola con impaciencia, como cuando llegan visitas de ignotos parajes y tiempos. La lluvia se empecina sobre los platos que han quedado en reposo, para lavarlos más tarde. Ese día había almorzado frugalmente un filet de merluza y una porción de arroz blanco. Un regusto a pescado aún permanece en su boca. Aún un poco adormecida, va en busca del anillo, esa rica joya que su esposo le había regalado, luego de una de las tantas reconciliaciones, y ahí estaba, en el cofre. Del libro que ahora toma para leer junto al hogar, cae una foto envejecida en blanco y negro: el padre junto a su hija; una oveja negra restrega su hocico en la falda tableada y a cuadros.
El resplandor de los leños ilumina un rostro ajado por la vida intensa; no es el calor que la abriga, es el frío en la espalda, tremor casi imperceptible, el que le desgrana recuerdos y la hace tiritar.
Cansancio de rutinas, de repetidas olas donde picotean las gaviotas, en la madeja de algas enredadas.
Aprendizajes de la constancia, labores pertinaces para perseguir a la luna y un abrazo protector de aguas amnióticas.
Viajes por carreteras largas que llegan a ninguna parte, trayectos de bohemia y desilusión.
Voces que nunca llegaron a oírse, amnesia recurrente, delirios de la equivocación, canto de sirenas y amnistías demoradas, siempre.
Ausencia infinita que ya no podrá detenerse; mojones de prepotencia, terquedad de faenas, porfía de trabajos, para perseguir a las mariposas.
Retoños que han crecido huérfanas de abuelos; intuición de la inexperiencia y la inmadurez de la madre; bohemia y carambolas del padre.
Objetos obsoletos y anacrónicos, que permanecen en los espumarajos de la resaca y no en el rescoldo, un zapato olvidado, cristales trizados, un guante perdido...

Enciende después la radio y escucha la canción que, traducida dice... No, mujer, no llores!!


jueves, 18 de agosto de 2011

A mis amigos del blog "Mundosilvia"

Así como me complace en lo cotidiano el desafío de escribir, me gratifica profundamente saber que me leen en el inmenso universo de la web. Ellos son de mi país, Argentina, de Estados Unidos, Reino Unido, Singapur, Alemania, España, Colombia, Dinamarca, México, Francia y Perú.
Estoy explorando con la escritura de ficción algunas veces, otras veces algo autoreferencial sobre diferentes temáticas; hago re-escritura tratando de probar estilos diferentes de decir, puntos de vista diversos, sin estereotipos y dando al mensaje tanta importancia como a la forma, sin priorizar uno sobre otro y sin burdas imitaciones. Pero, fundamentalmente, con la intención de perseguir el sentido estético, la poesía y el humor.
Pronto "Mundosilvia" irá terminando, ya que estoy pensando en producir un nuevo blog con otra fisonomía. Por eso, para conocer sus opiniones y sus críticas, para alimentar mi autoestima, para revisar defectos de estilo, para retroalimentarnos, me gustaría que me envíen sus comentarios. No duden en hacerlo, aún si son ásperos y negativos, porque me ayudan a crecer.

Un saludo cybernético.
                                               Lilián

miércoles, 17 de agosto de 2011

Padre (última entrega)

-¿Y qué más?
Pareciera que las imágenes se escapan al infinito, como esas pompas de jabón que al tratar de tomarlas con la mano, se esfuman y sólo queda la ilusión y un poquito de humedad en la palma de la mano.

Un vaso lleno. Un vaso vacío.
Algunas veces, el vaso estaba lleno, como cuando en la Patagonia el viento fresco me pegaba en la cara curtida por el sol, mientras abría caminos y el olor de los matorrales mustios despedía sus últimos aromas al costado de la senda polvorienta.
Otras veces, el vaso quedaba vacío y lo volvia a llenar, mientras en la gamela con los muchachos de la obra, pasábamos las horas entre cartas, apuestas, anécdotas y nostalgias.

Un vaso lleno es dulce
y te da gran alegría.
Un vaso vacío
es triste.
Sólo
hay
que
 llenar
y beberlo
hasta el final.

Llueve. Hay poco trabajo; nos pasamos el día jugando al truco o escribiendo luengas cartas a lejanos amores imposibles; mientras, afuera sopla un gélido viento que se lleva las últimas hojas, algún paraguas y un diario viejo.

Encontré en el baúl de los recuerdos algunas cosas que tu padre escribía cuando se sentía abrumado y sólo el alcohol colmaba los huecos de su soledad.
"... en ese tremendo río, que competía con el Nilo en tamaño y no en hipopótamos, él alguna vez había palpado la blanca arena, los secos excrementos del ganado, el duro pasto azotado por el viento y había sentido en la piel los rayos del sol septentrional, verticales, quemantes.
Ahora ya se había caído el último grano de arena de sus sandalias agujereadas; su piel se blanqueó en los humbredales de las bibliotecas escondidas y sólo perduraba su recuerdo, como un archivo de olvidados y apretados recuerdos.
Fue entonces, cuando sintió el frío de la muerte en su cuarta costilla y se encogió en su esterilla.
A la tarde de ese mismo día, decidió recorrer sus ancestros, preparó su carro de guerra, tomó su alforja y su corto puñal. Llenó la vejiga con bebida para la larga marcha de tres días a través del desierto...
Fue en ese momento que algo extraño le pasó, quedó como suspendido en el tiempo. Saltó a su carro y bajo las nubes, iluminado por un relámpago y acompañado por un trueno, partió".   

-Mamá, pero yo nunca lo vi escribir.
-Acá en el sur dejó de escribir y dejó de pintar. Yo una vez le puse en el plato un ramito de nomeolvides para sustraerlo de los abismos en que caía.
-Como dice la canción flamenca:
"Que cómo quieres 
que amemos,
si no comemos.
Que cómo quieres
que cantemos,
si no amemos".

Un rostro de mujer, enmarcado en una larga cabellera negra. Un solo ojo, como una oscura oquedad. Una boca roja, cerrada e indiferente. Un hombro sensual, marmóreo. Betún sobre cartón rígido en bastidor negro.
El cuadro y su sombrero de fieltro nos recuerdan su presencia. 

martes, 16 de agosto de 2011

Padre (2º parte)

-¿Y, qué más?
Como desenrollando un pergamino gastado y amarillento, cada vez más atrás, se confundn las palabras entre las anédotas contadas y las sensaciones que habían sido guardadas en el archivo más recóndito. Afloran y se develan.
-Era un soñador, y un solitario, como su hermano quince años más grande, navegante que murió solo en las costas de Carmelo.
Lo admiraba, lo imitaba y, a grandes zancadas, intentaba superar etapas. Hacerse hombre, a los ponchazos.
-Nos prestábamos las chicas -su amigo Rodolfo sonríe, mientras recuerda.- Un día nos juramos amistad y prometimos que el que muriera primero le iba a pagar al otro, un peso fuerte argentino -sus ojos celestes, también cansados, saben que el alma de su amigo está volando, quién sabe dónde.
-Su madre, la gringa viuda y vieja, nunca se integró al país. No lo guió, Martín creció a los tumbos. -continúa- Por eso éramos amigos y deambulábamos por los arrabales,de vino y ginebra, a caballo por los descampados, y sufríamos, y soñábamos...

Entonces me presenté. Llevaba en el bolsillo del gabán el aviso clasificado arrancado de un diario leído por ahí y dije que era especializado en el manejo de la retroexcavadora. Me tomaron a prueba, y aprendí con el capataz, en la Panamericana.
Los americanos recorrían la obra por el camino accesorio en sus largos coches, fumando cigarros cubanos y me enseñaron a trabajar en la luz del día y bajo las farolas en la noche. Lleno de tierra, y sin francos, abandoné la escuela nocturna. Con unos mangos en la bolsa marinera me compré un viejo cachivache.
Un embrollo de polleras me hizo juntar valor y los bártulos, y me fui a recorrer las pampas con la cucaracha negra que tuve que reparar, para que no me deje en la orilla de los caminos. Me jugué el resto al azar, que se parece al deseo, pero perdí.
Mandé después mis huesos cansados a una oficina del centro; el judío me tomó, porque después de la prueba, comprobó que tenía pasta para el dibujo técnico. Cuando con la vieja fuimos a Europa, allá con los primos aprendí en una escuela técnica algunas líneas.
"Acuarela mecánica" es el nombre del cuadro. Martín dibujó engranajes, bujes, manivelas, cables, como un futurible que intentara poner en marcha un alma descompaginada, y Cata los pintó con colores intensos.
En la pared del frente, cuelga el cuadro con flores que Magdalena había pintado cuando niña, sobre tela y con bastidor.
Él me contaba que el ruido, los olores de la ciudad, las luces del centro, las chicas de plástico, el escape negro de los colectivos, los rostros anónimos en el gentío, los ebrios y las galerías de arte, lo hastiaron.
Y otra vez, el trabajo rudo y solitario montado en una topadora para abrir caminos y para construir puentes sobre las aguas pedregosas y frías de un río cordillerano.
-Había que entibiar el motor de la máquina para poder ponerla en marcha en las madrugadas; había que prender un fuego con jarilla y ramas secas para derretir el hielo y para calentarse las manos.
-El frío te calaba los huesos y penetraba con alfileres punzantes, hasta el alma.

Y esas lejanías, esas montañas violetas y azules iban tiñéndose de rosa, cuando por el este, el sol iba despuntando.
Pero una madrugada, mientras lidiaba con los fierros, una masa pesada se desprendió sobre la pierna derecha.
Después, cuando lo hallaron aplastado y dolorido, vino el viaje entre ayes y huesos quebrados, y la gangrena que avanzaba y la amenaza de amputar. Y de nuevo, el viaje en tren, y la vieja que ya no estaba en la casa materna, sólo hojas volantes en la entrada, las ventanas trancadas, y las muletas a cuesta, deambulando sin poder reposar los huesos y los músculos cansados. Y el calor de Buenos Aires, y el sudor pegajoso, y la humedad, y...



lunes, 15 de agosto de 2011

Padre (en tres entregas)

-¿Cómo era papá, mamacita? -Cata le preguntó a su madre, años después. Había visto morir esa cáscara seca. Su cuerpo hacía rato había puesto a volar su alma.
Una sucesión de imágenes se agolparon en la mente de Silvia, y porque no había necesidad de levantar las entretelas de la memoria, fue desgranando para su hija los haceres, los sentires, los no haceres y los sentimientos no expresados.
Unas, acuarelas multicolores de alhelíes, violetas y azucenas custodiadas por un zorzal, una gata curiosa y con sigilo y aromas gratos a la memoria. Otras, en sepia, grises, opacas, que como pinchazos, hacían doler los párpados y las sienes.
-Tu padre vivió una vida muy intensa, matizada de penas y reveses -decía, mientras llegaban a la memoria dos hechos trascendentales de su niñez, como él los había narrado.

No sé qué hacía, cómo era antes de que yo nazca. No lo conocí. Lo conocí viejo, nomás, ya enfermo, sin perspectivas, sólo sus nostalgias del pasado. Me contaba, a veces, anécdotas graciosas y plenas de vivencias con mucho humor.
Me acuerdo cuando fuimos juntos a tomar un café, y en el bar, los chicos de la mesa de al lado le dijeron: "Qué linda es su nieta!", y me sentí tan avergonzada...
Yo tenía dieciséis, creo, y papá andaba ya por los sesenta y uno.
Sacaba mentalmente las cuentas y la amplitud entre las edades era una brecha cada vez mayor.
Mis compañeras tenían unos papás atléticos, y sin canas; con el papá de Sabrina íbamos a hacer skí acuático, o recorríamos el cerro con los padres de Maru, o el padre de Gaby nos entretenía en las kermeses escolares.
Igual yo me divertía mucho cuando papá me contaba sus aventuras con su caballo Pitanguá; en el lugar donde hoy hay un gran centro comercial, él andaba recorriendo los bañados de la ribera. Se encendían, en esos momentos, mis deseos de ser una amazona con mi propio caballo.

-Llevame al hipódromo...
-Voy con Elisa a alquilar un caballo.
-¿Me comprás uno, sólo para mí?
-Si tenés un caballo, tendrás que trabajar, y mucho. ¿Estás segura? ¿Lo vas a cuidar? Hay que saber alimentarlo y herrarlo, hay que cepillarlo, hay que tratarlo con firmeza y con cariño, hay que variarlo... -me decía.
Y yo sé que el caballo para mí iba a ser también para él, para hacer revivir sus recuerdos.
Me regaló uno. Le pusimos Capitán. Construyó la caballeriza y me enseñó tantas cosas...   

Como el vaho que se levanta en una mañana de rocío, cuando el sol despunta detrás del cerro, tras la neblina, las imágenes se presentaron.
Un niño en una playa solitaria hace castillos y recolecta caracoles. Después, una cama de yeso, como un sarcófago. Ese niño yació por un año, luego de que sus piernas se doblaron sobre la arena. Y los trapos calientes como fomento estimularon esos miembros tiesos y escépticos y su columna indiferente.
Tiempo después, las ansias de caminar y una voluntad de hierro, tras continuas caídas, hicieron que su cuerpo reaccione y se conmueva. Aunque gibosa, su espalda se irguió y se estimuló sin doblegarse, hasta el final.
-Moriré con las botas puestas -decía.

Como en un cofre en el que se guarda un tesoro, los vericuetos de la memoria, esos eléctricos filamentos -positivo/negativo- conceden la gracia de una revelación.
Un chico de nueve años, se concentra en sus juegos, subido al viejo paraíso y se afirma en unas piernas flacas y arañadas, que se dejan ver por el pantalón cortito y raído...
Una maestra pasa cada día de semana y lo ve haraganeando a la hora de clases.
-¿No vas a la escuela, nene?
-No, aprendo solo en casa. Mi papá murió en un accidente, y mi mamá está muy triste.
-Llamala, por favor. Tenés que ir a la escuela, sin falta.

Los gritos de exaltación tapan el colchón de silencio de la nieve nueva.
Estoy jugando con mi hermana en el trineo que papá había construido a Magdalena cuando era chiquita, con un par de esquíes viejos y un cajoncito. Nos largamos por la pendiente de la calle sin salida.
-Correte, Guido! -y caemos y nos revolcamos y nos reímos.
Magdalena me enseña a sostenerme sobre las tablas, porque ella tiene diez años más que yo. Había aprendido con papá. Él también me enseñó a deslizarme por la nieve plana, y a subir, paso tijera, por la ladera, en el bosque.

Acá, en la Patagonia, los años fueron doblegándolo. Se cansó de tanto trabajar acá y allá y fue perdiendo el humor y con él, la libertad. Su sonrisa detrás de la barba y su mirada atenta, fueron transformándose en una mueca de dolor y en  una turbia y sórdida pequeñez, que ya no deseaba abarcar el ancho horizonte de la llanura.¿Serán las montañas las culpables de ese agobio que no podía ocultarse bajo las arrugas, huellas indelebles, y la barba tordilla?

Aprendí el pelaje de los caballos con una canción que él nos cantaba con la guitarra. Moro, pangaré, ruano, bayo, moteado, alazán, tordillo, picazo, tobiano.
Aprendí cómo acariciar a Capitán, su lomo, su nariz, su quijada y qué hacer cuando el animal se empacaba, cómo conducirlo sin violencia, cómo armar el recado.
-Cuando empieces a encontrar las palabras que te gusta usar, encimera, bajeras, bocado, herradura, te va a encantar! -decía la dedicatoria del libro que María le regaló para su cumpleaños a su media hermana.
Aprendí a conducir a Capitán. Yo notaba que papá me transmitía todo eso, vaya a saber por qué, todo lo que hay que saber para la combinación perfecta entre caballo y jinete. El recordaba, lo sé, cuando a mi edad vagaba por el bajo, en el juncal del río barroso y nostálgico de las mañanas bonaerenses.
Ya me alejé con mi alazán por el bosque de cipreses, por los senderos, crines al viento, de las tardes soleadas y largas del verano.
Nuevamente, la curiosidad, ese bichito inquieto, me atenacea y me lleva otra vez junto a mi mamá.


viernes, 12 de agosto de 2011

La serpiente y las embajadas.

Encanto y hechizo de sikus, charango, un huayno, yaraví de quena, tambor de piel de puma, como una quimera, es fiebre de ensueños, alucinaciones de coca y maraña de las selvas perdidas y secretas.
Iram Birgham, hipnotizador de Melchor Arteaga, por una moneda, por un sol, descubrió desde la ceja de la selva profunda, los vestigios de la ciudad fantasma, testimonios del monumental Inca, majestuosos templos y rocas sagradas.
La neblina va despejándose en Ollantaytambo y el grandioso sol del Perú ilumnina al rumoroso Urubamba, plata torrencial, sueño de orquídias, cedros, romerillos; el amor del hijo del inca por la joven quechua. Quiñuas y laureles idolatran al amor.
Inktipunku místico y ritual se yergue entre la niebla que allá arriba permanece densa y quieta. Se abre la puerta del sol hacia el esplendor de Machu Picchu, la pirámide trunca de la montaña vieja. Los temporales de lluvia y lodo ya han pasado como torrentes y vías de escape. No hay peligro, ni vértigo, ni barro ancestral.
Intihuatana, "donde se amarra el sol", expande toda su energía hacia los cuatro puntos. Norte, sur, este y oeste imperiales. El Templo del Sol es el que indaga a los astros del firmamento; el Templo del Cóndor es una gran masa pétrea de alas majestuosas esculpidas; el Templo de la Pachamama está callado y terco para ofrendar a la tierra; hasta los calabozos y los nichos de encarcelamiento, todo. Todo parece mantener un orden eterno.
Un mítico silencio granítico viene a explicar el magnetismo ritual y místico de las tres ventanas, de las deidades supremas. Tres, número mágico, tres guardianes del mundo de arriba, del presente y del inframundo; protector de la libertad, el cóndor; custodio de la fuerza, el puma; vigía de la inteligencia, la serpiente. Chacana de granito verde de equinoccios y solsticios.
Coherencia de volúmenes, de piedras superpuestas, milimétricas, sin rueda, coordinación de los trabajos, las calzadas, las escalinatas, los sudores, los pórticos, las graderías, los canales y los ductos, las terrazas, las qolqas y los graneros. Andenes, anfiteatros, explanadas, murallas, observatorios, atalayas, labores titánicas, morteros, tinturas y torreones. Todo parece transmitir aquiescencia, un bálsamo que trasunta paz en las aguas claras y mansas que fluyen.
-Inti, Quilla, Chaska, Illaka, te invocamos.
-¡Sáciate, halcón! Sacsayhuaman! -es el grito ritual de las moles mudas que contornean al puma y los murallones erizan su plumaje.
-¡Pásate el cuy! Conejillo de los Andes, quítame los maleficios, la fatiga, el dolor y las penas.
-Apacheta de piedras apiladas, Pikillacta de piedras pequeñas adheridas al barro de los tiempos.
-Chicha, pisco, cerveza y hojas de coca para la Madre Tierra.
-Inti Raymi de Sacsayhuaman, ofrendemos al Padre Inti por la multiplicación del ganado y las buenas cosechas de papa y maíz; Vírgenes del Sol, llamas y pastoras, tejidos del arco iris.

-¿Le interesaría el ascenso al Wayna Picchu?
-No, lo he estado pensando, pero sé que no podría disfrutar ni del paisaje, ni del asombro.- La montaña joven, una pirámide con senderos de caracol en vertiginoso ascenso por la ladera enhiesta; hacia abajo, un abismo inconmensurable de verde profundo y difuso. -No, no sería capaz.
Selva lujuriosa de escalones enmohecidos y naturaleza virgen de flores y pájaros cantores, en el regreso.

-Le dejo la carta -la camarera extiende el listado: locro carretero, pollo al plátano, especialidades culinarias de cuy, rajas de queso de chivo con papas al rescoldo -Le recomiendo cuy asado con batatas.
-No voy a comer cuy; prefiero trucha del Urubamba con humita salada, zumo de limón y de postre, fresas en almíbar de maíz morado.
Concluida la comida, las pozas de aguas termales del manantial son un descanso para el cuerpo exhausto. Aguas tibias, cabeza en reposo, ojos cerrados, aunque por la mente pasan rápidas imágenes. Piedras, cobres, joyas, cerámicas, objetos ceremoniales y huesos de ñustas, las mujeres elegidas para servir a los dioses, y también a los incas.

Hoy esos tesoros están en un museo de Nueva York.
La serpiente de los incas, las supercherías, la diplomacia, los equecos, los talismanes, las embajadas y los fetiches, los harán retornar.

lunes, 8 de agosto de 2011

Ese aire tibio, íntimo, de la esencia femenina. (última parte)

Ahora se sumergen en un silencio placentero y recuerdan.
El, un muchachito inquieto de rulos al sol y de traviesa camiseta transpirada.
-¿Corremos una carrera? -y las bicicletas van a toda máquina por el campo de las margaritas y sus perros lanudos saltan las matas a la hora de la siesta, entre los cerezos de primavera.
-Coloquemos la ventana de la cocina- y él se enoja al recordar que es la segunda ventana que fabrica, porque la primera, que ya estaba lista, la robaron con otros materiales.
Gubia, cincel y serrucho en mano, él solía construir un charango de madera porosa de radal, una pulsera de tronco de retamo, o un anillo de oloroso ciprés, un a alianza de compromiso y va soñando en la familia que está creando.
Ella, una nena imaginativa, ve pasar, como un caleidoscopio, imágenes de su infancia. Con su amiga Ana arman pulseras tricolores con hilos delgados, o collares de caracoles y mostacillas. Acaricia al búho que le regaló el chico de al lado, porque su madre no quiere ese bicho en casa; o lleva bajo el brazo al gato gris y blanco, y lo acaricia con su mano suave.
Todo a su alrededor era dulzura y ausencia de los fantasmas de miedo y de peligro. Su niñez, una bóveda de fantasías, un arcoiris brillante de ensoñaciones y quimeras.
-¿Y si largamos al pato en el lago? Es su lugar, acá está muy triste.
-Se me perdió la tortuga!, ayudame, Miguelina. Vamos a buscarla, pero la amiga ya está deteniendo a los coches para ofrecer sus productos artesanales: colgantes de piedras, soga y maderitas pulidas, que buscaron en la orilla del lago.
Hoy tiene una sensación turgia que la inquieta, son los temores por la vida que se está gestando. Un súbito agotamiento, en el que hay cierta voluptuosidad y bienestar, la van adormeciendo, mientras va pensando nombres para su hijo, enn ese aire tibio, íntimo y brillante, de la esencia femenina. Es curioso, aparecen nombres para niña, nombres de flores. Amancay, Lila, Clara, Mora; se le ocurren nombres de agua, Irupé, Aluminé y va sintiendo una alegría contagiosa. No aparecen nombres de varón, como presagiando, intuyendo que será mujer.
-Soñé con dos varoncitos de cabezas enruladas y reconcentradas, que jugaban con piedras de colores y maderitas -dijo la otra mamá.
-Será nena, entonces, porque los sueños son siempre al revés -por un instante, su rostro reluce en un vago fulgor y en una inefable perplejidad.
Sus pensamientos, como el perfume de una flor, la llevan hacia una tristeza absorta. Fluctúa entre sorpresa y obstinación, y ahí va, entre cristales y caireles, a elaborar una masa dulce de crema y poesía de cerezas. Está hambrienta y devora el arroz con leche y canela en rama. Luego, se arrepiente y comen juntos, algo frugal, mientras imaginan al niño que vendrá.
El desgrana, entonces, unas notas y un rasguido suave, lento y sensual. Un cansancio, un perfume alado, la sumerge en su mansedumbre. Ëxtasis de agotamiento y vuelo. Sueña con orejas de osito, con un babero bordado, con una muñeca de trapo, ojos de botones y poelos de lana, con un bolsillo de apliques en punto cruz.
Apacigua sus sensaciones y queda en calma, como un estanque cubierto de hojas húmedas.

domingo, 7 de agosto de 2011

Ese aire tibio, íntimo, de la esencia femenina. (en dos entregas)

Cava con los dedos y las uñas, la tierra pálida y el limo lavado del río. Mueve los dedos menudos con excitación; como una liturgia mezcla el agua y la arcilla, hasta conseguir la proporción exacta de barro, agua y paja, que es cebada, de tallos huecos. Para hacer adobe es el ideal, porque la argamasa lograda mantendrá el calor o la frescura. Ella quiere modelar el universo, que es su casa, su nido de hornero. Recuerda, al agregar paja mojada, a su caballo, su fiel compañero que la llevaba al galope, pelos al viento, para soñar, para aprender de su nobleza y de los consejos de su padre.
De niña le viene el placer de trabajar con barro; amasando con paciencia, conseguía formas misteriosas, encantados muñecos, flores misteriosas, barcos de pirata, perros mansos, una cacerola para jugar a la mamá, un pino chato y triangular, una medialuna de cuarto creciente, un gato sin bigotes, una cuna con bebé. Luego, los colocaba al sol y se secaban con mansedumbre, en tonos claros, sin quebrarse, sin arrugarse.
-Nunca dejes de galopar, nena! -su madre le decía. Y ella le enseñaba a su Capitán, a pararse en dos patas y a saltar los tocones en el claro del bosque, mientras su perro fiel los acompañaba saltando y ladrando. Después le limpiaba las pezuñas y las herraduras. Aún sueña mientras recuerda, cepillo en mano, el pelaje rojizo que acariciaba. Ella clavó en la cruz del cementerio, junto a la tumba de su padre, una herradura como homenaje.
Prosigue concentrada en una fuerza viva de esperanza; dedos de seda acarician la masa en entrega y le da color al corazón y sonido al cansancio. ¿Qué estará imaginando mientras, con ojos entrecerrados de amor, va dando consistencia hasta lograr una superficie lisa, unida y serena, como la vida que va creciendo?
Le añade a la pared, piedras o vidrio, y como una mantis religiosa está mansa y dulce, como una canción de amor. Levanta ahora la cabeza graciosa desde el suelo trémulo, hacia el cielo de verano, mira, escudriña el azul y percibe desde su centro ¡tantas cosas que antes no veía! y las imagina doradas de luz, como la carita de ese niño que pronto irá a nacer. Una felicidad extraña y nueva.
De pronto, como susurros, escucha la voz de su padre, el capataz de obra. Quién sabe desde qué nube sigue enseñándole y reconviniéndola.
-Agregá más agua a esa pasta -y lo ve señalando con el índice, la batea con el material -para distribuirla más fácilmente.
-Y vos, pibe, tenés que soldar mejor esa estructura. Pensá que la casa deberá ser firme, y ésta es zona sísmica.
-En la obra, es necesario mantener ordenado, guardar las herramientas limpias y retirar la basura para evitar accidentes ... y veo que Uds. no se preocupan por eso, viejo!
Se seca las manos embarradas en el pantalón raído, se saca las botas de goma, se lava y prosigue con otro trabajo. El tejido a dos agujas en nuevas creaciones y fantasías de color.
-Para una bufanda, punto Santa Clara, porque no se enrolla -le decía su mamá -y para la mantita verde, cuatro puntos al derecho, y cuatro, al revés. En cada lazada va imaginando cómo será su hijo. Carita redonda y sonrosada, llena de pecas, las del papá y las de la mamá, ojos verdes o azules, redondos o rasgados y cabello rubio enrulado o lacio y con hoyuelos simpáticos en cada sonrisa.
-Iremos a caminar por la montaña con nuestro hijo -el padre se imagina -y nos quedaremos a dormir en los refugios para ver el amanecer.
-Y patinaremos en la laguna verde helada, allá arriba -sigue tejiendo la mantita verde.
-Le voy a enseñar a montar, y lo llevaré a pasear al trotecito -ahora dibuja mansamente, cuadros al crochet, recordando las instrucciones de la abuela alemana, y en cada cuadro, ve la cubrecama de vivos colores en su cama de niña.
-También haremos castillos de arena en la playa con puente y almenas, para que los decore con caracoles de  nácar.