viernes, 16 de diciembre de 2011

Mel

No sabía cómo decirtle eso que pensaba, sin apenarla. Sus miedos lo atormentaban, poque una nueva vida debe ser un acontecimiento para ser consagrado, y no una penumbra oscura de sinsabores. No podía ser padre, no se sentía como un padre; para eso hay que dejar lugar en el pecho y hacerle un huequito a la dulzura -se decía. Inquietudes espinosas de un cuervo, sobresaltos de un tordo sorprendido, congojas pegajosas de una lechuza enigmática. Ell los guardaba, receloso, ¿para qué? Y no se decidía a abrir la jaula a esos pájaros negros, para que vuelen por el cielo de Portugal.
Ella, "mi pequeño Bambi", como le decía, percibía otra cosa diferente en las palabras que escuchaba, unas voces tiernas que la iban penetrando por todos los poros, como una lava candente, por las grietas de la montaña de sus pechos sonrosados y generosos. Hasta que una mueca de tristeza se dibujaba en su nariz de motas rojizas. Su inocencia y su frescura eran como una pieza de ternura y  terciopelo.
Es un anochecer espléndido para dejarlos volar y arrancarlos de su pecho-pensó. Ya salió el lucero y las ramas de los tilos apenas se mueven entre las sombras que avanzan.
Se amodorra ella, se encoge, y en cada suspiro, deja escapar una brisa de esperanza, de calendarios y de lunas y el sueño profundo la mece finalmente, como una cuna que arrulla. Querubines de manitas regordetas de hoyuelos tersos, flotan bajo la luz pálida de una sala blanca y prístina; no alcanza a ver los nombres impresos en las cintas ceñidas a sus muñecas; dedos largos de piecitos inocentes, otros gorditos y cortos; ve uno de frente comba, por la izquierda, otro de cabeza rubia y pelitos suaves, en la cuna junto al ventanal; el de más acá tiene larga cabellera negra y una muesca en el mentón; ojos que ríen, párpados cerrados, caritas de sueño, todos tomados de la mano, danzan en un cielo luminoso y azul, sobre una pradera verde de tréboles perfumados. Ninguno se parece a ellos dos.
-Papá, juguemos -una carita pequeña con dos pocitos profundos en las mejillas, le sonríe. Una manita blanca se posa sobre los papeles de su escritorio y luego se alza, llamándolo, y lo lleva con paso inseguro hacia el jardín de su madre, pletórico de azucenas y lirios azules. Abejas inquietas liban y un mangangá a rayas compite con zumbido inquietante, entre las flores. Por entre las ramas de los durazneros, todo es un murmullo confuso en sordina, de abejas, de sol y de colores tenues de la tarde. -Esto es "mel" -le dice en su media lengua de dedos pringosos, de sabia, pistilos y néctares. Los rulos claros se sacuden sobre los hombros de niña y frunce la nariz salpicada de pecas y de polen.
Siente a lo largo de su espalda cómo los dedos de él le recorren vértebra por vértebra, cómo unas yemas suaves le redondean caricias circulares, cómo unos pelizcos pequeñitos le sacuden la cintura, cómo, al darse vuelta, somnolienta aún, un beso tibio le templa el ombligo, cómo unas manos despejan su cabellera oscura para poder ver su cuerpo de luna, cómo esas manos fuertes le presionan las caderas, cómo una marea de aguas cálidas le recorre toda la superficie de su piel, cómo una corriente eléctrica le sacude las extremidades hasta las uñas, cómo sus piernas primero aprietan, y después se aflojan, cómo su centro se precipita en lentas gotas de placer, y se adormece, cómo se detiene todo su cuerpo de melocotón hasta brillar, como relucen en verano las flores del duraznero.
Los pájaros prisioneros han salido y ahora son trinos de sol que alborotan el jardín y el huerto. El perfume de la madreselva y el rocío de la mañana le ilumnia una sonrisa, primero en los ojos, y después le abre los labios satisfechos, porque ya echó a volar sus miedos, y le cuenta.

-Será niña, y la llamaremos Mel.

domingo, 11 de diciembre de 2011

2046

El temblor de párpados silentes anuncia imágenes que nadie más puede ver, sólo el; una lente turbia cubre los ojos redondos y negros de pestañas oscuras, que destellan por momentos. Repentinamente, se abren con estupor y vuelven a cerrarse; la frente se ciñe y se distiende, a la par que inspira hondo y exhala en cortos estertores, como si el terror apareciera y se asomara tras la mascarilla que insufla aire puro y sanador.
 Seres autómatas se desplazan, rotan, seextrapolan y se trasladan a pocos centímetros del suelo, sin rozarse, sin mirarse, prestos a trepar al tren aéreo que ya parte. Tal vez los llevará a las aguas saladas del Mar Muerto, para dejarse contener sobre las aguas y el lodo curativo, y para que el sol intensísimo los haga renacer. Necesitan esas caricias para desvanecer los dolores del cuerpo y del alma. ¿Tienen alma? ¿O sus espíritus volaron y se estrellaron contra esa atmósfera oscura e impenetrable, como si fuera un inmenso chapón de cuarzo y silicio de brillo vítreo y artificial? No son estrellas en el cielo de Groenlandia, son espectros de apariencia estelar, son quásares de frío criogénico. No volaron. Esas almas se sumergieron, abruptas y a borbotones, por los conductos de desechos tecnológicos, de una ciudad de sonámbulos que, pesadamente, se mueven. Son vidas a medias, sin recuerdos y desprovistos de futuro.
Huyen con sus mentes en blanco, como si su pasado hubiera sido subsumido y robado por un cleptómano de los fabricantes de memoria, artistas o escritores que fracasan, y lo vuelven a intentar, cada vez, con tosudez. Les habían quitado los recuerdos de su infancia, de su lugar, de su vida adulta, cuando el estrecho del Bósforo se amplió en un gran maremoto que terminó por unir el Mar de Mármara con el Mar Negro.
Otros confluyeron, ávidos de sobrevivencia, en Technópolis, en los momentos posteriores a la explosión del Monte Balbi y la lava candente comenzó a descender hacia las tierras bajas de la Papúa de Nueva Guinea y Bougainville.
A esa ciudad hiper-tecnificada, habían arribado los habitantes sufrientes por muchas pérdidas de seres vivos y de objetos. Su pasado se había hundido en un santuario ecológico de vida sana en la desembocadura del largo río Amazonas. Habían resistido al hundimiento de la Isla de Marajó, cuando el calentamiento global hirvió el océano, el mar y las aguas dulces.
Las cabinas de psico-guías, son atendidas por hologramas de voz aguda y metálica, como símiles de humanos; están abarrotadas, y filas de rostros torturados van a rogar con sus tarjetas magnéticas, para poder ver un nuevo equinoccio de primavera, o disfrutar de la luz rosada de una aurora austral, o un amanecer en Septentrión.
En el Mercado de Salud, hombres y mujeres mecánicos expenden programas cibernéticos de oxígeno-terapia, cremas dermoexfoliadoras para despellejar la cobertura antigua de esos cuerpos provenientes de Anatolia, o de Occitano, quizás; otros pujan por conseguir un nuevo corazón que les permita conocer el regocijo y desenterderse de esos corazones de chatarra, que ya no vibran, ya no palpitan, ya no sienten.
Se venden grageas de oxitocina para lograr reconocerse; otros se inyectan esta hormona para estimular la glándula pituitaria; pueden adquirirse píldoras para aromarse con feromonas, perfumes o aceites de atracción sexual. Todos estos productos representan un grito de auxilio para mejorar los intercambios sociales. Se dice que ha caído estrepitosamente, como las bolsas financieras, la venta de ozonadores y su gas tóxico y azul de veneno, ya se pierde por los albañales, porque todos imploran un canto a la vida. Ahora piden un mantra, una oración, mientras las mantis religiosas se posan, casi inertes, para capturar unos insectos moribundos; junto a un charco pestilente, una mascota peluda de pelos de plástico y parlanchina, repite y repite sonidos incoherentes, cuando se van acabando las baterías.

Ahora, el cuerpo yacente en la cama del hospital se sobresalta, cuando la ventana de visillos blancos se golpea una y otra vez. Afuera el cielo es plomizo de tormenta, y el viento sacude unas hojas de otoño que pasan frente a su ventana. Sobre la rama de un sicomoro, arrulla una paloma. Abre sus ojos y ve a su lado, la sonrisa de unos ojos que anticipan la sonrisa de unos labios calmos, que quieren insuflarle vida y curación.

miércoles, 7 de diciembre de 2011

Amapola roja, Anahí incendiada, feria de domingo. (última parte)

-¿Cómo llamarán a tu hija?
-Amancay, nombre de flor -el rostro de Amapola se ilumina al imaginar esa carita de piel cetrina, de pómulos altos, de mentón aquerrido como su raza, de ojos... ¿negros o claros? y de cabellos rubios enrulados de su padre gringo y chacarero, que cultiva el lúpulo y la avena.
-Y yo todavía estoy buscando un nombre. Me llamaron Anahí por la leyenda de la flor del ceibo, de la indiecita guaraní que se incendió atada en la hoguera, por amor. Soy mezcla de madre siciliana y de padre judío, y nací en Alto Verde.

Pulseras, brazaletes, aros y colgantes con plumas de caburé, se exponen sobre una estera. Xilofón plañidero. Una gitana insolente presagia futuros. Un hippy viejo despliega augurios de paz. Un hindú se extravía entre sahumerios de sándalo. Música etno. Aromas que incitan. Olores que excitan. Melodías de brisa y susurros de flauta. Suspiros de alas. Ritmos afiebrados. Tamboriles, timbales. Caricias de gemas. Estatuas que añoran el bosque tallado. Música tecno. Rock de la feria.

Las dos mujeres, sin proponérselo, se sumen en un silencio profundo.
Amapola se sumerge como una sirena que sueña, en las profundidades de un lago y ve gnomos juguetones que se esconden tras una araucaria; unos se deslizan por un tronco musgoso, otro acaricia la piel sedosa de los hongos; otro recoge piñones; más allá, varios cosechan los frutos del manzano añoso, y los más audaces, saltan sobre las piedras que lame el agua traslúcida.
Anahí flota sobre un camalotal en las aguas mansas y vigorosas del riacho marrón. Un jolgorio de trinos y chillidos se impone a una acordiona chamamecera y un sapucay que suena allá, en la isla. Como un caleidoscopio de reflejos, ve a una iguana vieja que se arrastra despellejándose; cuelga un camoatí de abejas y miel oscura; una comadreja bigotuda sale de su madriguera y los pejes dorados, tornasolados, saltan en la red que arrastra la canoa pescadora. Dos gurises panzones y renegridos de sol se esfuerzan en la faena. Por el bañado, los pájaros alertan en alboroto estremecedor, y las ramas de un sauce lloran de nostalgia por volver a oir a los grillos, al zorzal, al petí-rojo, el croar de las ranas y ver los puntitos de luz de las luciérnagas, rozando la panza pinchuda del palo borracho, y piensa.
-Si es varón, será Moisés. Si es mujer, ¿Rebeca o Angelina?... No. Estoy segura. La llamaré Mutisia, la flor más bella de la cordillera.

Amapola roja, Anahí incendiada, feria de domingo. (primera parte)

Absortos, mirando hacia arriba, en la bocacalle, el grupo observa la fantasía de hilos brillantes que se enmarañan en círculos concéntricos, perfectos y parejos. Se extienden desde un poste de luz de una esquina, hasta el otro, y se repiten en la otra esquina, de igual manera. Arañas pequeñitas tejen, hacendosas y febriles, en los extremos, como si algo las apurara, percibiendo quién sabe qué. El cielo azul y plácido contrasta con los reflejos hacia un lado y, entre parpadeos y ayes de admiración, ya vislumbran por el sur un nubarrón compacto y oscuro que viene acercándose con la celeridad de un torbellino. La vegetación exhuberante de la isla comienza a agitarse. Una lluvia violeta y lila de Santa Rita tapiza el suelo sediento y remolinos de polvo se alzan para opacar la brillantez de la telaraña gigantesca, que va columpiándose peligrosamente, sin romperse. Aroma de azahares de un limonero se esparce; los jazmines se quebrantan y despiden su perfume, como una despedida. El Pampero arrebata todo lo que encuentra a su paso. Una chapa, dos canaletas, cuatro tejas musleras pasan sin detenerse. Un sombrero de paja se desbarata contra una tapia; sábanas y broches sobrevuelan en loca carrera y se levantan las polleras de las muchachas que se apresuran a recoger fuentones, ropas, cepillos y jabones. Copitos de algodón del palo borracho, florecillas celestes del jacarandá y rosadas del lapacho, van flotando ahora sobre el arroyo de lodo que corre vigoroso frente a las casas. Negro el cielo de chubascos y vapores. Las arañas aún permanecen asidas en la tela que, poco antes, brillaba al trasluz,  y ahora se ha estampado contra la madreselva y el paredón.

Anahí, con su relato, ha logrado desconcentrar el sopor de Amapola, ensimismada en los hilos de su telar y los dibujos "mapuche" de los colores de la tierra. Terracotas y naranjas de raíz de maqui, verde-amarillos de cortezas de arrayán y morados del jugo de los arándanos. Teje en líneas oblicuas, franjas puntudas hacia arriba y hacia abajo. Será la manta para el hijo que espera,  y no está a la venta.
-Sí, los bichos se anticipan a las tormentas. En tu litoral  y en mi terruño, siempre es así -sin sacar la vista del entramado, Amapola reflexiona.
-Esa vez -recuerda los cuentos del abuelo -la cordillera se había vestido con sus más preciadas galas. Manchones de notros rojos sobresalían del verde intenso, matas de zarzamoras florecidas y las mosquetas, pintaban de rosa las faldas del Piltriquitrón. Creo que todavía no era la época de floración de los arrayanes. Era octubre o noviembre y los vientos de primavera se empecinaban con los coihues, los abetos y los manzanos. Teru-teru gritaban aquí y allá los teros, para proteger a los nidos y sus crías. Los caballos montaraces corrían furiosos en estampida, y se detenían en seco, al lado de los potrillos asustados; los perros cimarrones aullaban por las casas y las bandurrias se inquietaban volando hacia el norte para luego bajar  y escarbar con sus picos agudos,  y devorar las lombrices de la orilla del río Azul. Allá, el sol comenzaba a declinar, sin entender por qué la tarde se hacía noche. Las gentes auscultaban el horizonte sin comprender por qué, rayos eléctricos surcaban el firmamento, para responder a la furia de estruendos y relámpagos en esa pizarra oscura. Un cono de humo y de calor se elevó de pronto, desde la montaña lejana, dibujando formas fantasmales que se deformaban al instante: una torre, una pirámide, el hongo de una "ruca", una columna se desmoronaba... -sus ojos inquietos transmiten la fascinación por lo que no vio, pero imaginó de las voces de sus ancestros -Tan concentrados estaban en la contemplación, que no adivinaron que el volcán iba a escupir arena y cenizas. Todo eso había sucedido cuando yo  aún no había nacido. Los animales anticiparon el descalabro de la "mapu".
En la feria comienza el ajetreo del domingo. Hilos y lanas traman historias. Vasijas  y cuencos inspiran nostalgias. Sonidos que arrullan, licores que embriagan.

jueves, 3 de noviembre de 2011

Marinas y ruido blanco.

De niña me gustaba ponerme en la oreja un caracol de los que había recolectado en verano, en la playa, para recordar el mar, en la llanura de tierra adentro. El sonido de las olas rompen Splash allá donde comienza el socavón de arena y Splash, dondo ya no hago pie, y después la espuma blanca y el rumor de las algas, almejas, guijarros, Splash, llegando a mis pies. En ese cóncavo salobre, calcáreo y mineral, rescato el graznido de las gaviotas, el chillido de los loros en las barrancas y el aleteo de aves de plumaje mojado, hasta que sacudiéndose, despegan y vuelven a juguetear sobre las olas.
Ahora no logro percibir recuerdos sonoros marinos, pero puedo oír rumores, imperceptibles, casi, o tal vez los imagino, allá afuera, sobre el alfalfar florecido y violeta, tachonado de mariposas amarillas y naranjas. Una paleta de pintor y una mano febril traza pinceladas gruesas sobre una tela azul, un cielo transparente y el verdor del campo. Puedo oír, o reconocer el zumbido de abejorros negros y rojos que curiosean en el jardín de la abuela. Crisantemos y gladiolos vencidos por la brisa, se inclinan en rumor perfumado y las margaritas, me quiere, no me quiere, se despojan en cada pétalo, uno a uno, y parecen gemir cuando al final no me quiere.
El agua del aljibe fresca y cantarina chorrea del balde de chapa y me lleva a oir el agua del canal que corre mansa sobre las calas blancas de pistilo tenue. Y otra vez el agua me retorna el sonido del mar y la brisa. Comienza a espumar la arena que vuela seca y se deposita sobre la playa mojada. El viento murmura hasta ulular y luego se calma, para volver a empezar su runrun acompasado, a intervalos regulares. ¿O no es el viento?
Veo un enjambre de abejas en el panal que cuelga del algarrobo legendario y la cera, delicada capa, resguarda la miel y la dulzura. Dentro de mi oreja, nada dulce, nada armónico se oye. Sólo escucho un bisbisero, como si las mujeres devotas difundieran el último chisme del vecindario, tapándose, apenas, con las mantillas negras de la difamación, al lado del confesionario. De nuevo, la ola estalla dentro de mi oído. Preferiría no escuchar, no sentir, no oir ciertas cosas que no quiero saber.
Agua de borrajas. Sonidos borroneados. Turbiedad e ilusiones.
Y más tarde las olas se van y vienen roces de libélulas, como de gasas que danzan, se encogen, se extienden y se sumergen en el agua del hisopo insolente; por un momento, los sonidos se interrumpen y es otra vez el mar que me llama en borrasca indolente, y me atrapa como una obsesión, como una condena...

-Bien, señora, haremos un lavaje de cerumen la próxima semana. Mientras tanto, colóquesa estas gotitas para calmar.

sábado, 29 de octubre de 2011

Un moscardón cargoso entre lengüetazos y caricias.

Estornudó fuerte y en esa violenta exhalación expulsó polvo y babas. Tenía en la boca un sabor a tierra humedecida, como cuando empieza a llover y el campo despide todos los aromas, los de los pastos sedientos que sacuden la sequía prolongada, de meses, y se renuevan con la garúa que cae mansa. Sintió con la lengua, en la comisura derecha, un surco y un hilito de costra. Otro impulso de tos y de catarro le hizo abrir los ojos que no querían abrirse, y apenas vio, a ras del suelo, el rocío sobre las hojas pinchudas de la gramilla. Cerró fuerte los ojos, apretó los párpados hasta el dolor y los abrió nuevamente. Las gotitas de rocío sobre las hojas de la hierba, transparentes, se sostenían en equilibrio sobre los extremos agudos, y ya se deslizaban lentas, hacia abajo. Chupó también unas gotas frías que descendían por la nariz; era salobre el sudor. Se preguntó, entonces, qué hacía ahí.
Desde esa perspectiva, podía ver sólo un segmento liso, un rectángulo ocre y verde, pero no más allá. Entonces imaginaba que el campo empezaba a renacer, cuando una claridad tenue asomaba entre las pestañas y le hacía cerrar los ojos, una y otra vez. Una franja rosada se distinguía allá lejos; eran los cardos que en esa época acababan de florecer. En la copa de un algarrobo gritaba un chajá y arriba de él "cucurreaban", se arrullaban, las torcazas. Desde el polvo divisaba un pájaro que se posó en un poste  y las gallináceas pardas andaban picoteando en el pastizal húmedo. Un tero chillaba muy cerca, y después ya eran dos. Sería primavera, cuando nacen los pichones y ellos tienen que cuidar el nido, porque suele haber extraños forasteros merodeando. Las palomas rumoreaban en ruidoso despertar. Debían ser muchas en el árbol que no veía, el que ahora empezaba a extender sus brazos para brindarle sombra y frescor.
Había sido una noche agradable y los olores nocturnos eran intensos, agrios, dulces, pegajosos. A la china le gustaban esas noches, su perfume y la cadencia de los sonidos, cuando aparecen las luciérnagas y cantan los grillos. Le dio el gusto a la moza y la llevó a ver la luna llena, grande como un queso que asomaba por el naciente. Ella se puso querendona, se le fue la "ariscura" y se dejó tratar. Se cobijaron abajo del piquillín y él la cubrió con las pilchas, después la destapó para verla mejor en la claridad de la noche. Era octubre, quizás.
Un moscardón gordo, negro, casi verde tornasol le zumbaba alrededor de una oreja, molesto, y se posaba sobre esa costra encima del bigote que seguía por los labios.

-Algo debe haber pasado, Liborio. Si el muchacho dice que va a venir, viene. Buscalo -le reclamó.
En el silencio abrumado, ensilló el moro, montó de un salto, la saludó con la fusta y se fue al tranco para el lado del rancherío de los Maidana. Pensaba que el hijo se había "empedado" en el camino y se quedó dormido, o tal vez andaba otra vez entreverado en líos de polleras.
-¡Juera, Negro! -el perro, su compañero ladraba y rascaba la tierra frente a un socavón. Una vizcacha o un zorrino... Tan flaco estaba el "Malón" que mejor podría dedicarse a perseguir liebres. Para esa época eran muchas las que correteaban asustadizas y atentas con las orejas paradas e inclinadas hacia un lado y otro.
Iba siguiendo el camino inverso al recorrido que debía haber tomado el hijo, desde los campos de Escobar hasta el "fondo de la legua". Si había salido a la madrugada, antes del atardecer, a más tardar, tendría que haber llegado a las casas. El pangaré es un buen flete, de boca blanda, ligero para el trote corto, viejo y fiel, aunque corcoveador cuando se asusta de nada. Y el Pitanguá, un perro bicho y compañero.
No había rastros de ellos, menos ahora que los maizales se elevaban, verdes, a ambos lados del camino.
No sólo el moscardón cargoso lo inquietaba, los lengüetazos del perro le acariciaban la frente y los suaves empujones de su pingo, constantes y tesoneros, cabeceando, lo mantenían despierto. Todavía no comprendía qué hacía ahí, en esa posición tan incómoda, en torsión, apoyado sobre un hombro inmóvil.
El Pitanguá oyó un trote entre el bicherío de la tarde, chicharras y graznidos de atávicos fatalismos, estiró las orejas y olfateó hacia el poniente. Una polvareda se elevaba en la resolana picada de tábanos y flotaba en el aire calmo, con el rumor silvestre. Hasta allá fue corriendo en un alboroto de ladridos y latigazos de su cola. Enseguida apuró el paso y galopó hacia donde el perro lo llevaba.
-¡Hijo! -gritó mientras desmontaba.
Pero el hijo no entendía, sus ojos abiertos no veían, estaban traslúcidos y cancinos, en una larga abulia, sin ver ya, junto a la piedra gorda y ensangrentada que asomaba debajo del algarrobo.


viernes, 21 de octubre de 2011

Gaviotas en picada (última entrega)

-...Al llegar más cerca, comenzamos a ver un cuerpo flotando, hinchado. Era un ahogado de varios días ya. Los pelos flameaban, lentos, sobre las olitas suaves, hacia arriba, hacia abajo. La camisa parecía reventar. Dí un palmazo sobre el agua lisa para ahuyentar a las gaviotas que venían a posarse sobre el cadáver... y con la paleta del remo lo pinché y se hundió en la espalda blanda. Tenía unas zapatillas azules con cordones blancos, me acuerdo. Al darlo vuelta, la cara nos sobresaltó, porque ya no le quedaban los ojos, y la nariz, que parecía bastante prominente, estaba picoteada o mordida. Se podía ver hasta el hueso blanquecino. Los pejes, o los pajarracos, tal vez.
Los chicos se miran y en esa mirada parecen darse fuerzas, como si se apretaran las manos frías para acompañarse y seguir escuchando.
-...En una de las vueltas, apareció la mano derecha que había estado colgando, inerte, hacia abajo. ¡Animal!, me gritó Buby, cuando me estiré para sacarle el reloj, tironeando, tironeando. La mano, la muñeca y los dedos parecían a punto de estallar, hasta que logré sacarlo. Nos fuimos remando a brazo partido hasta la orilla, sin hablar.
Afuera la lluvia y el viento arrecian; los escuchadores, de frente, sienten el calor de la chimenea, pero por la espalda les corre un chorro de agua helada.
-Cuando llegamos miré con atención el reloj. Era uno sencillito nomás, de agujas y a cuerda, de esos que ya no se ven. La malla de cuero estaba reblandecida ya. Ahora todos son relojes digitales, a pilas, o a cuarzo, con un montón de chirimboilos, con alarma, con fecha, y con cronómetro. Lo dejé sobre la mesa de luz y traté de dormir, porque ese día, "intensidad", había sido la palabra para definirlo.
-¿Y después? -Ernesto pregunta impaciente, porque esa historia nunca la habían oído. Otros relatos de Don Teodoro, casi los sabían de memoria, pero justo ése, no.
-Había dormido a los sobresaltos y sobre todo, me había bañado en transpiración... -hace una pausa larga y parece detenerse y dejarlos con la intriga -Me desperté cuando ese reloj, sin alarma, sin embargo, sonó y en la pantalla titilaba una luz amarilla, y marcaba la hora: 15.05.
-Sería la hora en que murió, o que lo tiraron al río, o que lo mataron en una emboscada. ¿Quién sería el tipo? ¿Un contrabandista o uno de esos "patacheros" que andan en velero los domingos, pero no saben navegar? Quién sabe.
-Callate, Chimango, dejalo seguir.
-...Ese día, agarré ese reloj y lo fui a tirar al río, desde la playa de juncos. Lo revolié lejos, así se lo devolvía al muerto, que estaría flotando todavía, o tal vez ya lo habrían retirado. Ese reloj maldito pertenecía al río. Y cayó lentamente hasta el fondo, que no vi. Nunca más merodeamos por esos lados.
-Buby -continuó- había ido a buscar los zapatos del viejo. El zapatero remendón le había puesto media suela y chapitas en la punta y en el taco, y para entregarlos, los había envuelto en un diario. Mi hermano se acercaba exaltado señalándome la noticia que había recuadrado con un fibrón rojo: "Hallaron un cuerpo frente a las costas de Prefectura, Seccional Olivos". Leímos: "En el bolsillo trasero del pantalón, una libreta de enrolamiento casi destruida dejó leer el nombre: Evelio Espíndola, nacido en Gualeguay el 14/2/46. Se desconocen las causas del deceso, aunque ya se han iniciado las actuaciones del proceso de investigación".

Volvieron caminando casi sin hablar, hasta que Ernesto partió el silencio de la tardecita en parcas palabras.
-¡Pucha! Tendríamos que haberlo grabado, porque otra vez no nos va a contar esa historia.
-¿Te animás a escribirlo, Chimango?
-No sé.

Gaviotas en picada (en dos entregas)

La tarde transcurre lluviosa y los chicos debaten qué hacer en ese día brumoso. La pava chifladora avisa que el agua está lista para el mate, o a punto de hervir.
-Acordate de ponerle agua fresca a la yerba para que se vaya hinchando, porque si la metés muy caliente, el mate se lava muy rápido. Ernesto recomienda lo que había aprendido de su abuelo, el que cebaba unos mates querendones y espumosos, de esos que unen y favorecen la reflexión.
-Podríamos salir igual y vemos después qué hacemos -El Chimango vuelca el agua humeante en el termo de plástico.
-Primero terminemos este trabajo para cumplir con el profe. Acá tengo los materiales. Este aparato es genial!. Lo dibujé a escala -la sagacidad del Bicho, y su ingenio muestran en el papel el aparato para medir las sensaciones. Una cinta magnetizada que se coloca en la muñeca del paciente, está unida a un instrumento de precisión con una aguja imantada, que va dibujando en una cartulina, la evolución de las emociones. Escuchan el material grabado con relatos de diferentes características, los que el Chimango ha escrito. En el margen derecho de la hoja, hay una gráfica con gradaciones que van del uno al diez, en diferentes colores. De uno a tres, en azul: indiferencia, frialdad. De tres a seis, en verde: interés, curiosidad. De seis a ocho, en rojo: exaltación, excitación. De ocho a diez, en negro: miedo, pánico.
-Ya lo tenemos bastante armado, pero tenemos que ampliar el tipo de relatos y perfeccionarlos. Cada persona reacciona de manera diferente- Ernesto chupa el mate sin degustarlo y lo devuelve.
-Me parece que si vemos a Don Teodoro, podremos incorporar más historias.
-¿Se imaginan? Después de la Feria de Ciencias, hacemos la patente de invención con propiedad intelectual y todo, luego vendemos el invento a la Policía, a la Justicia, a psicólogos, y todo eso- agrega Ernesto y en sus ojos se refleja un horizonte luminoso.
-Dale. Vayamos.
El viejo está hoy en un alto nivel imaginativo, creando dentro de su incipiente locura. Los recuerdos afloran en toda su intensidad. La magia de sus palabras son como si un conejo saliera de una chistera, o como si una paloma blanca revoloteara, un tanto mareada, una vez sacudido el pañuelo multicolor de un mago.
-Mi hermano y yo siempre andábamos vagabundeando por el Río de la Plata. Ese día el río estaba más marrón que nunca, y ni siquiera los rayos del sol calcinante lograban entrar para ver hacia abajo. Una calma chicha hacía que rememos para mover el "Snipe". Ni una brisa había; la vela quedaba tiesa como una pantalla de cine, así que la bajamos porque no tenía sentido tenerla izada -el mate de Don Teodoro está más rico que otras veces. Él ceba  y cada vez vuelve a depositar la pava sobre los leños del hogar, para que no se enfríe.
Los tres chicos se acomodan, inquietos y escuchan con extrema atención.
-...El sol quemaba a eso de las dos de la tarde. A unos cuantos metros más allá se destacaba una mancha blancuzca, por donde las gaviotas bajaban en picada. Estábamos a kilómetro o kilómetro y medio de la costa, así que comencé a avanzar a puro remo y mi hermano timoneaba -Otra vez el viejo extiende el mate con la bombilla dirigida hacia el convidado. Así debe ser cuando el que ceba, ofrece un mate ,como se brinda compañía, camaradería, y hasta una historia. Sus ojos se achican con ese histrionismo que lo caracteriza cuando narra, como si el sol le hiriera, a pinchazos iridiscentes, la vista. También los chicos llevan en el semblante la marca de la inquietud. Teodoro, en su fruición, ceba en estrella: uno para Ernesto, uno para él; uno para el Bicho, uno para él; uno para el Chimango, uno para él. Es como si el mate fuera el motor que va impulsando las palabras que fluyen.

jueves, 13 de octubre de 2011

Nunca chatarra espacial ( última parte)

Ya es de noche; no podrá ver los campos sembrados de trigo, ni los alambrados o las tranqueras, ni las vacas blanquinegras. Las recuerda ramoneando o comiendo de los rollos de alfalfa diseminados por el llano, o echadas a la sombra de los eucaliptus que bordean el ingreso a una propiedad, sedientas, semidormidas.
Ella vuelve a su pueblo, que ahora se ha transformado en ciudad. Cierra los ojos y la nostalgia le dibuja imágenes de su infancia. Sus primas y ella, siguen los caminos que marcaron las babas de los caracoles entre los canteros de la abuela; ellas, colgadas de la tapia, espían al "viejo de los gatos", el vecino italiano y misántropo que cría y come gatos de los colores más raros, manjares que acompaña con achicoria de su quinta. Y luego se descuelgan al grito del huraño, a la par del estruendo de las banquetas que caen, las risas y los raspones de rodillas o de brazos.
Se ve con  todos sus primos que, en dicharachero pelotón desigual, de trenzas y pantalones cortos, van a la fiesta de los helados, seguidos, a distancia prudencial por sus madres atentas, las cinco hermanas, divertidas y compañeras de hazañas inenarrables. Sonríe y disimula, ahogando la risa al recordar esas siestas obligadas en el cuarto fresco con sus primas y la tía, la más joven y la más pícara, reprimiendo los ataques de risa, cuando el tío reclama, desde la otra habitación, silencio para poder descansar.
Se ve en el taller de la sastrería. Las tres eligen del muestrario las telas, una que les agrade para confeccionar un poncho para la muñeca articulada; recortan con la tijera del sastre, ésa que corta en zig-zag, para fabricar un sombrero para la única muñeca "piel de ángel", la más codiciada por las niñas.
El abuelo, firme sobre sus pies está encumbrado en la escalera indecisa sobre sus patas, encalando la pared trasera de la casa. Al lado, el gabinete de chapa cubre el bombeador que, ruidoso, ronronea para subir agua al tanque. Hasta puede oir el sonido del agua al caer.
De la mano de su padre, él va arrastrándola para ver a los potrillos en las caballerizas de la Sociedad Rural; pasan frente a ellos una moza jineteando un alazán y portando una bandera argentina; su pollerita tableada y bien planchada se sacude cuando aplaude a la holando-argentina premiada con su cucarda. Un prolijo peón de alpargatas y boina la exhibe. Pasa un toro negro campeón, con su cucarda, tirado por un gaucho de bombachas, rastra y botas bien lustradas. Pasa luego una gran oveja merino cepillada y adornada con cintas celestes y blancas y su cucarda, por supuesto, y el productor rural, orgulloso, que la guía. Finalmente, un gaucho en miniatura con un pony amarronado, también con su cucarda. Suenas los aplausos más fervorosos en el final. Se anuncia la próxima Fiesta Nacional de la Leche, a realizarse en el pueblo vecino. Le siguen jinetes portando estandartes: "Cabaña Las Mariposas", "Cabaña Las..." El chorro de agua y el aroma del café que se sirven a su lado, le interrumpen los recuerdos. ¡Ah!, sí, se acordó: "Las Lilas", y otros más, de miel, de chacinados y encurtidos, "Carnicería La Provinciana", "Haras La Inés", "Parrilla El Palenque".
Afuera se distinguen ya unas luces; la puerta del baño que se cerró de golpe la ha sobresaltado. El predio iluminado podría ser el del hipódromo, ¿o del autódromo? Piensa que al llegar caminará por las calles que recorrió cuando era niña; tratará de redescubrir sonidos, olores, sabores. ¡Pero está todo tan cambiado! El coche se detiene en un semáforo; no reconoce esa intersección, ni el semáforo. Avenida Marengo. No es en honor a un prócer, es el nombre del dueño de la fábrica de galletitas donde trabajaba su mamá, de soltera. La corta la Avenida Sarmiento. Esa sí la recuerda.
Piensa que deberá buscar a Susy en la mesa de entradas del Instituto Traumatológico, o tal vez, en el country donde vive, desde que se separó. También piensa que le resultará difícil encontrar la casa de la tía, la única sobreviviente de las cinco hermanas. ¿La reconocerá? Mucho más difícil será dar con el paradero de Miriam. Mañana será domingo, y quizás ella esté en el club, disputando un partido de tenis, o no. Si no la encuentra, estará en el Club de Campo, donde su nueva pareja se reúne con sus amigos. Será un largo peregrinar.
-No quiero caer como chatarra espacial -piensa, mientras desciende del ómnibus.
La noche está estrellada, aunque las estrellas se vean desdibujadas y tenues entre el prende-apaga de los carteles luminosos. El olor de la estación terminal, garrapiñadas, pizzas, manzanas acarameladas, frituras, todo se parece al olor habitual de cualquier ciudad.

miércoles, 12 de octubre de 2011

Nunca chatarra espacial ( en dos entregas)

Una anciana elegante de sombrerito gris y gafas ajustadas sobre la nariz redonda y colorada, está sentada en el banco correspondiente a la plataforma Nº 57; sobre su falda oscura sostiene, primorosa y gentil, su cartera negra de terciopelo y metal.
Un señor maduro de traje beige un tanto arrugado, y sin corbata, llega portando un maletín y con su mano libre está, en todo momento, palpando el bolsillo superior del saco; tal vez revisa si aún lleva el boleto, si no lo ha perdido o se lo han robado. Tantea, alternativamente, en el bosillo interior, si está ahí su delgada billetera.
Una mujer de mediana edad, de pulposas carnes que se adivinan debajo del atuendo violeta, se acerca arrastrando una maleta diminuta; se detiene para contestar el celular que suena con música de salsa o merengue.
Un padre, se sospecha, entrega cual dos paquetes, a sus hijos, que seguramente han pasado unos días con la familia ensamblada, según lo haya estipulado el régimen de visitas por la potestad compartida.
Dos adolescentes despreocupadas conversan animadamente de pie y se ríen con desparpajo, mientras sostienen sus mochillas; de una roja con cierres rotos, asoman carpetas varias, y la otra, negra, está tachonada de broches, escudos y símbolos de amor, paz, muerte y bandas de rock. Tres o cuatro palabras se reiteran más y más, como si hasta allí llegara el vocabulario conocido: el "nada" parece ser la muletilla, o el nexo que resume y engloba todo lo que quieren expresar; lo que parece un insulto con el que  se tratan, se convierte en un gesto amigable, que se profundiza y las une en una cofradía secreta.
Un niño pequeño llega corriendo y ocupa el lugar junto a la anciana; su madre se apresura para alcanzarlo. Recomendaciones, retos, sacudones y un alfajor que saca de la caja con moño, que lleva en el bolso, lo aquietan finalmente.
Un joven de jeans gastados de fábrica y anteojos para miopes, lleva bajo su axila un libro; no puede leerse el título de la obra, pero sí puede percibirse que es un estudiante de Letras, o de Filosofía, de esos cuyos conocimientos parecieran contagiarse por ósmosis: del sobaco al cerebro. Se dirige al kiiosco y compra el diario local, porque aún hay tiempo antes de la partida.
Dos mujeres transpiran mientras llegan hacia el sector de embarque; ambas han hecho compras en el hipermercado nuevo de la ciudad; hoy es día de ofertas en lácteos y artículos de limpieza. Ellas, sobre todo, han adquirido esos productos tan necesarios para mantenerse jóvenes y bellas, y para que su hogar luzca  resplandeciente. Casi todo se ve a través de las bolsas plásticas. No parecen haberse acordado de sus esposos, porque no llevan crema de afeitar, ni colonias masculinas.
Llega otro, engominado al estilo de Paul Newman en "El golpe", que está muy atareado hablando por teléfono; ni siquiera disimula el motivo de su bienestar actual, entre la gente agrupada que lo escucha; parece ser un candidato para un cargo político, que está en la cumbre del éxito, porque ha conseguido promesas de fondos, para dar continuidad a las obras suspendidas; menciona también, que han confirmado a un fulano para el cargo de secretario técnico de ... No se puede escuchar más, porque los altoparlantes anuncian el arribo del coche Nº... con rumbo a ....Se produce una aglomeración frente al buche que acaban de abrir para despachar el equipaje.
Como un animal asustadizo en la jungla urbana, un muchacho minúsculo, se hunde cada vez más en su leve joroba y se esconde tras la pantalla de su monitor, sentándose en el banco más alejado. Es que la comunicación constituye una parte esencial de su existencia sin resplandor ni melodía; el brillo de la computadora es lo único que lo conmueve.
Llegan corriendo los últimos pasajeros; unos se secan el sudor con el dorso de la mano; otros avisan al chofer que les urge ir al baño antes de partir.
Ella lleva en su mano el boleto, ajado y blanduzco de tanto arrollarlo en su mano transpirada. Mira con interés el aspecto de los que la rodean; pugnan por subir y piensa que sería interesante viajar con alguien que converse, para que el viaje resulte más ameno. Tiene ganas de mirar a los ojos de alguien, de esas miradas que miran adentro de los ojos, y descubrir un signo de humanidad, aunque mal no sea, un diagnóstico, como cuando el oftalmólogo mira en nuestro interior. ¿Será una de las amas de casa, el señor precavido, una de las estudiantes, "el intelectual de sobaco"?
Suben con premura; hay voces agrias y airadas; hervor de palabras agudas, mientras cada uno ocupa su lugar. A ella le toca el último asiento, individual, el que suele usar para descansar el chofer que terminó su turno, junto al baño y al lado de la máquina expendedora de café. Será una complicación seguir la línea de sus pensamientos, sin interrupciones.

lunes, 10 de octubre de 2011

Camino a Las Pencas (última parte)

-Por la izquierda. Caminemos.
Decidimos tomar por ese rumbo, pero ya sin movilidad; no soy capaz de decir qué fue de nuestras bicicletas. Iban cayéndose los pedazos y quedaban abandonados. Un trozo de portacadenas por aquí; una cajita de herramientas, por allá; otro pedal, bajo un matorral; un manubrio al borde del camino; otra rueda, quién sabe dónde; una sandalia. Lo que nunca habíamos perdido era la esperanza, aunque mis ojos estuvieran ya estrábicos de tanto mirar con uno hacia abajo, para sortear los obstáculos, y el otro, hacia adelante, lejos, en el horizonte.
Ahora Miguelina cargaba a su hijo por el camino de bajada. Era la obstinación y eran las ansias de llegar lo que los empujaba hacia adelante, siempre.
Al fondo del valle las luces, como estrellas de buenaventura encendieron el pueblo hundido allá a la distancia. Las piedras llagaban las plantas de los pies, y los perros aullaban a la luna que nacía.
Sumidas en nuestros pensamientos, soñábamos con un baño de agua tibia y el descanso reparador que la anfitriona nos brindaría.
-Sí, comeremos un buen guiso calentito, mi hijo, y te curaré esa herida.
En tanto, yo imaginaba una cama blanda y abrigada. La veía hacia el sur, flotando en el cielo casi negro, resplandeciendo por la luna que se alzaba, imponente. Miguelina pensaba que debería avisarle a él que esta noche no se verían; el encuentro sería mañana.
Ahora subíamos la loma silenciosa; el cansancio era insondable y lo advertíamos en los pies, en los brazos, en las manos y en las frentes, donde el sudor se enfriaba apenas brotaban unas gotas. Empeñada por subir con los ojos cerrados por el agotamiento, iba moviéndome con extremo esfuerzo.
Una estrella fugaz destelló en el plano del firmamento, e impulsados por el deseo y por la ardiente solicitud, madre e hijo se prendieron de una de las puntas estelares y ascendieron al carro de la Osa Mayor. Tobías había dejado de llorar y palmoteaba, mientras ascendían, porque con ese gesto, expresaba su admiración por el espectáculo tachonado de brillos, por donde ingresaban.
Desde lo alto, todavía paseando en la carroza de estrellas, veían la casa redondea de paredes hechas con bolsas de tierra, (técnicamente, paredes auto-portantes), y el techo, a medio concluir. A un lado, asomaba la chimenea que humeaba, como esperándolos para abrigarlos. Las ventanas, ojos de buey de la barca de los sueños, eran cinco gomas negras de camión. Por una de ellas, asomaba él, mirando hacia el cielo, esperándolos.
Junto a mí, cayó una zapatilla pequeña, que poco a poco fue trocando el polvo de los caminos, en una fina capa coruscante de escarcha; la alcé para abrigarla bajo mi camiseta.

Un ojo se me abrió al afirmar la pierna derecha; el otro no, porque tenía la cabeza apoyada hacia un lado, sobre mi cama, en esa posición tan plácida, casi fetal, cuando una duerme una siesta larga en un frío otoño. Al momento, cayeron las frazadas, la colcha y el almohadón verde.

domingo, 9 de octubre de 2011

Camino a Las Pencas (en dos entregas)

El trayecto que nos propusimos era ir en bicicleta, desde el pueblo, hasta Las Pencas, un caserío cercano. Miguelina llevaba también a su hijo, que tendría unos dos años.
Era una tarde excepcional calma y de cielo diáfano. A poco de andar, comenzaron los problemas. Primero, el nene metió un pie entre los rayos; yo lo transportaba en el asiento trasero. Con rapidez, la madre se sacó una medio, lo lavó con saliva y lo vendó en silencio, mientras Tobías lloraba de dolor.
Decidí ajustar bien ese asiento, porque era notorio que estaba aflojándose con el traqueteo; llevaba en el porta-herramientas, una llave que me sirvió para esos menesteres. Lo cargué de nuevo y continuamos por el camino polvoriento y soleado. Al pasar por el cruce a San Agustín, a Migue se le había cortado el freno delantero y yo hab ía perdido un pedal. Resultaba dificultoso afirmame sobre el caño redondo; el pie se zafaba y ya estaba resentido el tobillo.
El atardecer se nos venía encima; el sol ahora estaba poniéndose a nuestras espaldas y teníamos mucha sed. Abrimos una tranquera y fuimos a pedir un poco de agua a una casa escondida entre el bosque de eucaliptus. Dos perros guardianes que sacaban los dientes nos recibieron, junto con la dueña de cas, que parecía bastante huraña, acompañada por un joven de apariencia servicial, y de gran amabilidad., como si fuera una fiesta el recibir visitas en ese ambiente de hosca soledad. Bebimos agua fresca del aljibe y pedimos indicaciones para retomar el camino hacia Las Pencas.
Confusas explicaciones nos llevaron a un lugar desconocido hasta entonces: una pared alta de piedras musgosas que ascendía hasta una casona, donde acababan de encender las luces, como si fuera de día. En la entrada leímos las advertencia poco amistosas: "No pasar. No se acerque, si no es amigo de la casa. Cuidado con los perros. Cerco electrificado". El símbolo de una calavera desestimó toda intención.
Al bajar la cuesta con una velocidad inusitada, Tobías iba bamboleándose peligrosamente. El cuadro de mi bicicleta se desprendió y caímos el nene y yo, pero apenas nos raspamos un poco. Una rueda salió jugueteando con los guijarros y pedruzcos, dando tumbos hacia abajo. Miré a Miguelina y vi que en su pie derecho, asomaban los dedos enengrecidos de su única media rota. Subiendo la loma venía acercándose el joven que antes habíamos conocido, provisto de la rueda perdida y una cordial sonrisa; la ajustó como pudo y ató con alambre el cuadro. Los tres descendimos hasta el ombú solitario que había sido la señal del camino, donde se abría una bifurcación.
Tres paseantes de negro, pechera blanca y cofia, caminaban hacia nosotros. Me decidí por un "Hola", a secas, porque no sabía si llamarlas señoras, o hijas de Dios, o monjas, simplemente.
-¡Pero niñas, con ese crío no podréis andar muy lejos!- nos regañó la primera, con evidente acento español.
-Si tuvieran un "pendrive" con sus fotos, nosotras en la parroquia podríamos rezar, hacer algo por Uds, pero ya veo que no -agregó la segunda. La otra permanecía callada, espiándonos a hurtadillas, como reprobándonos.
-Yo tengo un celular -dijo Migue cuando sonó el móvil, porque ahí había señal. Ya ella estaba narrándole a Anita nuestras desventuras, riendo con sus roncas carcajadas y agitando sus cabellos largos y desprejuiciados.
-Muchas tracias por los servicios prestados -le dije a las religiosas, con ironía. Y seguimos.
-¡Qué barbaridad!, ese niño debe ser un santo. El angelito ni llora de hambre o cansancio -dijo la tercera por lo bajo, aunque la alcancé a oír.
Verdaderamente, Tobías no lloraba, sólo se quejaba en sordina por detrás de mi oreja. Supe que no sentía frío, porque no percibía su temblinque.

viernes, 7 de octubre de 2011

Esta tarde bailé con el Quijote (última parte)

Al llegar a la esquina se detiene la comitiva y comienzan a danzar chansones, villancicos y rondas. El público se aglomera en desorden y confusión, como si el siglo XVII hubiera reaparecido, de pronto, y como si el siglo XXI necesitara un poco de remanso, un trémulo toque suave de cariño, o un bálsamo de flauta dulce y romances.
De repente, el caballero en extremo delgado, sale de la ronda y sacándose las manoplas, con ademán gentil, me incorpora al baile y todos danzamos con los brazos entrelazados al compás de la música. Una ensoñación me arrastra hacia la magia de los siglos, mientras recuerdo un proverbio árabe y escucho la cnción que habla de letras, de caminos y de días, de sabiduría, de música, del yantar y de la amistad.
Un instante fugaz que está rozando la felicidad.
"Don Quijote cabalga de nuevo" -es la propuesta teatral que se anuncia. Es el mes de abril. Son trescientos noventa y ocho años desde el fallecimiento de Cervantes.
Me alejo, finalmente, del bullicio para reconcentrarme y disfrutar de la soledad, en las orillas del rico y dorado Tajo magnífico, a esa hora del atardecer, cuando el sol va escondiéndose. Me parece ver a la distancia, al raquítico Rocinante pastando en la pradera, junto a Sancho descansando a la sombra de un pino albar, solitrio, en la llanura igual y extensa. Un poco más allá, el caballero de la armadura afila su espada en la sola piedra redonda al borde del camino polvoriento, y luego, de un salto, con inaudita destreza, hacia atrás, embiste el aire, tajeando el horizonte una y otra vez, hacia arriba, hacia un lado, hacia abajo en diagonal, y hacia el otro lado, como si luchara con un enemigo invisible que hay que ajusticiar, y partir al gigante por la mitad del cuerpo. El viento fuerte, las ráfagas y la distancia no dejan oír el entrechocar metálico de la absurda vestimenta. El sol ya débil, por el poniente aún hace relumbrar su espaldar y su corselete entre la grande y espesa polvareda. No se distingue a Dulcinea. Tal vez está retozando en la laguna que veo brillar, allá, a lo lejos.
-Para que no se oxide su armadura.
-Para que no pierda brillo su espada.
-Para que no se empañe su nobleza.
-Para que no se diluya su osadía.
Todo eso estoy pensando, cuando percibo una mano blando sobre mi hombro y mi mochila.
-Niña, no te quedes sola aquí. Hay muchos truhanes a estas horas. Ven conmigo...- y Sancho me lleva en la grupa de su jumento gris, como una dama de alta hermosura, una doncella andante. Enfilamos hacia la llanura manchega y llevo en mi mochila la navaja para defendernos de pillos, de endrigos o de sierpes y llevo también la bota de vino que habrá que llenar, para menudear unos tragos durante la travesía, sin fantasmas, ni moros encantados.
El caballero de la triste figura ya no danza. Estará ahora cenando con los cabreros o en la cueva de los Montecinos, para dormir y soñar con el fuego divino de Prometeo. 
Sancho ríe a carcajadas sonoras de sus propias chanzas y su panza sube y baja como un fuelle resoplón.

jueves, 6 de octubre de 2011

Esta tarde bailé con el Quijote (en dos entregas)

Voy por la calle de los Recoletos en el centro histórico de Toledo y me encamino hacia la Plaza del Zocodover. "Mercado de las bestias" le decían cuando en ese lugar se hacían las ventas, el comercio de ganado y de mercancías.
Cerca de la Catedral compré una navaja toledana para regalo y una bota de vino, como presente. Admiré tapices, esculturas, cerámicas, tejidos y toda clase de artesanías de Castilla - La Mancha. Me llamó la atención la exposición en las vidrieras de trajes medievales para hombre y para mujer, en venta o en alquiler.
Esta tarde, calurosa y soleada, me invita a recorrer calles y callejuelas, el Museo del Greco, la Mezquita de las Tornerías y del Cristo de la Luz, el Barrio de la Judería, el Museo de Santa Cruz, más obras del pintor famoso, conventos, iglesias, monasterios, sinagogas... En su interior, el frescor me recupera el pulso y me embebe el sudor. Me abstraigo de tanta tradición sefardí, de tanto rigor religioso, de tanta Reconquista. Tanta cultura de siglos, cristianos y moros, y la historia, agobian mi mente y abruman mi cuerpo cansado. Tanta grandiosidad contrasta con la pequeñez de los paseantes que, como yo, quieren mimetizarse con el monumental cielo azul de Castilla.
Quiero salir otra vez al trajín de la ciudad, el Ayuntamiento y los dibujos y caricaturas del ingenioso Hidalgo. El teatro Rojas es una romería de lectura silenciosa y continuada de la épica castellana. "Aniversario de la muerte de Cervantes. Día Internacional del Libro" -anuncian en cartelera un variado programa.
Ahora camino hacia la feria; los feriantes ofrecen sus productos y me asombro; una aldeana de falda larga, camisa y cofia, invita a degustar una cazuela campesina, entre vapones aromáticos; un mozo de sayo corto con volados y calza, muestra aros, pulseras, anillos, medallones; otro joven de jubón ajustado, babuchas y pantuflos, vende alforjas, bolsos y valijas en telar; una gorda aldeana bizarra se empeña entre sartenes y jamones, mientras el labriego flaco y quijotesco, horquilla en mano, hornea unos gordos panecillos. A su lado, un burro viejo se hunde en una parva de heno oloroso. Más allá, una pareja de artesanos rubios con sombrero de copa puntiaguda y ala corta, confeccionan piezas de vidrio y metal. A sus espaldas, un mate y un termo me llaman la atención, dispuestos entre gemas pulidas y piedras rústicas.
-¿Son argentinos? -les pregunto.
-Sí. Estamos recorriendo España para las fiestas patronales -su entonación no es lengua romance, ni genuino español, es auténtico lenguaje rioplatense.
-Yo también. ¿Me convidan con un mate? -les digo. -Los reconocí por el aspecto, la entonación, y el equipo de mate. Hace días que no tomo y lo extraño -y ese sabor amargo, elixir de los dioses de las pampas, me quita la sed y me reconforta para seguir el recorrido.
Entretanto, comienzan a oírse unos sonidos dulces mezclados con el rumor de la calle, las voces y el trajinar de los transeúntes. Por un momento, todo se vuelve silencio y muchos corren hacia la calle de la Trinidad, de donde proviene la música. La cadencia de un laúd, los agudos de las chirimías, los graves de un trombón de varas y la rusticidad de los sacabuches de calabaza, llenan el espacio. Los músicos preceden a los actores disfrazados de caballeros, de pastores, de aldeanas, de labriegos. Entre ellos se destaca una alta figura, gallardo caballero de armadura brillante, peto, espaldar, loriga, morrión y espada enfundada, mas sin escudo, porque no va precisamente a la guerra. Mira con altivez hacia la lejanía, por sobre las cabezas de los curiosos, sin ver, como soñando la libertad. Ël sabe que son sólo utopías. A su lado, su escudero Sancho, de caperuza emplumada; el sayo con cuello en lechuguino no alcanza a cubrir su abdomen prominente; capa de vibrante bordó, calzones, medias, abarcas y una amplia sonrisa bonachona. Al otro, una Dulcinea rozagante de cachetes colorados luce refajo a rayas con vuelos, corpiño de terciopelo negro y pechuguín con puntillas blancas; de su cofia asoman unos rulos rebeldes y cubre sus hombros, una pañoleta anudada en el torso.

martes, 4 de octubre de 2011

Un boleto para Sevilla (última parte)

Plano en mano, voy acercándome a la Catedral. A lo lejos se la distingue, por su altura y su campanario, que ahora está llamando a la misa de las cinco. Beatas mujeres de negro, devotas con rosarios y señoras piadosas con mantillas. Poemas del Cante Jondo, cerca de la catedral. No son las mismas que trajinan por la feria de abril, el jolgorio y el pecado.
Me interno en la iglesia. Hay una atmósfera de religiosidad. Inciensos ceremoniales. Arte sacro y orfebrería de plata y oro repujado. Aguas bautismales en las pilas del portal. Una aljama en la mezquita de la judería. Todo me confunde, se superponen los estilos y los siglos. Lo gótico, lo mudéjar, el Renacimiento, todo, en una alquimia de cristianos y moros, una sinalefa y una sincresis sincopada, me ahogan y no puedo respirar... Salgo al Patio de los Naranjos y al Patio de las Abluciones. En el cielo azul se recorta la torre de la Giralda y el peso de los siglos.
Giralda, giraldilla, que gira como una veleta. Me acuerdo de la Maruja. ¿Qué hará?
Me recuesto a descansar. Por la ventana abierta sube el perfume de las flores del patio interior: malvones, geranios, azucenas, con todo el esplendor solariego. Está la Maruja en el baño. Primero me altera, pero después me arrulla hasta adormecerme.
-Sí, che, tú que eres una "mina"... ¿Cómo se dice? No sabéis lo que me pasó... Los gitanillos eran unos chavales muy graciosos, unos lazarillos, unos pícaros. Comimos como reyes, me sentí una Sultana de los alcázares, os digo. Huevos a la flamenca, en una caseta. Riñones al jerez, en otra. Cocido andaluz por la calle del Príncipe Gitano y "Paga Dios"... A correr entre los feriantes. Engañamos a los polizontes y lo único que lamento es que se me perdió la camelia. Seguro que la pisotearon en la carrera. Y acá estoy, purificándome, porque voy a ir a la iglesia de Santa Cruz pa' confesarme. ¿Vienes?
-No rezo... no me persigno... no soy la Virgen de la Macarena... quiero dormir ahora.
-Hasta luego, pues, y ¡Sálvese quien pueda! -me saluda y se coloca en la cabellera un geranio rojo que cortó del macetero del balcón.
Por la mañana, cuando el sol perla las frentes y templa los corazones, los don juanes se pasean por el Parque Murillo. Veo tantos, distingo a Don Juan Tenorio, al Burlador de Sevilla y a Tirso acompañando a José Zorrilla. Los persigo con la mirada, pura fibra, puro corazón. Al bajar una escalinata, un don Juan seductor me sorprende.
-¡Oh! Pero déjame verte...- y me abarca como un abrazo, tomándome por los hombros.
-¡Qué bonitos ojos!... Soy Miguel Angel, Profesor de Física, de la Universidad Complutense de Madrid.
-Y yo, Griselda, Profesora de Literatura, de la Universidad Nacional del Litoral, de Argentina -le contesto y me presento.
-No puedo dejar de mirarte. Esos ojos copiaron el azul del Mediterráneo -me siento cautivada en esos ojos brillantes, y envuelta en su mirada lujuriosa. Un beso entrometido me saca del embrujo, de repente.
-¡No! Me tengo que ir -y salgo corriendo por los jardines  y los senderos. Me vuelvo para ver si me sigue, pero no. Me hubiese gustado. Entonces, me voy por la tangente, como otras veces, y me pierdo en la Avenida Menéndez y Pelayo.
Después quiero ver la Plaza de Toros, pero es un escenario desierto que sólo invita a recrear escenas de cornadas, de sangre, de paños rojos y de bullangas. Me conformo con indagar ese mundo en el museo taurino, tan peculiar, que no conozco, que me es ajeno.
En las Reales Atarazanas, sogas, cordeles, carbelas sin popa para reparar, velas flameando al viento, veleros para estrenar, ballestrinques, mástiles arrumbados, esqueletos a maderamen desnudos, estructuras de paramento, rollos de esparto y de cáñamo, barcazas para calafatear, espátulas, pinceles, calabrotes, toneles de alquitrán y de resinas.
Camino luego hacia el Parque de María Luisa. Junto al monumento a Bécquer, las golondrinas ya se han ido, pero están las palomas que gorjean y se expulgan al sol, embelesando el entorno. En los lagos, nadan lols cisnes y hay mucha paz. Llego a la Plaza de España, donde la azulejería sevillana muestra todo su esplendor ilustrando todas las regiones. No podré conocer todas, pero a Sevilla retornaré. La postal dice: "Si visita Sevilla, volverá".
Voy de regreso y no ingreso al edificio del Archivo de Indias, ni al Hospital de los Venerables. Mejor, decido comer un plato de "pescaíto", cerca del Parque de la Infanta. Me doy cuenta: estaba hambrienta. Saboreo una clase de pescado exquisito.
-Mozo. ¿Qué pescado es éste, tan blanco, tan rico?
-Pues, ¡Hombre!, "pescao" - y no puedo decirle: "Soy mujer. No se trata así a una visitante", porque me deja boquiabierta, dándome la espalda para atender a un grupo de bulliciosa algarabía. Vahos de alcohol y cigarros en alegre algazara andaluza.
Bailan en mi retina las bulerías, los palmoteos, las panderetas y los colores. Respiro sonidos y olores que estimulan todos los sentidos, hasta la exacerbación, y voy dejando Sevilla ya.
Veo una esquela sobre mi cama: "Amiga: mañana me voy para Valencia, donde mi prima la solterona. Quiero conocer el mar. Hasta pronto."

"Maruja: y yo viajaré esta noche rumbo a Córdoba. Hasta siempre. Griselda".

lunes, 3 de octubre de 2011

Un boleto para Sevilla (en dos entregas)

-¿Viajás por turismo? -le pregunto a mi compañera de asiento, la del pasillo.
-No, por estudio. Por un año sabático estoy estudiando las raíces de la cultura española- me dice Bárbara en un castellano poco castizo. Ella viene de Boston y está recorriendo Andalucía, pero está radicada en Barcelona.
Las dos admiramos el paisaje por la ventanilla.
-Es el río Genil -nos explica la viajera desde los asientos de al lado. Anselma, dice llamarse; tan obesa, ocupa los números 34 y 35, y es muy abundante también la información que nos proporciona, por ser poblana de los alrededores de la ciudad.
En una curva de la carretera, sobre una loma, se impone de repente, un negro toro bravo, el toro de Osborne.
-¡Uy!, el toro que vi en una película de Almodóvar -digo.
-Ese toro de chapa negra custodia las principales carreteras del país. Originariamente fue una estrategia publicitaria para promocionar el brandy de jerez "Veterano", del grupo Osborne -dice nuestra informante - Ahora es uno de los símbolos culturales de España.
-Miren, estamos llegando -ella nos señala su siudad y se pone más ancha y más oronda en ese momento, en sus dos asientos.
Se ven carruajes con cuatro fletes enjaezados, jinetes enfundados en trajes de terciopelo negro o chalecos chapeados y sombreros chatos de ala ancha, sevillanas con peinetones y mantillas. Carros tirados por dos caballos adornados con claveles rojos y blancos, llevan a los enamorados por las calles, por las plazas, por los parques. Las flores relucen en todo su esplendor en el mediodía de abril.
-Tengo una taberna y un tablao en el Barrio de Triana -las espero y nos da a Bárbara y a mí, una tarjeta rosa, de invitación especial. 
-No hay más plazas.
-Completo.
Eso anuncian los carteles frente a los hoteles, albergues y hosterías. Yo voy arrastrando mi equipaje, entre los paseantes, por las veredas perfumadas de azahares de Santa María, la Blanca. Supe después que es la Feria de Abril y que a la tarde comenzará "el alumbrao" en la isla de Triana como ceremonia inaugural y con las noental mil bombillas encendidas.
-Allá iré, si logro alojarme pronto- me digo.
-Puedo ofrecerle, guapa, una habitación a compartir con una moza de la región de Castilla la Vieja. Es todo lo que está disponible.
Acepto y me instalo; la compañera de habitación no está y puedo apreciar sobre la cama extendida, un vestido de amplios volados y una gran camelia para adornar el pelo. En el mismo momento, irrumpe una joven impetuosa que se presenta con una catarata de palabras y expresiones que debo interpretar.
-Tú eres la argentina que me dijo el ujier. Yo soy la Maruja, de Segovia, pa'servirle. Hace una calor de la puta madre, pero como te digo una cosa, te digo la otra. Ahora acá hay fiesta y a eso vine, a conocer Sevilla, pa'divertirme, y si eso consigo, la calor no se siente, pues. Pero ¿qué hacéis ahí, parada? Prepárate como yo y allá nos vamos las dos. -Se engalana, se cepilla la cabellera negra, ajusta un rodete con la flor, se maquilla, se perfuma.
-Es que ...
-Es que, na'! Vístete pa' la ocasión y nos vamos por la calle de San Fernando, por la antigua tabaquería, que ya pronto empieza el "alumbrao", a la noche. Ahora da lo mismo. Nos podemos pasear con distinción, que pa' eso estamo...vamos,  que ya empieza la soleá.
Esta mujer me ha mareado antes de salir y esto se acentúa en la romería de las calles, la algarabía, los cantaores y las bailaoras, los aromas de comida, la fritanga de pescado con garbanzos. Dos grandes abanicos decoran la Puerta de Jerez. Me detengo a leer qué son los trianeros, el gitanillo de Triana, el marinero y... ¡Se me perdió la Maruja! en el remolino de almidón y de polleras, de caballos y de sevillanas. Cada calle dentro del predio lleva el nombre de un torero. Elijo la de Ignacio Sánchez Mejías y me siento a comer en una caseta restaurante, y a escuchar las guitarras flamencas y el zapateo de un gitano sobre el tablao. Una elegía flota en los aires de la fiesta. "La sangre derramada... que no puedo verla"... "A las cinco de la tarde..." va mezclándose el poema que recuerdo, con el flamenco y con los mantones de Manila. Al reparo del sol, veo pasar a la Maruja asoleada-alborotada; se cuelga del brazo, con prestancia andaluza, de dos gitanillos morenos. Anfitriones, imagino.
No me quedo al "alumbrao" Quiero salir, despejarme del bullicio y disfrutar de la vista  y la calma del Guadalquivir, por el Puente de San Telmo.
Ahora voy saliendo por la calle de Manolete y me prometo visitar mañana, la Plaza de Toros de Sevilla. Me vienen a la memoria las imágenes de cuando pequeña, de la mano de mi padre, una sola vez vi una corrida de toros en la Sociedad Rural, frente a la casa de mi abuelo. Y sufrí. Toros enardecidos y toreros calientes. Ahora tendría la oportunidad de comprender esa pasión del arte taurino.
Una imagen lleva a la otra y veo a Virginia, la argentinita que baila en un tablao de Alicante, tan resuelta, tan altiva, tan salerosa, como una gitana auténtica.

sábado, 1 de octubre de 2011

A la hora del Angelus, del Magreb y de las Verbenas.

En Alicante me habían dado un plano a mano alzada, para visitar algunos sitios imperdibles en Granada.
Ya en el camino comenzaba a respirar ese aire morisco que había vivenciado mucho antes, durante las lecturas y las imágenes que había curioseado: el río Darro, los jardines del Generalife, la arquitectura mozárabe y todas las reminiscencias del origen del castellano, por qué se escriben con h, zanahoria, calahorra, almohada. Arabescos en los tapices. Siete siglos...
-¿Se dan cuenta? -les decía a mis alumnos. Heredamos parte importante de esa cultura, el regateo, el delito de soborno, vienen de ahí, junto con la oración del Magreb desde Marruecos, y las balsas de los desesperados indocumentados por el estrecho de Gibraltar.
Desde la ventanilla del ómnibus voy admirando el paisaje. En tren no hubiera podido hacerlo a mi manera. Sus cambios, que van desde las palmeras de la Explanada del Mediterráneo, los jardines perfumados de azahares, los aromas de las hiedras y Santa Rita del Castillo de Santa Bárbara, las higueras y los nísperos, hasta pasar por los almendros, los cerezos y los durazneros de la llanura.
A mi lado, la compañera del pasillo, una poblana de Albacete de ojos taciturnos; cuando le pregunto por el río por el que cruzamos, me dice: "el río". Sobre los olivares que se han helado y quedaron secos como pasas, inservibles para el consumo humano, me dijo: "pues, pa' pienso". Entre Murcia, Almería, Alhama, veo casas-cuevas, abandonadas taperas entre tanto erial. Se destaca allá lejos, Sierra Nevada. Aunque me lo imagino, igual le pregunto, para corroborar, y me responde: "la sierra"..., sin más referencias y sin emoción, como si ésa fuera la natural presencia que permaneció siempre en su horizonte.
La puerta de Elvira (¿se llamará así por la hija del Cid Campeador?) abre el paso hacia las caldererías y las teterías y a los giros que, como trompos, embrujan y fascinan. Atmósfera de ensueño. Hay moros morenos de frente altiva, rulos y aretes; miran con lascivia desde el marco de las puertas angostas de las tiendas, donde flamean sedas andalusí. Hacia la derecha, un turbante y una flauta quieren encantar a la cobra desencantada y dormida en una canasta; telas con bordados, brocatos, filigranas y terciopelos labrados se ofrecen con insistencia. En la calle de la Calderería Vieja flotan aromas de especias de Oriente, comidas afrodisíacas, sahumerios patchulí, narguilus humeantes; cuernos de la abundancia desgranan granos de café, de mostaza y de azafrán, y sacos de tabacos surtidos. Hacia adelante, doy vueltas, como una peonza, y me mareo en los vahos míticos de Andalucía y las gitaneadas del Cantejondo, mientras unos ojos negros desvergonzados me taladran, me desvisten y como cuchillos me desnudan hasta el alma. Y yo, atemorizada asombrada rubia de ojos claros y sola, bajo la vista y no encuentro la callejuela del Correo Viejo, y aprieto con las dos manos la mochila, para no perder la identidad, los datos, y las señas particulares.
Desde la ventana de una buhardilla, los sones del Genio de Ubeda están buscando el Boulevard de los Sueños Rotos, y desde un umbral con barandillas y escaleras de cedro, efluvios de tortilla española y bocata. Sigo buscando el albergue, hasta que un muchacho rubio menudo que camina por una calleja lateral me acompaña y me invita a tomar un té en Kasbah, pero no... Thanks, I like darky men.
El aire es magia; las voces guturales y agudas del mozárabe al-andaluz, se mezclan con el ruido de La Gran Vía de Colón a la hora del Magreb; en la puerta de Las Granadas  y en los bares de tapas, la cocina mediterránea o mexicana, un kepab sabroso, todo gira. Albahaca-Alharaca por las calles del Albaycín y no encuentro todavía el Palacio de Carlos V, ni la Sala de los Abencerrajes, pero sí me encuentra más tarde, a la hora del Angelus, una gitana en el portal de la Catedral. "Tienes un futuro de felicidad de ahora en más. Y si me das más euros, te cuento más". Una Soledad Montoya, que ya lavó su cuerpo con agua de las alondras, pasa a mi lado y me mira como diciéndome: "Ya tí, qué se te importa".
Como una fantasmagoría, pasa el rostro do Boadbil derramando lágrimas que van a dar al Darro, por la Calle de Las Angustias. Por la Cuesta de Gomérez sobrevuelan el alma de Federico y un coro de gitanas. La música de Manuel de Falla envuelve la silueta de Mariana Pineda y su bandera bicolor.
Una sopa de gazpacho al-andaluz se derrama, por descuido, sobre las taraceas. Al fin encontré el Palacio de Carlos V. Embrujo de filigranas de fino metal y estucos de arte mudéjar, como tul; setos prolijos de arrayanes y fuentes de aguas cantarinas; el Patio de la Sultana; los doce leones del zodíaco; bohemias de mayólicas; cúpulas, capiteles y columnas que no se derrumban, observan como testigos callados, allá desde la Alhambra, las sedas nazaríes, las guitarras granadinas y el flamenco. Por el Paseo de los Tristes, nuestra Señora de las Angustias y San Cecilio lloran mirando a la luna luna, luna de pergamino y la Cartuja embruja las tabernas y las tortillas del Sacromonte, ajo y pipirrama musulmana; casas-cuevas del Realejo, sefardí/maravedí por los baños árabes, las odaliscas de ombligo y seda barrocos de perlas torbellino me inquietan y me aturden. Un gato andaluz salta desde el portal de la Mezquita Mayor y pasa presto por mi izquierda. Siniestra suerte para mí, pero un coche veloz lo aplasta. Mala suerte para el gato!.
Salgo de la Bib-Rambla, por donde circulan las damas con sus ramitos de verbenas en el ojal, elegantes, salerosas, y caballeros apuestos de capa y galera, presumiendo...
-Un boleto hacia Sevilla; en ventanilla, por favor.

viernes, 30 de septiembre de 2011

Retrato en naftalina (2º parte)

Casi inmediatamente después de escuchar las campanadas de las doce, proveniente de la capilla del barrio, llaman a la puerta. Es la prima, la que no conoce, la que viene de Madrid. Como un vendaval, como un ventarrón de las tierras áridas de Castilla la Vieja, entra la Pilar cargando dos bultos muy pesados. Tiene su misma edad y es delgada como ella. Azucena siente curiosidad y algún temor. ¿Qué traerá en esas maletas?
-Te voy a mostrar, prima. Ven -le dice con una voz extraña de sonidos sibilantes -y despliega sobre el discreto vestido azul de canesú blanco, y encima del sombrero, un montón de fruslerías de mostacillas brillantes, tres vestidos de volados a lunares rojos, verdes y amarillos, un mantón de amapolas rojas y flecos negros, toda clase de bagatelas, cuentecillas de colores, un peinetón, un abanico, unas castañuelas, y finalmente, dos pares de tacones negros.
Los ojos de Azucena la interrogan.
-Pues, vine a Buenos Aires a bailar en un tablao de la Avenida de Mayo. Tengo contrato y viviré aquí contigo, prima -Sus ojazos negros sombreados de azul relumbran bajo las pestañas largas y entre las ondas de su cabellera lustros.
La dama de naftalina no puede imaginar cómo es el baile flamenco; solamente tiene un recuerdo vago de cuando era niña. Con su hermana Rosalinda vieron un espectáculo de danzas en la Asociación Española. Aparecen en su mente tacones altos, que zapatean, vestidos llenos de donaire y gracejo, mantones, castañuelas rítmicas, peinetones y flores en el pelo.
Mientras almuerzan, conversan sobre los temas que dos mujeres juntas no pueden soslayar.
-En Madrid dejé a un amor que no me amaba y me vine para acá. ¿Y tú?
Azucena baja la mirada y tímidamente cuenta que está enamorada, desde hace años, de un combatiente de Malvinas. Ella le enviaba al soldado desconocido, cada semana, una cajita de chocolatines con un soneto; otras veces, un par de medias de lana con un ramito de violetas, un turrón, un mazapán de almendras y una bolsita de tela con flores de lavanda. A vuelta de correo, llegaron algunas respuestas y unas líneas perfumadas de amor.
-Pero, ¡coño!, ése ya está muerto! -le dice.
-No se sabe. Después te mostraré los recortes de noticias de la época.
Terminan las natillas y salen a ver la ciudad. La Pilar es muy inquieta y casquivana, y una cascarrabias -piensa.
En la calle la Pilar camina a grandes pasos nerviosos; sus piernas largas están enfundadas en esas botas de "gato con botas" de gamuza azul; lleva con gracia una falda blanca muy corta, y un sweater negro y ajustado de cuello alto. Azucena va detrás, con pasitos cortos y nunca puede alcanzarla.
Al pasar frente al taller mecánico, desde el fondo, tras los autos, oyen fuertes silbidos y un rosario de palabras groseras y soeces. Provienen de un mameluco grasiento.
-Cuidado, chaval. Así no vas a enamorarme -le responde con altanería y soberbia.
-¡Qué audaz, esta prima! -piensa Azucena y apura el paso.
Entran a un bar y se sientan junto al ventanal para ver pasar a los transeúnten que van apurados bajo los paraguas.
Azucena pide un té de tilo y pétalos de rosa con miel. La Pilar, u café doble y una copita de ajenjo.
Ahora, la Azucena ajada ya, se queda sola mirando la garúa, mientras la Pilar se pierde hacia la Avenida Santa Fe con el buen mozo del bar, que ya terminó su turno.

jueves, 29 de septiembre de 2011

Retrato en naftalina (1º parte)

Pocas veces ocurre, pero en ella es una peculiaridad la consonancia entre el nombre y su persona. Azucena es blanca y pura, una alegoría de la joven soltera, primorosa y recatada que despide un aroma de juventud añeja. Vive sola en la casona de la calle Virrey Ceballos, desde que sus padres murieron y desde que su hermana Rosalinda la dejó para casarse con Mario, un italiano que tiene un taller de neumáticos en Castelar.
-No es verdad que en las casas donde hay hortensias, las hijas quedan solteras -piensa- Todavía puedo tener alguna esperanza.
Para ella, la casa grande es un alcázar, como decían sus padres que llegaron de Soria, allá junto a la Sierra de Guadarrama. La casona da a la calle; una puerta alta y angosta y dos ventanas largas con celosías de tablitas descarscaradas, no invitan a pasar. Pero, entremos, de igual forma.
Un zaguán largo de pisos lustrosos, aunque desgastados, desprende un aroma de cera y alcanfor. A un lado, una mesa-repisa de patas largas torneadas de madera lustrada; está cubierta por una carpetita oval color té con leche, tejida al crochet, y sobre ella, un florero con tres azucenas blancas.
Ella ha adornado así el recibidor porque hoy tendrá visita. Al otro lado, un mueble antiguo y una máquina de coser cubierta por un paño gris.
En el ingreso al comedor, se ve una mesa rectangular de caoba y seis sillas altas y ceremoniales; como centro de mesa, una frutera con olorosos membrillos y algunas paltas. Hacia la derecha, sentada en una mecedora de mimbre, Azucena lee y relee las cartas guardadas en su cofre secreto; son pocas y breves, las repasa una y otra vez. Un gato peludo, arrollado en total hedonismo, dormita a sus pies en la canasta llena de ovillos de lana.
Como si hubiese percibido nuestra presencia, se apresura a anudar la cintita azul y las vuelve a guardar junto a recortes amarillentos de diario, y una flor seca de alhelí.
En la pared de las fotos, un señor de bigotes retorcidos y ceño fruncido la mira con rigidez desde el marco lustrado y brillante. Es el abuelo de Soria. A un lado, la fotografía de sus padres españoles. Ella, una joven castellana de vestido negro de canesú blanco de lino, con ribetes de crochet y una cofia en suaves tonos lilas, está sentada en una silla de respaldo alto. A su lado, y de pie, un joven de cejas profusas tiende una mano tosca de labriego sobre su hombro. Y más abajo, una nena de vestido a cuadros juega con un perro de orejas enhiestas en la ribera del río Ebro. Es su hermana Rosalinda, antes de viajar en barco hacia Argentina.
Azucena revisa también cómo ha quedado su casa después de la limpieza frenética que acaba de hacer; descubre que una pátina de polvo grisáceo cubre la vitrina donde se guardan las copas y los licores. Después de pasar una franela, se sienta nuevamente y dice "¿por qué no?", y se sirve una copita de oporto, que siempre sienta bien, como decía su padre.
-¿O me preparo una tisana de lavanda y tilo con una pizca de jenjibre? -duda, porque es tal la ansiedad que tiene por la visita, que siente que le crujen las tripas en violentos retorcijones.
Esta mañana ha hecho un desarreglo: el verdulero le regaló tres ciruelas negras tipo Reina Claudia y tres frutillas jugosas. Las aceptó y se las fue comiendo despacito en la cocina, sobre una servilleta bordada en punto cruz. Aún tiene ese regusto frutal en la boca, aunque no reparó que no se había sacado los guantes calados. Uno ostenta varias manchas rojizas.
-Tendré que lavarlo con vinagre o con limón -dice en voz baja y nasal. Advierte que no tiene ni una cosa ni la otra; tendrá que ir nuevamente al almacén de la otra cuadra, pero el verdulero es tan atrevido... Para ir allá, esa mañana se animó, cruzó la calle y pasó frente al taller mecánico; los muchachos le dijeron unas cosas...! que la hicieron ruborizar -recuerda.
Ha tenido que correr hacia el botiquín y tomar una de esas pastillas de carbón; ha sacado también una barrita de azufre, porque siente su cuello rígido y dolorido. Ha tomado frío, quizás, y se cubre con la mañanita marrón que terminó de tejer hace unos días.
El reloj cu-cú de madera oscura aún no ha dado las once. Descorre las cortinas de voile blanco y mira por la ventana del comedor hacia el patio. Lo ve tapado de hojas otoñales, de roble y de nogal; las del almendro permanecen amarillas y rojizas, todavía. Una algazara de pajaritos alegra el jardín y el huerto. Debajo de la ventana, la planta de hortensias lilas y blancas engalanan con toda profusión. Hay muchas toronjas caídas y el cantero de calas está rebosante de flores. Crecen gracias al agua de enjuague que ella les arroja ,luego de lavar los pisos del comedor y la cocina. Hacia una esquina del patio, un alto jazmín del cabo esparce un perfume penetrante entre la humedad y la hojarasca. Hacia el otro rincón crecen zanahorias, puerros, espárragos, alcauciles, apios y alcachofas; ya ha preparado una sopa de verduras y de postre, para equilibrar la digestión, comerán una natilla de cereales con azúcar negra, cascarillas de naranja y miel.
Sin embargo, siguen los retorcijones. Otra vez duda... ¿una copita de licor de oro o de anís, o un té de melisa para calmar los nervios? Esta mañana, muy temprano, mientras esperaba en la vereda, el cartero que es muy buen mozo, le dijo un piropo muy gentil, que ella repite mientras sorbe lento y levanta graciosamente el meñique, al par de la tacita hacia sus labios, un poquito sonrosados.
Recita unos versos que memorizó: "Soledad, qué pena tienes, qué pena tan lastimosa... lava tu cuerpo con agua de las alondras..." Azucena hoy se lavó el pelo negro con agua de lluvia que retuvo en el funetón de chapa, debajo de la canaleta durante la noche.
Va hacia su dormitorio y sobre la cama monacal, amplia y fría, dispone la ropa que se pondrá para recibir a la Pilar: un vestidito azul con alforzas y canesú blanco recién planchado; descuelga del ropero angosto, el saquito de lana arratonado y raído de tantos lavados; ella no quiere desprenderse de él, porque lo heredó de su madre, antes de que engordara tanto, una hinchazón que finalmente la dejó morir. Acomoda también el sombrerito de fieltro gris, al que le colocará un ramito de violetas, adosado a la cinta azul. 
El recuerdo de la finada la hace persignarse frente al Cristo en la cabecera de la cama; en la cabeza tiene una corona de olivos bendecido en las últimas pascuas. Sobre una mesita de luz, hay un misal y un rosario. No se olvida de disponer sobre el vestido, el camafeo rosetón tallado en una piedra de rubí. Sobre una pared lateral, en una repisa, están los libros de tapas duras:Vida del rey Alfonso, Historia del franquismo, La inmigración en Argentina, La hagiografía de Santa Teresita, entre otros... y El horóscopo del amor, para el año en curso.





martes, 27 de septiembre de 2011

La historia que no fue.

Las vacaciones de verano eran largas y calientes tardes de deambular por las vías. Saltar de dos en dos los durmientes, sin pisar el colchón duro de ripio, esperar a la zorra para pedirle al recorredor que los lleve a dar una vueltita... Por el lado del río ya habían caminado; también ya se habían colgado de los tablones derruidos del puente del Arroyo Las Minas. Ninguno de los tres había cedido, porque los brazos fuertes de los muchachos estaban entrenados para colgarse, ¡uno! ¡dos!, recorriendo los cincuenta metros hasta llegar a la otra orilla. Hoy no se descolgaron a las aguas frías del río, porque estaba refrescando un poco.
Las camisetas transpiradas también habían pasado por los claustros solitarios de la escuelita rural, ésa sin techo, que ahora tenía como únicos visitantes a ellos, y a las avutardas que anidaban por los rincones, o en el único tirante de la cumbreera, como si ellas soñaran con un nido en un árbol frondoso. La escuelita rural había sido un árbol de raíces resistentes y ramas jóvenes que se extendían hacia el cielo de Patagonia. Pero un día la cerraron porque eran pocos los alumnos que concurrían, cada vez menos; el maestro se fue al jubilarse, y porque el gobierno inauguró con toda pompa pre-eleccionaria, otra más allá, cerca de El Maitén, de jornada extendida, eso les dijeron.
-¿Y si vamos a visitar al viejo Teodoro? -propuso el Chimango.
Asintieron aceptando la propuesta e iniciaron el trayecto hacia el refugio. Él vivía hacía muchos años solo, desde que regresó al lugar que lo había cobijado, cuando en su juventud llegó a estos lares con otros aventureros, a buscar oro. Colar con un cernidor la arena del río, lavarla, y rescatar algún que otro tesoro dorado que brillara al sol. Ésa era la faena cotidiana, bajo un sombrero de paja.
Los chicos pateaban piedras al caminar y Ernesto apuntaba un objetivo diferente con la honda. Una vez la única manzana que pendía del árbol añoso; otra vez, la cola de un topo que cavaba y cavaba arañando la tierra; en otro lugar, le daba a una lata oxidada. El Bicho, que era bien fiero, iba pensativo, rumiando qué relato le pediría al viejo para que cuente por enésima vez.
Ya comenzaba a verse un triste hilo de humo que salía por la ventana de la vieja comisaría, también abandonada, donde decían que habían tenido preso a Martín Sheffield y otros fugitivos de la ley. El edificio también había quedado al vicio, porque ya no andaban los forajidos de antes, y porque los último cuatro presos, en una noche de borrachera,  habían degollado al comisario y se escaparon por esos caminos de Dios.
-Seguro que está mateando don Teodoro.
-Le voy a pedir que nos cuente las andanzas a caballo por la provincia de Buenos Aires en su juventud.
-Te va a gustar, Chimango.
-No, mejor la del ahogado en el río de la Plata, al que le sacaron el reloj a la fuerza, de su mano hinchada y blanduzca.
-O sino, lo de la cacería de ciervos en las costas de Uruguay. Porque él navegaba el estuario del río con su hermano, cuando eran jóvenes.
-Güenas y santas -los muchachos saludaron a la usanza campesina, y los tres se sacaron las gorras roñosas, por respeto.
-¡Adelante!Parece que me anduvieron olfateando, amigos -apenas podía entenderse esa voz aguardentosa. Los ojos todavía no estaban demasiado turbios.
-Sí, y también vinimos para que nos cuente alguna historia, y para que conozca a nuestro amigo. El Chimango lo saludó con forzada inclinación, porque Don Teodoro era un personaje que había que conocer, según los dichos del Bicho.
Los tres se miraron y los tres, en el mismo instante, supieron que ése no era el día para que el viejo Eckardt cuente. Estaba demasiado borracho para articular palabras e hilar con coherencia esos lindos giros verbales, que presentaban paisajes y circunstancias tan diferentes a las que ellos estaban acostumbrados. Lástima, porque los tres amigos soñaban corren caminos distintos, cuando sea el momento de partir.
-Nos vamos -le dijeron cuando el viejo había dejado ya de mirarlos. Estaba comenzando la secuencia de la añoranza y la tristez<a, ésas que se materializaban en lentas lágrimas, que rodaban por la barba blanca, cuando bebía del gollete del porrón de ginebra.

domingo, 25 de septiembre de 2011

El rezongo de la nona.

-Má peró, vení qua. Non te nevades, eh! -me dijo desde el sillón-hamaca de mimbre que, en su vaivén murmuraba con ese sonido monocorde, tan familiar. Cuando dejaba de oírse, todos sabíamos que la nona se había dormido.
-¿Abuela, estás bien?
E la pura veritá... sempre andás callejeando y no parás más. ¡Qué facés dando vuoltas como tío vivo, megliore ayudá a tu madre que se desloma todo el día por la casa, por su marido, mío figlio, y per té, lavar los pisos, barrer la vereda, baldear la galería, regar las plantas, tirarle maíz a las gallinas, todo! Io non posso piú más, tú sabes, ya no puedo caminar hasta el gallinero. Me gustaba antes ¡piú, piú, piú! tirarle las cáscaras y los huesos y me reía tanto, cuando se peleaban la bataraza con la colorada!... Antes juntaba los huevos de yema amarilla y cáscara verde, porque Federico siempre les trae una bolsa con pasto tiernito y les tira maíz. Ahora, con la catarata, casi no veo. Tu madre sí que es una buona moglie; lo único que no me gusta es cuando cocina los "spetzels" y me da una copa sola de vino y nada más, y de vuelta guarda la damajuana debajo de la mesada. Yo nunca puedo robar un sorbito, porque ella siempre anda trajinando por toda la casa, fregando, pasando el plumero y cantando esos tangos y esas milongas que no me gustan. Io antes cantaba canzonetta napolitana, y hasta bailábamos tarantela con Bartolo, el finado. Sï, é vero! Pero tu madre, que es una santa, aprendió a hacer los gnochi que yo le enseñé; los hace "para chuparse los dedos", los domingos. ¿Hoy es viernes? ¿Qué comemo? En cambio, mi hija, Amalia, no sabe cocinar, es una "svergognatta", sabés? Me dejó sola y se escapó con el ferroviario. No sabía ni hacer un huevo frito, ni pelar una gallina, siempre soñando con ser maestra. ¡Qué va a ser! Y bueno, en todas las "famiglias" se cuecen habas. Me contó Doña Isolina que ahora está "cecatta" que a su hija la Angelina se le dio por el arte, y se tomó el tren para Buenos Aires. Casi no viene y cuando viene, parece una artista de cine, o le habla por teléfono, pero ella no entiende casi nada... ¡Qué cosa, y ni grita cuando habla desde tan lejos!. Sí, é vero... Otro aparato endiablado es el televisor. El hijo de los Williner se compró uno de esos y su madre, la pobre vieja Úrsula, que siempre está fumando en pipa, cuando prenden la televisión, a ella le da vergüenza que la vean los artistas, y tira la pipa atrás del sillón, y ahí queda, humeando y deja ese olor rico del tabaco. ¿Vos no estarás fumando cigarros, nena? Yo me ricordo del Enrico, mi hermano. Él no se murió por fumar, lo mataron "a la güera"; él era un camisa "nera" y se nos fue, tan joven!. Ahora me vino a la memoria el montecito de abedules en la campiña, cerca de Greppo. Un enjambre de maripositas amarillas. De colores tan vivaces no se sueñan. Yo las quería atrapar y revoloteaban sobre mi cabeza de trenzas rubias, y mirá ahora, il capelli lacio, finito y gris que se mantiene firme con estas peinetas y la "Glostora" que le saco a Federico... y había matorrales donde se escondían las liebres, entonces Oreste y Pietro las perseguían por la hierba; con las escopetas preparadas, iban olfateando el aire y el trébol. Por ahí se escuchaba una descarga y venía uno con un ganso colgando de las patas. Las liebres siempre se escapaban. Sí, é vero! y comíamos uvas de las parras silvestres, o de la finca del vecino Antognolli, qué ricas. Las de ahora, de la verdulería no son tan dulces, parece. Tu mamá sí que hace cosas dulces, la torta alemana con pasas y cremas, usa la nata que queda flotando en el tacho que deja el lechero... y cose esas confecciones de los figurines de moda, tan lindos. ¿Y vos, nena, cuándo vas a aprender a coser? Mirá que después te falla la vista, "come a me".
La que no sabe hacer nada es la mujer de Genaro, ésa sí que puro peinarse y pintarse las uñas. Es una pituca esa Irma... yo no la quiero, se ve que cuando vienen, es de puro compromiso nomás... Nena, decile a tu mamá que me traiga unas masitas, que tengo hambre. ¿Ves? Ése es un defecto de la Pochi, me tiene siempre con hambre, dice que por la "diabeti", pero yo creo que es por amarreta.... Amarettis y una copita de licor de anís, me gustaría.

"Era estremadamente pericoloso, andavamo tutti de cacería, "jovinessa, jovinessa, primavera di belleza". ¡Certo, avevamo sesenta anni meno!
"Alli armi i fascisti, morte i comunista, a basso i socialisti" canta bajito y la mirada es ahora un vidrio barato, cascado y añoso. Desde la jaula que cuelga en la galería, rebosante de helechos y geranios, cuando el sol da a pleno, el Perico inicia su contrapunto. "Lo muchacho peronista...", como una letanía sin respuesta, como una retórica entre sordos.

-Má, la abuela se durmió! -anuncia la nieta. Llega arrebolada y se sienta al lado de la nona.
-Sí, ya me di cuenta, porque no oía el sonido del sillón. Clara, tapale la espalda con la pañoleta, que ahora hace frío.

sábado, 24 de septiembre de 2011

¿Qué es Edafología? (continuac. de Madrid, 25 de marzo...)

Despacio, por los senderos espaciosos, a Carlos no le resultó complicado llegar a destino: la calle Profesor Aranguren. Iba pensando cómo sería ese ambiente, tan diferente al suyo, en el que se había movido "como pez en el agua" -decía. La escuela técnica, el 6º año fue el último escaño en su escolarización; lo más académico fue la concreción de una budinera de chapa repujada, que le regaló a su madre, un panel para colgar herramientas en el garaje, para su padre, unos platos de madera torneados, para su tío José, y una rosa recortada en madera de paraíso, para Adriana, que ella aceptó con gestos de aparatosa displicencia.
-Si no estudiás, a trabajar! -le había dicho don Amadeo.
-Acá no mantenemos vagos -había reforzado la idea de su marido, doña Olga, de pañuelo anudado en la cabeza y brazos en jarro. La recordaba también,  secándose el sudor con el delantal a cuadros, de dudosa pulcritud.
A su vez, iba practicando el discurso que haría al presentarse en casa de la prima, hablando solo y gesticulando por las veredas; las chicas que leían al sol, lo miraban con extrema atención, por tener aspecto de forastero; imaginaban, tal vez, que ese muchacho robusto y muy varonil de cejas negras y obcecadas, era un actor que haría un unipersonal en el Paraninfo, el próximo sábado.
Ninguna de las palabras y los gestos ensayados le salieron al conocer a Angeles.
-¡Pues, pasa, hombre! -Angeles era una gurrumina de 1.50 m de estatura, delgada, bastante fea y con un lunar negro en medio de la frente, pero simpática.
-Éste es el primo de Argentina del que te hablé -lo presentó a su amiga Luna, de cabellos lacios y mirada ausente, tras unos anteojos de marco oscuro.
-¿Así que estudiás?
-Sí. Edafología.
-¡Ah!, explicame qué es eso -la otra, la amiga hizo un mohín despreciativo, la vio de reojo.
-Es una rama de las ciencias del suelo que estudia su composición y naturaleza, en relación con las plantas y el entorno. Todo en la superficie de la corteza terrestre -le dijo en tono académico, y él no alcanzaba a comprender.
-Porque yo sólo tuve contacto con el tierral del campito donde hacíamos los picaditos, pura polvadera  y gritos atrás de la redonda -iba haciendo sus relaciones con el suelo y su contexto, a su manera.
-¿Y para qué sirve? ¿Adónde vas a trabajar?
-Ya pronto me recibo y creo que voy a quedar contratada en definitiva en el Parque Botánico, acá cerca.-"conchabada", pensó él.
Se fue bastante más pronto de lo imaginado. Carlos había pensado que el encuentro con la hija de su tía de España, que es la hermana de su mamá, iba a ser memorable. El conocimiento de los dos, de casi la misma edad,  iba a fortalecerse con el contacto cotidiano, o al menos, cercano, por los lazos de sangre. Iban a ser compinches, soñaba. Corretear esas calles de Madrid, la Gran Vía, el Barrio de las Musas... pero no, no hubo pizca de identificación. Ella se relaciona mejor con el suelo y con las plantas, y él, es experto en la relación con las personas de toda casta, en particular, los no universitarios.
-¿Y si me hubiera presentado como un bravucón insolente y despreciativo? -enseguida desechó la idea -"Cuando el hombre se mira mucho a sí mismo, llega a no saber cuál es su cara y cuál, su careta" -como un proverbio lo decía en voz alta. Él es un muchacho de talante compasivo y tierno con los desvalidos y los marginales, con los tahúres del hipódromo y con toda clase de chavalejos de mal vivir.
Había pensado buscar trabajo en el bajo, ese barrio obrero, el más castizo de Madrid, para ganarse la vida honestamente. No tenía ninguna intención de caer en la Modelo, la cárcel de Carabanchel.