domingo, 31 de julio de 2011

Una pizarra negra en el camino.

Ciega, no veía por el espejo retrovisor, ni por los laterales. Era una curva cerrada en la ruta y el parabrisas era una pizarra negra y gruesa.
Silvia se desesperó porque no conocía el rumbo y lo que vendría luego del recodo, ni veía el precipicio que caía a pique al borde de la banquina pedregosa, y un poco desmoronada.
-¡Qué hacés, abuela! -gritó Joaquín que se había sobresaltado de la lectura que lo tenía enfrascado, en el asiento del acompañante.
-¿Qué ves adelante? -dijo ella clavando los frenos.
-¡Frená!
A centímetros había un auto estacionado con sus ocupantes empeñados en fotografiar la inmensidad desde el mirador, al borde del barranco.
¡Qué ironía!. Ella no veía, y los otros, en el mirador.
-Por favor, ayúdenme -dijo andando a tientas y encaminándose hacia donde adivinaba un bulto.
No contestaron y raudamente arrancaron, como si hubieran visto al propio Satanás. Mientras, su nieto, sobrepuesto del susto, ya correteaba entre las rocas, descendiendo y esquivando las matas pinchudas.
El horizonte, otra vez, le hacía un guiño. La luz tenue del sol poniéndose, estaba ocultándose tras una nube caprichosa. Silvia sólo veía la pizarra negra, infranqueable que emitia destellos oscuros. El chico volvía ya, porque oía sus pasos apresurados, en el silencio del atardecer. Un perfume dulzón lo invadió todo y ella lo percibió allí, paralizada y estática.
-Te traje esta flor.
Al palparla supo que era una de esas mimosas amarillas de la estepa, que dejan una savia viscosa en el tallo, justamente para castigar a los depredadores que la arrancan de su sitio.
-Vamos, abuela "todoterreno", caminemos. ¿Qué hacés ahí?
No lo escuchaba, porque ahora andaba contorneando un río marrón en el delta, que la llevara hasta la cabaña. Ella sabía, presentía que no debían andar muy lejos. En un impulso saltó y se desprendió un islote de la orilla carcomida del juncal. "Soy como el junco que se dobla, pero siempre sigue en pie" -tarareaba la canción y por ahí andaba, flotando sobre la corriente mansa. "Isla-boñiga", la llamaría porque era una corteza dura, la palpaba, amasada por los años, con tierra, bosta, hojas y lluvias; se sacaba, mientras tanto, la malla mojada y barrosa mietras navegaba, como la flor de Irupé o los camalotes del Paraná. Ella se sentía un nenúfar en ese casi estanque. Y su nieto caminaba a largos trancos acompañándola por la orilla verde.
La isla-bote encalló en una ensenada justo enfrente de la cabaña que buscaba. En la playa, amarrada con un fuerte nudo marinero al sauce llorón, mitad tierra, mitad agua, la canoa celeste con los remos prolijamente acomodados, paralelos. 
-Raro, rarísimo- pensó Joaquín que ya llegaba.
-¡Ah!, llegaron al fin -nos dijeron dándonos la bienvenida.
-¿Te acordás, mamá, de ese gato gris y negro, tan confianzudo, con ojos casi humanos que nos maullaba saludándonos? Entraba a casa husmeando, como si reconociera cada rincón, invitándonos a pasar...
-Sí, esa aparición fue unos meses después de que tu padre muriera -Silvia se aferraba a la baranda, y no veía, la pizarra seguía ahí, negra e indiferente.
-Hoy no está ese gato, pero siento su presencia. Es increíble.
-No sé, hoy no puedo ver, estoy enceguecida. Ayudame a subir.
-El martes los esperamos, vengan a casa -Doña Irene, la vecina, ya se despedía y se iba por el sendero angosto con sus dos hijas hurañas y el niño lelo.
Tomaban mate, oyendo los sonidos del delta y el lenguaje de las torcazas. Silvia, Joaquín y Cata no hablaban.
Sonó el teléfono.
-No atiendan, chicos -les indicó.
En ese instante, como para interrumpir los rings, un contorno transparente con un ajado sombrero pajizo de alas anchas, cruzó la galería. Silvia regresó de la oscuridad y lo vio, y también lo escuchó.
-No me gusta el té, pero las tortas, sí.
 Se miraron los tres, sobrecogidos y asustados. Era la voz de Martín, el esposo, el padre, el abuelo, muerto unos años atrás.
-Iré a las cuatro para tomar unos amargos, doña Juana. Creo que mañana termino de calafatear la canoa. Hasta mañana.
-Click.
La figura translúcida de sombrero aludo no regresó esta vez.

Silvia se despertó hosca y un poco disgustada. Se restregó los ojos pegados, legañosos y doloridos de tanto rodar en la oscuridad para ver y para no ver. Miró hacia abajo y vio sobre el pasto, junto a la hamaca colgada entre los dos manzanos, un tacho de alquitrán, una espátula, un pincel, un trozo de calabrote, la flor ya marchita y el anillo de mimbre que Martín le había hecho en el Tigre, junto a los meandros del río marrón.

miércoles, 27 de julio de 2011

Ayer soñé que soñaba un sueño febril.

Un arco iris vibrante se muestra con todos sus brillos sobre una pizarra de nubes amenazantes hacia el oeste. Me había acostado a todo lo largo del banco, el único desocupado. Ese arco en el cielo me hacía pensar en la bandera del Inca.
-¡Siéntese, señorita! -una mujer policía me obligó a interrumpir mis cavilaciones - En el Cuzco hay que estar sentados.
Me acordé, entonces, cuando una joven residente iba corriendo a su trabajo y la detuvieron por la calle Chiwanpata -Aquí está prohibido correr -le dijeron.
Vi también en la Iglesia de Chincheros el lienzo de la última cena. Ttito Quispe, creo, en la mesa de los apóstoles. El plato principal era un cuy, y me estremecí. Había visto ese conejito de los Andes en su jaula y tan tímido, se escurrió atrás, a una cueva junto al restaurant de comidas típicas. Ese día no comí conejo. Todavía sentía el regusto del té de coca. Soroche, le dicen al mal de las alturas. 3.600 m. Me sentí como un astronauta flotando en el espacio de rocas y cráteres,  y quería correr tras el guía que explicaba, pero no podía.  Saqsayhuaman, "halcón jaspeado". No caminen tan rápido, les decía y alcancé a oir algo sobre Francisco Pizarro. Ahora lo veo ahí, adusto, de sombrero emplumado y peto protector que mira hacia abajo, la celebración del Inti Rayni, que está empezando. Por la calle Juan de Dios vienen colores, danzas, cantos, banderas del Cuzco milenario Tawantinsuyo, que se mueven, pesados, lentos, acompasados. Las momias y las vírgenes del Sol, chirimías, chirimoyos y algodones de azúcar rosado. Es el solsticio de invierno y de la ladera de los cerros, Mama Killa, la luna, y los chiquillos con sus llamas.
-Una foto por un sol -implora una niña sonrisa de labios finos, carita redonda de cachetes colorados y ojos mansos achinados, sombrerito de ala corta y trenza de pelos renegridos, falda bordada con dibujos multicolores.
-Un recuerdo para Ud.- me extiende un jovencito sus dibujos -Esto lo aprendí en la escuela -Es el padre Inti que sostiene un sol desde uno de sus rayos; el otro, es Mama Ocllo, que mantiene en alto a la luna.
Manos gastadas y hábiles de mujeres andinas hilan, tejen y entrelazan los colores de su raza.
Me acuerdo que ayer nomás había visto a los acampados en la Plaza de Armas, alrededor de la fuente de la Catedral y las pancartas de los empleados de la salud. "Peligro, fiebre porcina". "Atrás, atrás, ministra incapaz" -gritan los manifestantes. A mi lado se sienta una anciana curtida por los años y los fríos de la montaña. Expone los productos de la sierra, sus papas, sus ajíes, sus tejidos, sus cebollas.
-Allá traen al Cristo de los Temblores -me dice la viejecita -Está estaquiado en su cruz. Es negro. ¿Por qué? Por el humo de las velas, que lo oscurece cada vez más, y yo no me lo creo. ¿Por qué se llama así? Fue capaz de detener la tormenta y los sismos, y al mar embravecido cuando lo traían desde España.
-¡Ministra Qurichón!, bajate el calzón! -pasa la manifestación y un borracho que ya no puede sostenerse, empina su botella con jugo de chicha morada, balbucea y babea. Las chicharronerías despiden sus olores. Un vaho de fritangas cruza la plaza y los guías de turismo entonan.
-¡Ministra, cuidado, calabaza, calabaza, vete a tu casa!
-... que los políticos no se lleven más dinero a sus bolsillos. Derramaremos sangre, si es preciso, para que al Perú no lo transformen en inculto -el altoparlante atrona. El Inca Tupac Amarú los aplaude encaramado en la cornisa del convento de Santa Catalina. Una ancestral épica de la sublevación que no cesa. Se alejan las guardias femeninas, pero desde la otra esquina aparecen unos hombres de negro y no los echan. Se incorporan a la celebración y a los ritmos, cabezas de cóndor-papel maché y alas de craquelé.
-Me robaron sesenta soles -es la letanía junto a las casas de cambio. La Mancomunidad de Wilcomayo, de las cuatro regiones, desde Calca a Urubamba vienen desde la plaza del Regocijo y se acoplan a la procesión. Bajan también los zombies de la calle de los Procuradores. "Aeropuerto" le dicen, porque los transeúntes vuelan y carretean por esa zona liberada de alcohol, sobornos y drogas.
-Come on, baby- un inglés mareado y confuso tira estocadas vanas hacia la cintura de una joven.
-No, no!. Son cincuenta soles, paga primero -le contesta una morenita de falda corta, piernas bien torneadas y hombros al descubierto.
-Mira, los echan hacia la cuesta de San Blas! Y allá van. "Vamos, guía, que el guía no se rinde". Los guías y los estudiantes de turismo se reúnen frente a la piedra de los doce ángulos y dicen:
-Estos son los trabajos de los incas, y aquellos, los trabajos de los inca-paces-señalando un monasterio cristiano implantado sobre las construcciones incas.
-Damas gratis. Clases de bossa-nova y salsa -dice el volante que promociona un pub, al lado de la Iglesia de la Compañía de Jesús.
La tarde se ha puesto de oropel, cuando un sopor va adormeciéndome. Un coche veloz que baja por el empedrado, por no atropellar a un paseante, derriba una mesa que expone en la acera, toda clase de muñecas de fieltro, símbolos de todas las comunidades. Un danzarín del Inti Rayni, sin proponérselo, le hace caer la máscara a una niña típica, llamativamente alta, de falda multicolor, que no es tal. Es Hiram Bingham travestido, que no lleva su sombrero de explorador, ni su chaleco, ni sus botas acordeonadas.Lleva en su morral un maíz amarillo, una vasija ceremonial de asas rotas, una pieza de oro y una cebolla roja; de un bolsillo asoma su cabeza una serpiente del inframundo, del silencio de los drenajes y de los acueductos. En tanto, Tadeo Escalante, el pintor, me invoca desde sus telas; el cóndor custodia el mundo de arriba; desde el altar de la Catedral, de finísimo oro repujado y plata, junto a un órgano imponente, un cura me convoca, mientras un puma feroz salta al púlpito. Han quedado las marcas de sus garras en la madera de cedro tallada. No se ha sabido qué fue del cura, sólo se halló su sotana. Un angelito rozagante sobrevuela por la calle Ataúd, entre nubes bajas, regordetas y blancas.
-Señorita, amiga!, despierte que es hora de partir. Y porque me agradó conversar con Ud, tome este presente. -y me da una miniatura de cerámica que intenta parecerse al cóndor de los Andes, pero con las alas bajas.
Ahora llueve una lluvia fina sobre el cementerio, pero yo sé que el mundo de arriba, el mundo de la tierra y el inframundo me protegen, como el sol y la luna, un cóndor, un puma y una serpiente, desde la vasija sola, abandonada sobre la manta a rayas, en la plaza. Desde el balcón de enfrente, en el pub, se escucha una canción en francés: "La mala reputación", y yo aprieto fuerte en mi mano la chacana de piedra verde, como un amuleto.



sábado, 23 de julio de 2011

Texturas, olores y sonidos de Lima (última parte)

Puentecito escondido suspira, y suspiro...
A la noche había llovido; la tierra y las flores despedían un agradable olor a humedad y las plantas lucían un verde brillante, intenso.
-¡Qué paz! ¿Será el descanso o es la tranquilidad de este barrio? -ella casi corre por un sendero tortuoso del parque y la falda marrón de amplio faralá se pega a sus piernas, contra el viento frío del mar; hiende su frente y alborota los bucles que asoman de la boina de terciopelo, algo requintado hacia un lado.
Detrás van otras dos mujeres; una, de coqueto conjunto deportivo; la otra, de larga toga hindú con muchos colgantes de bisutería barata y aros brillantes. Se detienen en una baranda del parque y están tomando una panorámica de la Costa Verde. La arena del malecón aún está mojada y los pajarracos picotean en voraz atolondramiento.
Es tan temprano que el sol comienza a aparecer a mi espalda; aún se oye el croar de los sapos entre la vegetación de los prolijos canteros. Sin que ellas lo adviertan, voy a sacarles una instantánea, allá en la escalinata, desde una pérgola de rosas.
Una anciana de negro, mantilla y bastón con empuñadura de oropel, arroja maíz a las palomas.
-¡Chicas, miren!, por allá viene Noelia -la de boina marrón señala hacia la galería, donde se exponen tejidos de alpaca, cerámicas y joyería.
Un chulo adolescente y distraído la mira con desinterés. Las pocas señoritas miraflorinas tampoco admiran a Noelia, de vestido azul sencillo, ajustado a un cuerpo todavía joven y un sombrerito al tono, con una azucena perfumada. Su aspecto es de romántico anacronismo que despierta un toque de ternura.
-Acá dice que éste es el parque Domodossola.
-En mi casa había hortensias blancas y azules, como éstas.
-¡Ah!, por eso nunca te casaste!. Dicen que en las casas donde hay hortensias, las hijas nunca se casan...
-A mí no me preocupa la soltería. Me debo a mi profesión.
-Y yo, ya tuve bastante con mi matrimonio anterior. Paso.
Ellas comentan todo eso, muy cerca de mí, como para que pueda escucharlas.
-Por favor, ¿nos sacaría una foto? -la más atrevida se me acerca y me extiende el aparato. Saco una foto muy poco original, donde las protagonistas posan con sonrisa fingida y complacencia forzada, junto a la fuente.
Me presento: Soy Andrés, fotógrafo aficionado del barrio de Miraflores. Colecciono imágenes y retratos de la ciudad. Ellas son Norma, Laura e Inés, turistas argentinas, de paso por Lima. En ese momento, mientras entablamos una ocasional conversación, llega Noelia, a quien me presentan.
-Soy limeña y anfitriona -me dice una mujer madura de cara lavada que, aunque trigueña de ojos rasgados y negros, ha empalidecido un poco cuando le extiendo mi mano, como si un íntimo temblor la hubiese conmovido.
Las acompaño y vamos en grupo a observar la playa. El mar se está retirando y los primeros bañistas comienzan a extenderse sobre la arena húmeda aún, y los surfistas se aventuran hacia las olas. Les sugiero algunos paseos por la zona, que no deben pasar por alto. "Para conocer la esencia de la ciudad, nuestra idiosincrasia y las tradiciones peruanas" -les digo.
-Quiero ver el Museo del Oro, el oro del Perú.
-Y yo, el museo arqueológico con todas las cerámicas.
-A mí me gustaría visitar el museo de sitio y los objetos pertenecientes al imperio del inca.
- Si de historia se trata, la Huaca Pucllana es un templo que expone todo lo referente a la cultura pre-incaica y objetos ceremoniales encontrados en sepulturas indígenas -les digo.
-Veo que están bien encaminadas. Yo prefiero quedarme aquí, en contacto con esta belleza natural -nos dice Noelia, señalando el paisaje. Sale de su ensoñación, mientrs su mirada profunda y discreta se posa en mí. Adivino un corazón vibrante y enamoradizo.
-A su regreso me encontrarán aquí - Una brisa tibia no alcanza a agitar los algarrobos del parque.
-Me quedo con Noelia, entonces -les digo. La brisa sí le agita el pelo y Noelia suspira -¿Aceptarías caminar por el barrio de Barranco? Quiero buscar algunas imágenes poéticas y contemplar todo desde el Puente de los Suspiros.
Su pecho se estremece y sus ojos me dicen que sí.

viernes, 22 de julio de 2011

Texturas, olores y sonidos de Lima (1º parte)

Ella ha viajado a Lima. Quiere pedir un deseo sobre el puente de los suspiros. Se da cuenta, recatada y pudorosa, que en las misas no encontrará a su hombre. Noelia va envejeciendo en su soltería. Es pálida, tímida, menuda y de mirada opaca y escurridiza. Sobre la costa del río Rimac busca el puente. Desde la alcantarilla de la carretera, en el Barrio El Barranco, un mendicante sucio y zaparrastroso que se le acerca, la orienta, o mejor dicho, la desorienta.
-El puente de los suspiros ya no existe. Lo destruyó el último sismo -le dice.
-Callate, Vargas, no te entrometas! -un policía lo increpa.
-No es así, señorita, el puente de los suspiros está entre aquellos follajes de la barranca. ¿Ve? -le recomienda el guardia urbano de imponente traje militar, como un general -Vaya y pida su deseo.
Por allá va Noelia, por las escalinatas, entre los ficus frondosos y refrescantes, y lo encuentra, escondido y dormido.
-"Puentecito escondido entre follajes y entre añoranzas... Puentecito dormido entre el murmullo de la querencia..." -va cantando bajito.
-Tengo que recorrer estos treinta metros del puente, sin respirar, y pedir un novio -se dice, porque así dice la leyenda, y se ilusiona.
Luego pasa frente a la iglesia de Santo Domingo, pero ni siquiera mira la entrada, aunque es hora de misa. Va pensando en Rosa de Lima, la joven piadosa y penitente, que prefirió mortificar sus carnes con la vestidura áspera, de pinchos y cerdas, hasta que tiró, finalmente, la llave del cilicio, colgada en su cintura.
-Hoy es santa y patrona de la ciudad -¿Por qué tanta vergüenza y honestidad? -se pregunta.
-¡Hola! ¿Nos dirías cómo hacemos para ver las catacumbas? -la detienen tres mujeres que no son del lugar; se acercaron porque esa mujer es de confiar, por su apariencia. La interrumpen en sus reflexiones.
-Es para allá. Si quieren, las acompaño -les dice. Las cuatro son una réplica moderna de las señoritas de Tacna, muchachas que están dejando pasar la edad de merecer. Rictus amargo en sus rostros, que han olvidado las sonrisas, de miradas sin brillo y sin una pizca de encanto.
En el camino ven una fiesta religiosa. Son muchas cuadras de ruidosa procesión colorida. Un rito pagano, parece que en honor a una virgen. La traen en andas; peligra su estabilidad entre los bailarines, las comparsas y la música andina. Sikus, quenas, charangos y raros instrumentos de viento. Porque el viento es la música de Perú. Las vecinas miran acodadas en los balcones azules.
-Es la virgen de Puno -les dice gritando la vendedora de fritangas y maíces hervidos, desde el cordón de la acera.
Las catacumbas interesan a Laura, a Inés y a Norma, por el morbo de las galerías, su aspecto lúgubre y las fosas con costillas, fémures, calaveras, todo en macabra exposición.
-Vean esto, pero no las acompaño al Museo de la Inquisición -dice Noelia - Mucha mazmorra y cámaras de tortura. Muchas estatuas de cera, mucho condenado... Demasiado tiempo me he reprimido yo -les confiesa a sus compañeras ocasionales, mientras van saliendo.
-Nosotras no iremos. Ahora volvemos al hotel. Si quieres, mañana, nos encontramos en el malecón de Miraflores, por la mañana.
Un joven caballero de fina estampa. de chambergo aludo y botas de charol pasa a su lado.
-Lo máximo que no puedo robar es su corazón -y ellas sonríen por el piropo, y por la novedad.
Hay control y seguridad en los parques y en los estacionamientos. Hay operativos antidrogas y la policía camina por la Avenida de Venezuela con cascos y escudos antimotines.
Viejos colectivos, largos, desvencijados y despintados, paran en todas las esquinas.
-¡Sube, sube, sube! -grita el guarda, mientras cobra por la puerta de la mitad del coche.
-¡Me robaron la billetera! -grita Norma, entre el fárrago de bocinazos, gritería y tráfico a esa hora de la tarde. El sol está cayendo y el frío se hace notar, como pinchazos en la cara y en las manos.
-No prestaste atención. El folleto turístico decía: "Tome precauciones ante los carteristas"... "No cambie dinero en la calle" -le recrimina su amiga Inés.
-¡Todo Arequipa, todo Arequipa! -sigue gritando hasta aturdir el guarda - ¡Baja, baja, baja! -y el conductor sabe que tiene que parar en el próximo pardero.
-Cuando los ángeles viajan, los dioses la protegen -otro piropo reciben las tres, aunque en un tono un tanto afectado, de parte de un señor maduro de traje desaliñado y portafolio oscuro.
-¡Todo Benavídez. Todo Benavídez!
-Creo que en la próxima avenida tenemos que bajar.
-¡Todo Larco, todo Larco!
Lima es multicolor y es multiolor, diría. Pescado salteado, dulces, masas, manzanas acarameladas, helados y postres de gelatina de cereza artificial, en la avenida Ricardo Palma.
-Este escritor, el de la avenida, se preocupó mucho en su prosa de la Lima aldeana, por el lenguaje y por las tradiciones. El decía "Hablemos y escribamos en americano" -recordaba Laura, la más intelectual de las tres.
-Pronto tendrán que poner Vargas Llosa a alguna calle principal, el nombre del premio Nóbel actual -reconoció esta vez Inés, la más informada.
-Sí, éste es el barrio de Miraflores. Bajemos.
-Me gustaría ir hasta el Puerto del Callao -es Norma la que habla, la profesora de Historia.
-No, allá no. El folleto indica que es muy peligroso... si una va sin compañía. Y menos a esta hora... ¡No!
Una garúa, una neblina gris, o la brisa del mar, tiñe a la ciudad de melancolía.

martes, 19 de julio de 2011

Salam malecum ( 3º parte)

-¿Cómo te fue en el paseo?
-¡Uy, chicos! Hice muchos recorridos y no hice caso a tus recomendaciones, Darío. Fui a la Plaza Gabriel Miró, descubrí un mundo ignorado en ese barrio, y conocí a un moro divino! -les cuenta - Y mañana pienso ir al Museo de la Asegurada donde se expone la obra de Dalí, Picasso, y otros.
-Mañana por la tarde no trabajo, así que te invito a pasear con el trencito costero. Vamos a ir a Altea, donde vivimos nosotros cuando llegamos -propone Virginia.
En el barrio del Ayuntamiento se respira historia en los muros de tapiales islámicos, en las murallas, en la arquitectura gótica y en las torres medievales, como el sin concierto de los siglos.
Se había detenido observando una de las constelaciones de Joan Miró, cuando escuchó a su lado "Salam Malecum" y vio una sonrisa de reconocimiento.
-Me llamo Ibrahim y trabajo aquí. Puedo acompañarte en la recorrida, si quieres -dijo en perfecto español.
-Soy Ana Clara, y estoy paseando por Alicante -se presentó.
-Quiero invitarte a caminar por la ciudad, más tarde -le dijo sin preámbulos, luego de recorrer las galerías.
En Altea, Virginia le mostró el Bar del Mar, donde ella fue camarera por bastante tiempo. Vieron también a muchas mujeres obesas, enjoyadas con oros genuinos, mucho brillo y ropa bizarra.
-Las mujeres españolas no son como las argentinas, que cuidamos nuestra imagen y combinamos los colores con mucho cuidado -le dije.
-Son de Benidorn, o de Villa Joyosa -me dijo riendo -Ahí van a vivir los viejos que ya no están en actividad, a descansar y a extenderse al sol, sin ninguna clase de recato.
-Corramos, que no quiero llegar tarde. ¡Tengo una cita con Ibrahim! -Ana Clara se siente una adolescente que no se va a detener, ni a dudar. Frente a la estación del tren de trocha angosta, ven a unos "manteros" marroquíes que son perseguidos por la policía urbana.
-Son ilegales que cruzaron el Gibraltar para ganarse la vida aquí; venden artesanías, accesorios y baratijas -Recogen con rapidez su mercancía y logran escapar de la autoridad.
El punto de encuentro es la Plaza de la Santísima Faz. Ibrahim está esperándola de blanco liviano y crudo, con sandalias, una sonrisa que acaricia, y un ramo de flores silvestres.
-¿Cómo te ha ido? ¡Venga, cuéntame, que estoy ansiosa por conocer esta historia romántica! -Virginia estaba esperándola despierta todavía.
-¡Uh!, hermoso. Supe recién, a mi edad, qué es la ternura. ¿Podés creer? La vida te sorprende en cada momento, no? -Y Ana Clara comenzó a repetir la caminata por la ciudad y los relatos de la infancia del moro, inmigrante pobre. Un pillo que vagaba  por las comarcas levantinas, probando todos los manjares que le ofrecían en Muchamiel, que recorría en un borrico la aldea de Jijona,  y los almendros y avellanos.
-"Porque los lirios del campo no hilan ni trabajan, y las pajaricas del cielo no siembran" -Eso me había dicho cuando me compró, en la Avenida Calderón de la Barca, un turrón de Jijena y un turrón de Alicante, para comparar las dulzuras, y también me contó la historia del gremialista pastelero Pablo Turrons, quien le dio nombre a esa golosina. Luego me contó con humor aventuras y los distintos oficios que ejerció: trabajador en los olivares y en los viñedos, guarda en tren, mandadero, traductor de poemas persas, mozo de cuadra, modelo de un pintor, grumete, titiritero, y mucho más..
-Fuimos a comer a un chiringuito de la Playa San Juan. Salazones de arroz con mariscos y molletes de tomate y sardinas, todo acompañado por un vino garnatxa que me dejó medio borrachita. Cuando salió la luna sobre el mar, me recitó un poema.
-"Cada vez que viajo en tus ojos, /siento que monto en una alfombra mágica/me eleva una nube rosa/luego otra violeta/y giro en tus ojos." -Eso me había dicho cuando pasó a mi lado en la plaza Miró -Virginia, en tanto, un poco celosa, hubiera deseado que su Darío fuera un tantito más romántico.
-Amiga, tu presencia y tu conversación, hicieron mucho por la reconciliación con la mujer de mi vida -Le dijo al oído Darío.
-El pesto hizo su parte, también -le contestó, guiñándole un ojo.
Esa noche guardó entre las hojas del cuaderno de viajes, las flores silvestres, para retener su perfume y los recuerdos y se fue durmiendo con el gusto dulce del turrón de Jijona en la boca y en los oídos resonaron los versos. La alfombra mágica la transportó una noche más y no fue la hija del visir, Scherezade, sino una reina a la que el muchacho la había encantado con sus historias y su dulzura.
-Mañana me iré hacia Barcelona -y guarda en un bolsillo oculto de su valija, la servilletcon aquel poema, mientras una mochila va llenándose de emociones.




Salam malecum ( 2º parte)

Esa tarde no había usado el elevador; prefirió rodear la fortaleza recorriendo el sendero zigzagueante, el que utilizaban los pastores, los burros y las cabras, hace siglos. Por detrás del morro, ella había visto un bosque tupido de pinos y eucaliptos encantados.
Ana Clara se detuvo, se sentó en un banco de la rambla y escribió:
 "Es en el monte Benacantil donde pueden apreciarse reminiscencias de la Edad de Bronce, del período romano, del período islámico y de la antigua capilla de Santa Bárbara"
-Parece un folleto de información turística -se dijo- No me gusta.
..."Gruesas paredes de roca, patios, galerías, calabozos, torreones medievales, murallas, puestos de observación. En lo alto, ondea la bandera de España".
Ella, gran caminadora, prefirió regresar por el paseo de Ereta, admirar las flores y las casas alicantinas colgadas de la ladera. Los límites de la fortaleza la habían agobiado. Vio senderos escalonados entre naranjos y jardines y disfrutó del colorido de primavera y la profusión de perfumes de geranios, malvones, Santa Rita y aromos; higueras y nísperos acompañan el descenso por las callejuelas empedradas.
Llegando a la calle Rafael Altamira, muy cerca de la Avenida Méndez Núñez y la Explanada de Espanya, revisa los ragelitos que compró. Un monedero para Tere. Un pote cerámico para Graciela. Dos muñecas para las nietas. Frente a la marina, una feria artesanal, mercadillos y puestos ambulantes, ofrecían una amplia gama de artículos regionales.
-La comunidad valenciana parece ser muy hospitalaria -se dice mientras sube las desgastadas escaleras de mármol del edificio donde viven sus amigos. Cuarto piso con barandas desvencijadas, altas ventanas de goznes herrumbrados y puertas de herrajes oxidados y sufrientes.
-Hoy cocino yo -les dice al entrar -Traigo albahaca que compré en la feria, para hacer unos fideos con pesto. De postre: turrón de Alicante.
-¡Muero por devorar esas delicias! -Darío sale del taller que huele a virutas, barniz y aserrín. Él se gana la vida haciendo decoración de pubs y artesanías para los locales comerciales.

lunes, 18 de julio de 2011

Salam malecum ( en tres entregas)

La ciudad hierve, retiembla, resuena y abrasa en todo su fragor. Se expande hacia todos los ámbitos. Para Ana Clara es mucho bullicio. Es la Explanada de Espanya, la de los baldosones combinados; las gentes no pasan, la pasean a esa calle cabal y erguida.
Prefiere alejarse hacia un banco bajo las palmeras de la costanera y mira el mar, desde el puerto y la marina. Está tan liso e inmóvil que se asemeja a una laguna de ojos zarcos. Es el Mediterráneo, una plancha espejada, adherida a otra fina, como el cristal. Es el cielo azul del Levante.
Ella había llegado a Alicante la noche anterior, luego de viajar desde el viento gélido y la nieve; mucha bufanda, gorra, borceguíes y guantes le acarrearon una tristeza inconmensurble. Necesita aceitar esos goznes oxidados, sus huesos entumidos y regalarle una caricia a ese corazón maltrecho.. no está decidida a contarlo todavía.
Se encamina hacia la Plaza Gabriel Miró, por una calle lateral, donde los paseantes son lugareños que pasan concentrados en la cotidianeidad, a esa hora de la tarde. Junto a la estatua del poeta escribe su diario de viaje, las sensaciones y las vivencias. Los ficus y los gomeros centenarios le dan sombra y reposo, mientrs mira las veredillas deformadas por las raíces que pugnan por subir a la superficie.
-Es increíble: de Andorra, a las playas del Mediterráneo -escribe en su cuaderno - Virginia y Darío me hospedan en su casa. Hoy disfruté del sol tibio, estirada en la playa del Postiguet -y recuerda las voces en diferentes idiomas que se mezclaban y se alejaban con la brisa del mar.
-No camines cerca de la Plaza Miró -le había recomendado Darío -Es el barrio de los árabes. Las cabinas telefónicas y las estafetas postales están camufladas en garitos y casas de citas.
Ana Clara había sido aconsejada convenientemente, pero no le importó, porque primaba la curiosidad y lñas ganas de  ver ambientes distintos y conocer gentes.Vio en casi todas las celosías entreabiertas, banderas con lunas en cuarto creciente y banderas con una estrella tunecina, que cuelgan con descaro de las banderolas y de las barandas de las escaleras misteriosas, como desafiando a los polizontes, a la guardia callejara. Escuchó voces guturales, sonidos graves y gritos entrecortados.
-Salam malecum -un delgado marroquí de blanca camisola, sin tocado y con sandalias, la saluda con inclinación de cabeza. Se adivinan años de turbante multicolor y aretes. Otras palabras más le dice, que ella no comprende, pero le sugieren algún piropo impertinente que alguna vez le dijeron en su pueblo.
-Chau -le contesta con una sonrisa amigable- Que te vaya bien y que la paz esté contigo. El muchacho de paso cansino se aleja con parsimonia y amplia sonrisa de dientes blanquísimos.
Ella mira el follaje oscuro y repasa una larga vida de esposa sumisa y de mujer sofocada por un hombre imperativo, que ya no valora la vida, que perdió el asombro, enfermo, al otro lado del océano.
Ahora alisa su frente y desecha esos recuerdos amargos, cuando al mirar la estatua de la plaza en esa tarde plácida, piensa en las cerezas dulces. "Las cerezas del cementerio", y recuerda lo leído: "Yo padezco tnto queriéndote, que entrego mi vida" Trágico amor. La mujer degustaba esas cerezas, cada vez que llevaba a la tumba de su amante, un ramito de narcisos. Amor, voluptuosidad, erotismo, enfermedad y muerte, en esa secuencia.
-"Quiero hacer contigo lo que la naturaleza hace con los cerezos". Eso pareció lo que el árabe me dijo en la plaza.- Continúa escribiendo en su diario de viajes.
Mientras regresa, va repasando en su mente todo lo que hizo en el primer día de estancia en Alicante.
El sol brillante la había arrebolado hasta colorearla un poco ¿o será el rubor que todavía siente y le calienta la cara?
-Hola, mujer.¡Qué deleite, ¿no? - le había dicho Virginia al volver de su trabajo en un lenguaje conocido, pero con una entonación diferente. Hace muchos años que la chica había migrado a España en busca de trabajo. De abogada desocupada en su país, a profesora de Pilates en una clínica traumatológica y "bailaora" de flamenco en una escuela de danzas españolas.
Cruza la Rambla y pasa de nuevo por "Tarantino", una fonda de tapas, donde había almorzado con Virginia: una ensaladilla rusa, bocatas de bacalao, sándwiches de jamón ibérico y zumo de naranjas.
-Tengo que escribir todo eso. Y también lo que conversamos con mi amiga sobre mi vida y la suya junto a Darío, acá, en España.
Bajo un sol esplendoroso entre las palmeras, que no alcanzan a mitigar los 25º del mediodía, un "cantaor" las había deleitado con su guitarra flamenca, entre mesa y mesa. Ana Clara no para de admirar todo, como si abriera una ventana al asombro.
-Puedes subir al castillo de Santa Bárbara, desde la Playa del Postiguet. Hay un ascensor y una fabulosa vista al mar y a la ciudad. Se ven las albúferas y también Benidorm -le había recomendado Virginia.
-Sí, ya he satisfecho algunas necesidades. Ahora voy por las posibilidades -le había contestado.


sábado, 16 de julio de 2011

Caleidoscopio cordobés y duermevela (última parte)

Entre las piezas de porcelana de Bohemia y las modernas de Checoslovaquia, me parece ver a un Al-Arabí, adusto y con ceño fruncido, que observa las armas en el salón de los arcabuces y se encuentra con un doble de Alfonso, el Sabio, en la sala señorial de tapices flamencos y barrocos portugueses. Estilos y siglos se acumulan en desorden de luces amarillas, iluminados por candelabros de Moisés de siete brazos, aceite de oliva y sal.
-¡Oye!, qué pálida estás, necesitas un descanso. Te llevaré hacia los baños árabes. Ven, tomemos la calle Céspedes.
Ahora somos tres. La Aurora, la Carmen y yo vemos a los polizontes acercándose por la acera de enfrente.
-¡Oye, tú!, recoge tus telas que viene la autoridad -Carmen les avisa a los marroquíes que sobre un paño en la vereda, exponen para la venta sedas, chalinas, mantones y unas cuantas chucherías más.
-Estos son ilegales -me explican y yo veo a un Averroes moderno por aquí, a un etíope por allá, que con una velocidad inusitada de práctica continua, recogen en un rollo su mercadería y saltan el cerco de piedra, llevándose todo hacia la ribera.
Ciudad lúdica. Ciudad insomne. En un esquina, un duende flamenco. Gitano lusitano, espiral del ritmo, sobre un entablonado improvisado, da su espectáculo a la gorra. Y en la otra esquina, artesanías de cuero y marroquinería, filigranas cordobesas, cerámicas y recuerdos de una Córdoba que repentiza, que colorea, que conmueve la sangre, que pone frenesí a la vida.
Ahora quiero masajes con aceite de oliva para los dolores del corazón y de los huesos trajinados. Quiero también máscaras en el rostro con aceitunas maceradas y que un moro de la medina me apantalle con un ramito de hojas de olivo bendecidas. Magia del agua del califa, vapores minerales, samovares sanadores y un té de tilo o de lavanda, que me solaza, me calma, en la tetería de la Plaza de la Corredera. 
Me duerme un sueño de caballos, con monarcas, con filósofos, con ciudad palatina y con sabios. Julio Benítez, el cordobés, espía detrás de una nube, al lado del arcángel San Rafael y los poetas. Manolete no seduce al toro puro nervio. Con ajustado chaleco de terciopelo, guarro atrevido, persigue a la Aurora que perdió el clavel y está custodiando, como un tesoro, el rosetón mudéjar, para llevarlos a los claustros del Convento de Clausura. Y el Guadalquivir, largo ajetreo, que todo atesora en sus entrañas, pasa y transcurre.

La música de la radio me despierta. Volvió la luz. El despertador me llama para afrontar un nuevo día, que será, por cierto, también una sucesión de hechos para protagonizar, sensaciones girantes y desafíos audaces, que me arrancarán de la modorra cotidiana.

viernes, 15 de julio de 2011

Caleidoscopio cordobés y duermevela (1º parte)

En la duermevela, o la vigilia, antes del sueño hay torbellinos de representaciones, o en momentos antes de despertar los símbolos pasean y coloreancomo un caleidoscopio en libre albedrío. Sonámbula y somnolienta, la mente fantasea, aletean los párpados  y una sonrisa asoma, tímida y asombrada.
Es momento, entonces, de vibrar la vida que fluye, como el Guadalquivir en la Córdoba andaluz. Afloran el recuerdo y las imágenes que me embrujaron cuando recorrí sus callejuelas, sus rincones, sus puentes y su monumental historia.
Comenzaba a ver las paredes encaladas de las casas donde cuelgan macetones rebosantes de geranios rojos, como si quisieran rescatar la sangre de los toreros derramada en la arena de la lid. Malvones morados, como vestigios de sangre vieja de judíos y conversos, al pie de la Cruz del Rastro. Nardos y jazmines que compiten con el aroma de los azahares en la Plaza de las Flores.
Todo eso veía, como si fuera una película a todo color. Fuentes cantarinas, agüita clara bajo el Puente de Miraflores. La Aurora del Barrio de La Magdalena contonea sus caderas y sus tacones y lleva un clavel blanco en su seno y otro rojo en su cabello.
Todo eso iba pensando cuando se produjo un corte de luz. Al momento de encender una vela me imagino a Cervantes, de calzas, jubón con valonas y pantuflos, escribiendo la historia de los dos truhanes que asolaron la Sevilla del siglo XVII, emparentados con rufianes y golfos, la flor y nata del hampa. Esos muchachos pícaros de "la treta del mete dos y saca cinco".
En la Posada del Potro, afuera, en las cuadras y los corrales, se encierra el ganado para las ventas. En el comedor, febril con pluma de ganso, escribe las aventuras, sin entender los negocios que establecen los comensales de la taberna. Ellos se alojan  en la planta alta; habitaciones con barandas pletóricas de flores y tejadillo de madera. Levanta la vista de la penumbra que propaga la pobre lumbre, y ve, al atardecer, el patio de malvones, tinajas y ruedas de carros. Sólo oye el bufido de los caballos briosos y el mugir de las vacas. Llega el tabernero con una fuente chirriante y la deja sobre la mesa tosca de madera, junto al candelabro. "Sólo quiero una morcilla, que en el asador reviente... y ríase la gente" Versos que había escrito otro poeta, tal vez, sobre la misma mesa. Ahora, mientras come, se desvela con Quijote y con Sancho y hace caso omiso a la leyenda que una y otra vez, relatan los forasteros de la planta baja, cuando Pedro, el Cruel, mandó requisar la Posada del Potro y encontraron incontables cadáveres y joyas preciosas. Se decía que aquel mesonero mataba a sus hospedantes y se apropiaba de sus bienes. Relato popular. "A Dios rogando, y con el mazo dando..."

La Aurora, que parece ser mi anfitriona, me lleva por la Puerta de Almodóvar y vamos hacia la Mezquita-Catedral. Aljama laberinto de columnas, por donde se esconden emires, visires, ibéricos, islámicos, visigodos, dos culturas encimadas. Y salimos. Aves acuáticas, molinos y remolinos que refrescan el espíritu. La mente gira por el Alcázar de los Reyes Católicos, la Ajerquía, la medina de Azahara, el Cristo de los Faroles, el Puente Romano. Bandera de España. Bandera del Islam. Tres sabios, Maimónides, Al-Arabí y Averroes, brillo en los ojos, cejas negras, barbas recortadas, turbantes blancos talibanes. Magia, historia, hierro en las almas y Alfonso X, corona de oro y rictus amargo. Tres religiones y un solo Dios.

Y giro y giro como un trompo desquiciado. Cervantes, cuello en lechuguina, sayo bizarro y gallardía. La pintura de Murillo que vi en Sevilla. Rinconete y Cortadillo. "El collar de la paloma". Cortesanas, grandes amores, recuerdos del harem y "La chiquita piconera" en el Museo de Bellas Artes me mira con aburrimiento y desdén, hombro desnudo, liguero y tacones. Caballo andaluz, caballo árabe por las caballerías reales y el zoco municipal...
Aurora me invita a tomar un carajillo en la tasca de Pepe. Desde el ventanal puedo ver a ciertos Rinconetes y a ciertos Cortadillos. Uno le quita la cartera a una señora gorda de atuendo brillante y alhajas de artificio. Debe ser una turista de Benidorm.
-¡Quítate, chaval! -le grita, pero no alcanza a detenerlo... ya se va por la calle del Buen Pastor.
Ciertos rufianillos de pantalones anchos, cadenas, aretes, tatuajes y descaro indecente abundan por el zoco, a la pesca de algún desprevenido paseante; veo que entre la muchedumbre le sacan la billetera a un caballero español de galera y bastón con empuñadura de oro, que mira el espectáculo de hip-hop y rap.
Aurora ve a su amiga, la Carmen, que está siendo retratada por un artista callejero.
-¡Carmen! Vente después, que estamos en lo de Pepe -le grita con escándalo para que los que quieran, escuchen.
-¡Venga! -contesta, mientras mira con altivez a los muchachos que pasan sin prisa. Ellos sí escuchan, mientras eligen y se deleitan con el colorido ramillete de niñas que se ofrecen en la tarde solariega.
-Vamos, argentinita, por la Plaza de las Beatas. Hoy es viernes y es día de guardar.
-No, llévame por el Barrio de Santa Marina y San Agustín, y al Palacio de Viana -le contesto.

lunes, 11 de julio de 2011

Un prócer lampiño y sin caballo. Un helado de sopa de gaspacho (3º parte)

-Vamos, papá, a revisar las carnadas -Los sedales están extendidos entre los juncos de la costa.
-¡Picó una!
-Y acá hay otra -la trucha arcoiris platea a la luz mortecina del atardecer.
Mientras, va llegando Agustina tambaleándose entre las piedras y enredándose en el pasto alto y verde.
-Mañana vamos a trepar al Cerro Pelado, preparate, Joaquín, que va a ser buen tiempo.
Y Magdalena se queda con la más chiquita en casa, cuidándola y cuidando la panza de unos cuantos meses de embarazo.
-Sé discreta, Agus -decía la chiquita a su hermana.
-¿Qué es discreta, Cande?
-No sé, me la inventé -Ella quiere tocar a cada persona con una palabra, una creación propia, una que le gustó por el sonido, una que escuchó, sin conocer el significado.
-Vamos, ahora, que tengo que buscar para mañana, tierra del jardín y tierra del compost, en dos frascos; es para analizar el PH en el laboratorio de química.
-Y para mañana tengo taller y vamos a hacer perfume de rosas y otro de lavanda. Tengo que buscar pétalos y flores.
-Ya te dí, abuela, una bolsita con flores de lavanda para que la pongas en el cajón de las bombachas - dijo.
-¡Ah!, y yo, el jueves tengo taller de tejido. Vamos a aprender a tejer con dos agujas. ¿Me das unas lanas de colores?
-Cuando sea grande quiero viajar por todos los países que me llaman la atención, por ejemplo, Jamaica.
-Y yo quiero conocer los peces de colores en el mar Caribe.
-Estoy estudiando inglés para ser como la tía Cata, viajera y trabajadora.

Los nietos la han agotado.
Los recuerdos la han gratificado y quedan, como flotando en el aire, un barquito de madera, un aroma de lavanda, unas galletitas de limón, una carita sonriente, y veneno embrujado en un frasquito.
-Mamá -me había dicho Magdalena hace como quince años -mirá lo que me regaló un chico.
Un tulipán delicado, tallado y repujado sobre madera. Ella me lo extendía para que lo admire, paciente y desconfiada.
-¡Ummmm!!
-Esta noche me pasa a buscar para ir a cenar.
-¿Cuál de todos los chicos? - Y Silvia revisa en su memoria, el aspecto de los que la buscaban para andar en bicicleta. Uno de largos pelos renegridos. Otro de pelo corto, hirsuto. Otro flaco, estirado y rubio con rulos.
-Es el que te llevaba tu termo enganchado en el manubrio y lo rompió con los sacudones. Ese día no pudimos tomar mates. ¿Te acordás?
Silvia ahora va fluctuando en las olas profundas del sueño, con los sentidos flojos y distendidos, que la llevan a soñar la profesía de una gitana.
Un dinosaurio pigmeo.
Un tartufo sincero.
Un bonsai de sequoia gigante.
Un gusano de seda en parapente.
Una causa limeña de camarones en almíbar.
Un helado de sopa de gazpacho.
Una bandada de tordos blancos y de palomas negras.
Una foca surfeando en el Amazonas.
Un prócer lampiño y sin caballo.
Un cardúmen de hipocampos azules.
Un....
Una...

domingo, 10 de julio de 2011

Un prócer lampiño y sin caballo. Un helado de sopa de gaspacho (2º parte)

-Yo voy con vos, abuela, porque como no ves nada, no vas a encontrar los hongos-  El bosque está húmedo con olor a hojas corrompidas por la lluvia abundante de los días pasados. El sol brilla ahora.
-¡Encontré dos, miren! -y es una fiesta de hojas, aromas y pinches de abrojo.
-Perdí mi palito, ¿me buscás otro? Una ramita de ciprés.
Ha vuelto Joaquín, desgarbado y pálido de ese cansancio gratificante en los músculos. El remo le ha despertado gran apetito y come un corazón, una lunita y dos tréboles de cuatro hojas.
-Hoy hicimos el circuito dos veces, desde la playita hasta la curva del Km. 20. Estoy cansado... mañana, abuela "4x4", te invito a recorrer el bosque, allá en la loma de los manzanos y las mosquetas, donde nace el arroyito.
-Y nosotras vamos a reventar trufas.
Silvia recuerda cómo Magdalena en sus juegos favoritos, aplastaba hojas y hongos hasta hacer un jugo maléfico y le agregaba ese polvo de esporas, finas partículas que se esparcían, marrones, por el aire, después de un certero zapatazo.
-Vamos a hacer experimentos con Ale y le agregamos agua podrida, la que queda en la pileta de plástico, que ya no usamos. Vamos a jugar a las brujas -decía Magdalena cuando tenía la edad de su hijita menor.
-En el galpón de papá tenemos nuestro laboratorio.
Joaquín también es un precoz científico-tecnólogo. Hace barquitos de madera y se llena de aserrín y barniz para ponerlos a navegar en la laguna llena de juncos, detrás del parque de juegos.
-Vamos a hacer nuestra investigación de campo- le dicen a su abuela.
Salen las dos, rumbo al lugar donde está creciendo un muérdago con sendos guardapolvos blancos pero manchados; una, con una carpeta bajo el brazo; la otra, con un lápiz en mano. Y ambas, con marcos de anteojos de científico. Una lleva blandiendo con cuidado, una jeringa con un líquido verdoso de hojas aplastadas.
-Vamos a inyectarle "foto...sín...te...sis" -dice Candela.
-No, no es fotosíntesis. Me dijo Joaquín que es clorofila -dice Agustina.
-Bien, midamos para ver si crecieron más hojitas -y lleva un centímetro de costurera y un dedal -Porque no le puede hacer mal a la planta!.
-Vayamos a la placita "rompidita" -decía Agustina -y se trepaba al tobogán de maderas rotas o se colgaba de las cadenas de la hamaca sin asiento.
Su madre, de chica, tenía un trapecio que su papá le había preparado entre dos troncos de ciprés y veía el mundo patas para arriba y cabeza abajo, con su hermana y su amiga Claudia. Hoy le dura el interés por trepar, por sostenerse en la pared de roca con ganchos y correas. Tenacidad de arneses, insistencia de mosquetones. Al llegar a la cima, entre respiración acelerada de cansancio placentero, mira allá, en el horizonte, cómo el sol va poníendose entre nubes rojizas y somnolientas.
Con sus amigos construyeron una casa sobre el árbol alto y conversan.
-Ayer la espié a mi hermana cuando se bañaba ... tiene pelitos.
-¿A vos también te salieron granos?
-Sí, pero me pongo alcohol en gel y listo.
Siguen conversando y guardan en el bunker, un serrucho, un martillo y unos cuantos clavos torcidos. Un cartel sobre la puerta dice "El fuerte de los amigos", con pintura blanca sobre una tabla.

sábado, 9 de julio de 2011

Un prócer lampiño y sin caballo. Un helado de sopa de gaspacho (en tres entregas)

-Abuela, te explico que para la brazada de crawl, tenés que doblar el brazo a la altura del hombro, para que no te lastimes las articulaciones.
-¡Ah!, pero yo aprendí cuando era muy chica, que se hacen con los brazos estirados, paralelos y pegaditos al cuerpo.
-Hagamos una carrera -ese chico de doce años ya la deja atrás, aunque se esfuerce.
De todas maneras, a Silvia, ese nieto le está enseñando siempre algo nuevo, y no es cuestión de desaprovechar enseñanzas. Piensa en todo eso. Las semillas sembradas florecen en cada temporada con un renovado fulgor y se estremecen en una profusión de colores. Las flores que está recibiendo como regalo, provienen de sus nietos, sin dudas. 
Ella está buscando la cuchara de madera en el cajón de la mesada, y encuentra una carita que le sonríe, contorneada en azul sobre papel recortado. Es Agustina, quien siempre que la visita dibuja febrilmente caritas de niños que lloran, que están cansados, nenas asustadas, rostros que ríen, otros que duermen plácidos o que se asombran.
-Ahora yo digo qué vamos a dibujar -dijo Candela cuando sus nietas se quedaron un rato en su casa.
-Primero, frutas. Y la que termina primero, tendrá un premio.
Suena el teléfono, y debajo del aparato asoma un papel doblado con pintitas violetas salpicadas con acuarela y en un blanco de la hoja un mensaje: "Premio de Candela"
En una sola mirada aprende la armonía de los gestos con las almas y ve papelitos cortados, papelitos pintados, papelitos con mensajes, escondidos debajo de una maceta, en el hueco del reloj de madera, colgados del portallaves, y se imagina que habrá otros en los lugares más inverosímiles. Estaba dispuesta en cualquier momento, a retirar con cuidado unos harapientos y deshilachados recuerdos, como un tesoro, se enmohecen en el fondo de la memoria, como fumarolas sofocadas.
La más grande, Agustina, es muy lectora de historietas, y la más chiquita, Candela, es una lucecita que mientras hojea los cuentos, va inventando historias, o repitiendo lo que tantas veces su mamá le leyó. Esos cuentitos eran los que Magdalena, su mamá, y su tía Cata habían manipulado cuando eran chicas. Algunos de ellos eran los del tío Roberto, gastados y manoseados, que también habían sido un botín precioso para sus hijos.
-Les propongo hacer masitas.
-¡Sí!, porque mamá nunca nos deja. Dice que le ensuciamos la cocina. Ella hace galletitas de manzana con canela.
-¿Vamos a usar los moldes con formitas, quieren?
Entonces sumergen las manos en la mesa enharinada y se pegotean con la pasta dulce.
-Pasame el de corazoncitos y el de triángulos.
-Yo quiero el de trébol de cuatro hojas.
-Voy a hacer muchas lunitas -y la mesa se va llenando de formas de color indefinido. Esas manitos están pringosas de manteca y miel, de ceritas de colores y de polvo de hojas de otoño.
Un rato antes habían estado eligiendo una roja, otra amarilla, otra marrón para guardar en el viejo atlas. Ellas viajan cada vez que revisan banderas, países, paisajes: una montaña, un río, algún castillo y rostros con gesto ceñudo a los que Candela, a escondidas, les dibuja un bigote, unos labios rojos, o una nariz de payaso.
-Cuando yo era chica como Candela, mi mamá hacía estas galletitas -les decía Silvia, mientras van levando sobre la mesa de madera -Hacía una fuente grande y las escondía sobre el ropero, para que no me las coma todas de un tirón. Entonces, me subía a una silla y las iba comiendo despacito, saboreando y dejándome bigotes de azúcar blanca que me traicionaban y mamá me descubría, al instante.
Hay una memoria gustativa de masa esponjosa con cascaritas de limón y quiere transmitir a las nenas las mismas sensaciones, para que olviden, para que les lleguen en soledad y en silencio, como un soplo líquido de pausa blanca.


viernes, 8 de julio de 2011

Cuando el volcán estornuda y bosteza... (última parte)

Él no puede gritar pero sí puede oír voces, y voces, y gritos y más gritos, más amenazas... y todo eso lo aturde. Sus orejas están para custodiar esa cabeza calva y redonda que llora y destila sin detenerse. Sus manos siguen inertes, ni siquiera atinan a taparse los oídos para no escuchar, para no atormentarse.
-Un picotazo más y lo tenés!!. Ganamos!!!!-la riña de gallos y el juego son su perdición.
-Ahí tenés, Centella, que te aproveche! -y lo deja tirado entre los juncos del bajo, al marido despechado, ebrio de ginebra y desamor.
-Perdiste, Rosendo, que las deudas del juego se pagan, entendés? -y el filo de su cuchillo termina la disputa.
-Quiero a "la perla del oeste", la nueva, me oís? No me dés una ramera vieja -eso exige a punta de revolver a la madama del amueblado.
-Una más en la mandíbula, ya está, y me vas a dejar el campo orégano con la viudita de la pieza del fondo -le grita al Toto, el compadrito del conventillo.
-Dos billetes pa'ese pingo, y que gane, porque sino te hago liquidar al jockey -amenaza.
-No me mintás más, china, que cazo el cinto y te fajo ahí nomás ...
Gritos, voces, todo gira en ese pequeño recinto y parece que se superponen.
-Fuera, perro, que te cago a cuetazos.
-Papá, jamás te perdonaré el abandono.
-Y yo tampoco voy a perdonarte las borracheras y los golpes.
-No servís para nada, ni en la cama, puta!!
-Dale, apurate, agarrá la bolsa marinera, que viene la prefectura...-es contrabando de cigarrillos uruguayos en las costas del Río de la Plata.
Fulleros en garitos de mala muerte lo persiguen. Pirigundines tristes lo atraen, como una obsesión. Desatinos de alcohol, y delirios giran, mientras el volcán estornuda piedras calientes. Ahora, al atardecer, bosteza cenizas somnolientas entre pinceladas en rojo y gris.
Un dinosaurio bebé raparte ternuras y regala piedras blancas, livianas y porosas. Golpea con la cola a su puerta, pero él no puede recibirlo, porque desvaría entre voces girantes que lo taladran, que lo torturan.
-Si no volvés, me mato. No puedo vivir sin vos...
-No me maltrates más... me voy, no aguanto más.
-Deberá presentarse, para su descargo, en la oficina de atención a las víctimas del delito.
-Esta comida es un asco.

No puede verlo, porque de sus dos oquedades manan lágrimas sin enjugar en el zaguán, que ya se transformó en un laberinto.
La música de la radio lo despierta. Volvió la luz. Afuera sigue el gris ceniza de una calma sospechosa.

jueves, 7 de julio de 2011

Cuando el volcán estornuda y bosteza... (en dos entregas)

Tristeza de la penumbra en pleno día. No es neblina, no está nublado. Tampoco es la pizarra del cielo, momentos antes de comenzar a nevar. Es la ceniza volcánica suspendida en el aire. No se ven los vibrantes colores del otoño; el panorma es gris de arena y de polvo. Los rosales y toda la vegetación están cubiertos por una capa de gruesa arenisca. Gris es también el corazón y el alma de todos, como si la esperanza de ver el sol y los colores, fuera inalcanzable y quedara sólo la nostalgia en un horizonte que no se vislumbra.
Afloran en su recuerdo las imágens de antaño, que lo habían embrujado, sin que él se detuviera a pensar un instante, siquiera, que el bullir de la vida y sus torbellinos, estaban en sintonía con su vitalidad y su fuerza. Eran los días en que muy a menudo, roja era la sangre y rojo él veía todo, cuando como un toro embravecido resolvía a puñetazos en el cuadrilátero, los ataques de su contrincante. Rojo quedaba el puño y su entrecejo, como roja era la pasión que lo impulsaba hacia las mujeres que abordaba, que eran muchas, y sin poesía, sin corazón, sin embeleso, las iba abandonando una a una, porque no presentía que en algún momento iría a estar solo, como ahora. No escuchaba los gritos, ni el llanto profuso de ellas, las abandonadas de aquellas baladas. Ya iba en busca de otra nueva aventura que excitara su alma y sus músculos, y que culminaba, cada vez, como él lo requería. Golpes, furia, tumulto en la calle, discusiones, desenlaces fatales, a veces, en los bajo fondos donde merodeaba; alcohol, embrollos tupidos de puños, patadas de lucha libre, entre la caterva de amigos y enemigos de las esquinas orilleras.
Ahora no ve más en rojo. La película se ha tornado en blanco y negro, o gris, según parece.
Todo eso iba recordando cuando se produjo un corte de luz. Muy seguido sucede esto, desde hace varios días, y hay que acudir a las velas. Hay silencio de radio, de noticias; no se sabe la tempertura, ni el pronóstico, ni por dónde vuela la pluma del volcán que expulsa, desde sus entrañas, todo eso que a prisiona a la montaña. Los vuelos se cancelan, porque los aviones no están acostumbrados a ser pájaros ciegos que vuelan entre cenizas.

Desde el zaguán, mira hacia afuera el paisaje nuevo. Los gritos se calman, los murmullos cesan... ¿será el silencio o seguirá soñando un silencio? Un dinosaurio rengo y desvencijado, que perdió la cresta y las espinas, pasa frente a él, como una sombra, como migajas de realidad, que pronto se deshilachan en el polvo que flota en el ambiente.
Sentado con las manos en las rodillas, paralizado y extático, arrobado por el silencio que guarda, sólo presiona las nalgas contra la silla dura; las plantas de los pies descalzos, sobre el piso frío; las manos, inertes;  la espalda, sostenida y recta; el cuello, erguido y sin torsión, y la cabeza, estática. Por momentos, cierra los ojos para no ver, y luego los abre con horror, desde esas órbitas vacías, para dejar salir las lágrimas que  le corren por toda la cara, hasta las mandíbulas, y después por el pecho, por los costados y por la espalda. No se le acumulan en la barba, porque ya no la tiene, y su cabeza es lisa, una bola que perdió el pelo, y las mañas, y el olfato, porque la nariz se le desprendió, como una costra seca, hace tiempo. La boca, es una sola rajadura informe, que algunas veces boquea, como una boga ciega y torpe en las aguas de limo y las ciénagas. Sin dientes y sin lengua, ya no puede gritar.
Es menester ver la clase de silencio que le queda; sobran los guijarros, las arenas, y las cenizas. Y sólo imagina piedras livianas y blancas que quedaron yacentes en la playa. No las puede tocar, ni las puede sentir. Ni el fantasma del dinosauro lo puede llevar a palpar la blancura rugosa de las piedras, que en un bostezo gigantesco el volcán exhaló.